domingo, 28 de febrero de 2010

Los sueños III (b) – El significado de los sueños: Freud y el psicoanálisis

Freud
Hay algo que une a Freud con Darwin, Stephen Jay Gould, Hans Zinsser o Goethe, por citar unos pocos, y es que además de grandes científicos todos ellos fueron grandes escritores. El caso de Goethe es extremo y, de vivir hoy, lamentaría que su fama como literato haya eclipsado su importancia para el mundo de la ciencia, pues él mismo consideraba que su estudio sobre la percepción del color era muy superior a cualquiera de sus novelas, dramas o poemas; y sus precursoras aportaciones a la teoría de la evolución tampoco resultan desdeñables. Y el hecho de que la obra capital de Zinsser, «Ratas, Piojos e Historia», siendo este año el 75 aniversario de su publicación, aún no se hayan traducido a nuestro idioma pende como un vergonzoso baldón sobre el criterio editorial de nuestras colecciones de divulgación científica.

Volviendo a Freud, leerlo, por muy discutibles que nos puedan parecer sus teorías, supone un gran placer y pone de manifiesto lo bien que la ciencia admite (y agradece) la calidad literaria en su exposición. Esa extraordinaria prosa, persuasiva, ilustrada, agradable… caló profundamente entre sus colegas médicos y el gran público en general, siendo uno de los pilares en que se sustentó el éxito del psicoanálisis.
Los otros fueron la capacidad de Freud para sintetizar toda una serie de teorías anteriores, sus propias e ingeniosas aportaciones y el que todo ello coincidiese en el momento —ese principio de siglo XX tan plagado de contrastes y cambios— y el lugar —Centroeuropa, el corazón de la psicología y la psiquiatría mundial— adecuados. Sería demasiado extenso hablar de cómo fueron surgiendo y modificándose todas las teorías y planteamientos de Freud, conque me centraré exclusivamente en lo que concierne a la interpretación de los sueños.

Con el avance de la medicina y sus métodos de diagnóstico y tratamiento, el uso de los sueños para adivinar los males del paciente fue cayendo en desuso a lo largo del XIX. ¿Por qué Freud retomó ese prodecer galénico para descubrir la enfermedad e intentar curarla? Las fuerzas que movieron a Freud a ello fueron varias, su talento y su ingenio, sin duda, entre ellas, pero también hubo una, muy poderosa, pero que, usando su propia terminología, «reprimió inconscientemente» a la hora de exponer sus hallazgos: era un hipnotizador muy, muy malo. Malísimo.

Desde principios del siglo XIX la hipnosis, junto a algunas drogas que se iban descubriendo, se había convertido en una de las principales herramientas de la psiquiatría a la hora de abordar el tratamiento de las neurosis. Por hacer una distinción muy genérica, digamos que en la psicosis el paciente pierde la conciencia de que está enfermo y se pierde en su mundo de delirios—el clásico «loco»—, y que en la neurosis es consciente de que le pasa algo anormal: una fobia, una compulsión, una parálisis sin causa física… Y como Freud era tan malo hipnotizando, tuvo que buscarse otras herramientas para lidiar con esas neurosis.

Una de ellas fue la asociación libre de ideas, otra el ya celebérrimo método del diván y de hablar, hablar y hablar —el psicoanálisis propiamente dicho—, y otra, la que aquí nos toca, la interpretación de los sueños.

La interpretación freudiana de los sueños
Para Freud el origen de las neurosis estaba en los deseos y pulsiones que nacían en los lugares más profundos de nuestra mente. Freud organizó la mente en varias estancias. En su «primera tópica» eran el consciente y el inconsciente. En su «segunda tópica», el Ello —la parte más primitiva, origen de los deseos de placer y de destrucción—, el Yo y el Superyo —la interiorización de las normas sociales—. Estas tópicas no se sustituían la una a la otra, sino que se complementaban; eran diferentes formas de organizar las operaciones y energías que se movían en el interior de nuestra mente; de hecho, todo el Ello, y buena parte del Superyo y del propio Yo, estarían en el inconsciente. Pues bien, en ese inconsciente y, sobre todo, en ese Ello, nacían los deseos y pulsiones que nuestra mente consciente reprimía, bien porque fuesen vergonzosas y prohibidas o bien porque fuesen imposibles de realizar. Y esa poderosa energía psíquica debería liberarse de alguna manera, encontrar algún punto de salida. Lo normal sería que se sublimase en tareas constructivas (como el arte) o se descargase de algún tipo de forma no dañina para la persona (pequeños vicios u otras actividades), pero también podría darse el caso de que se manifestase en forma de neurosis, que no vendría a ser otra cosa que una forma simbólica o sustitutiva que esas pulsiones usarían para descargarse. Por ejemplo, un hombre que en su infancia hubiera deseado matar a su padre, podría descargar esa pulsión reprimida en sus cuadros, en la caza, el ejército… o de forma neurótica en la fobia a algo que le recordase a su padre (como los perros, por algún tipo de asociación directa —su padre tenía perros— o indirecta —asocia el carácter guardián del perro al rol de su padre en la familia—). Según su teoría, muchos de esos poderosos conflictos latentes nacerían en nuestra más temprana infancia, que es cuando la mente se está formando.

Los sueños serían otro lugar en el que, a través de símbolos, esas pulsiones podrían ser canalizadas y satisfechas de una forma simbólica. Digamos que del inconsciente viene el deseo, y que el consciente lo disfraza para hacerlo tolerable, dando lugar a esas imágenes y situaciones oníricas.

El sueño que puso a Freud sobre la pista de esta teoría fue uno propio, el conocido como «la inyección de Irma». Había soñado con una antigua paciente, Irma, y en él sufría unos enormes dolores a causa de una inyección contaminada que le había administrado otro doctor. Al analizarlo Freud se dio cuenta de que, a través de ese sueño, había descargado sus sentimientos de culpa ante los padecimientos de Irma, que aún no había sido capaz de aliviar, al culpar de ellos a otro médico rival. Así, su sueño, había dado salida a esos sentimientos de culpa, aliviándolos mediante ese sutil disfraz.

Y así habría de ser tanto con los pequeños conflictos diarios de una persona sana como con los más graves de un neurótico. Por eso, al analizar los sueños y desentrañar su simbología, se podría dar con los conflictos latentes que habrían desencadenado la neurosis. La catarsis que supondría enfrentar esos traumas originales llevaría a la liberación de esas energías y la curación. Tan bonito y elegante… como falso o, por lo menos, discutible.

La práctica clínica ha demostrado sobradamente que el conocer el origen de un trauma y expresarlo de forma catártica apenas tiene propiedades curativas. Las personas que han sufrido abusos sexuales en la infancia, ni suelen reprimir esos acontecimientos en el olvido (más bien, al contrario, reaparecen en forma de vívidos y horribles recuerdos) ni el hecho de reconocerlos les ayuda a superarlos; las actuales terapias que les ayudan a recuperar una vida afectiva y sexual suelen ir por otra línea.
De hecho, el gran caso que sirvió a Freud de ejemplo y demostración de cómo funcionaba su uso terapéutico de los sueños, el conocido como «hombre de los lobos», probó ser un fraude. En esta historia clínica Freud trató a Sergei Pankejeff (en la imagen anterior, con su hermana), un joven aquejado de depresión y serios problemas de estreñimiento. Tras varias sesiones Freud analizó una pesadilla recurrente en la que Pankejeff veía, desde su cama y a través de la ventana, un grupo de lobos blancos encaramados a las ramas de un gran nogal.
A través del análisis, Freud llegó a descubrir que esa imagen simbolizaba el traumático momento de la infancia en que su paciente había descubierto a sus padres haciendo el amor (en la posición «del perrito», de ahí los lobos); y esa revelación habría contribuido a curar a Pankejeff en un proceso que no había llegado a durar más de un año. Sin embargo, se acabó sabiendo que Pankejeff siguió acudiendo a terapia —con otros psicoanalistas— durante casi 70 años y que no sólo no se curó, sino que empeoró significativamente a lo largo de toda su desgraciada vida. Es más, Pankejeff siempre negó la posibilidad de que hubiese descubierto a sus padres haciendo el amor, pues él dormía vigilado por una niñera y sus padres en otro cuarto cerrado con llave.

Pero este duro revés, que tiraría por tierra cualquier otro hallazgo científico, apenas supuso nada contra lo que ya se estaba convirtiendo, más que en un disciplina científica, en una ideología. A través de los discípulos y seguidores de Freud (y otras corrientes paralelas), lo que originalmente nació como un método clínico para combatir las neurosis acabó por convertirse en una especie de religión de pago basada en la palabra de sus diferentes padres fundadores —«revelada» y sin casi apoyo experimental—, en la que se supone que todos arrastramos traumas y conflictos reprimidos y que debemos someternos a largos y caros procesos de psicoanálisis que, con suerte, pueden durar media vida. Hasta los propios psicoanalistas han de someterse a un psicoanálisis; como si un cirujano tuviese que extraerse el apéndice para poder operar, vamos. Woody Allen se rio de esto en «Annie Hall» al decir que llevaba 15 años con su psicoanalista y que, si en un par de años no se curaba, probaría suerte en Lourdes.
El psicoanálisis, en la actualidad —y en mi opinión—, se ha convertido en una especie de ocupación paralela de las clases medias y altas de ciertos sustratos culturales, como ir al campo de golf o al club de lectura; no se va porque realmente haya un problema (y si lo había, suele desaparecer en el marasmo de otras mil cosas) si no porque mola, y los pacientes acaban yendo en busca del sentido de la vida, del porqué de las cosas, de una palmadita en la espalda, de simple desahogo o de otras cosas que, más que ver con la psicoterapia, tienen que ver con la filosofía y la literatura, y, sinceramente, creo que encontrarían más y mejor consuelo (y mucho más barato) entre las breves páginas de William Maxwell o de Robert Walzer que en las carísimas horas y horas de psicoanálisis.

Dejando atrás esta pequeña diatriba, han de reconocérsele a Freud dos méritos muy importantes. El primero es que expulsó de forma contundente a la superstición del mundo de los sueños. Se dice, exagerando un poco, que si Copérnico desplazó a Dios de la mecánica celeste, Newton de las leyes físicas y Darwin de la biología, Freud lo desterró de nuestra mente… y nuestros sueños. Nada de posesiones, premoniciones o mensajes divinos; los sueños son el producto de nuestra actividad mental. El segundo es que dio la materia prima para el nacimiento del que seguramente sea el movimiento artístico más importante del siglo XX: el surrealismo.

El surrealismo
El surrealismo —del francés «surréalisme», súper realismo— parte de la imaginería de los sueños, de las extrañas e inesperadas asociaciones que surgen en ellos, tanto para crear una nueva forma de expresión como para la búsqueda de nuevos temas e historias.
Si el psicoanálisis pretendía acceder a los contenidos inconscientes y reprimidos del individuo a través del análisis de los sueños, el surrealismo utiliza ese tipo de imágenes oníricas para acceder, en palabras de Breton, «al funcionamiento real del pensamiento en ausencia del control de la razón y de toda preocupación estética o moral». No es extraño descubrir que el propio André Breton, fundador y líder de esta corriente artística, había estudiado medicina y psiquiatría y trabajado en un hospital mental donde tomó contacto con las teorías freudianas.

Más allá de esa definición de Breton, el surrealismo supuso una liberación de la imaginación y la creatividad que, en lugar de romper por romper con las viejas formas o del simple experimentar por experimentar —como sí hacían otras vanguardias—, buscaba acceder a nuevas y sólidas formas de expresión. El viejo sistema de simbolismos, así, se rompió para dejar paso al uso de la metáfora y la imagen, visual o verbal, para crear una sensación pura y evocar —o más bien provocar— diferentes reacciones y lecturas.

Por poner un ejemplo, el armiño, un símbolo clásico, significaba la pureza. A la famosa imagen buñueliana de la Luna atravesada por una nube para, a continuación, ver un ojo cortado por una navaja de forma similar, se le pueden buscar simbolismos directos, pero lo que a Buñuel le interesaba era la sensación que esa potente imagen causa en nosotros, el sentimiento puro y toda la nube de complejos significados y sentidos que puede arrastrar tras de sí, diferentes para cada uno de nosotros.

Freud y el cine
Si el manifiesto surrealista de Breton fue el pistoletazo de salida para esta corriente artística, «El perro andaluz», de Luis Buñuel, es la película que inaugura la influencia del surrealismo y de las teorías freudianas en el cine. Este extraordinario cortometraje, de hecho, nace de la suma de dos sueños: uno de Buñuel, el de la imagen ya comentada de la navaja en el ojo, y otro de Dalí, en el que le salían hormigas de las manos.
Podríamos categorizar las películas influidas por el psicoanálisis en dos grandes grupos: aquellas en las que la influencia es directa y tratan temas relacionados directamente con la interpretación psicoanalítica de los sueños, y aquellas en las que la influencia es indirecta y utilizan imágenes inspiradas en el mundo de los sueños y la estética surrealista para expresar las ansiedades y conflictos latentes de sus personajes.

Dentro del primer grupo la película más emblemática es, sin duda, «Recuerda» de Alfred Hitchcock, en la que la escenografía de uno de los principales sueños que aparecen en la película fue creada por Salvador Dalí. En esa escena un hombre usa unas tijeras gigantes para cortar la imagen de un ojo en una cortina, un homenaje a la célebre escena de la navaja en «El perro andaluz», como el propio Hitchcock confesó.
En esta película seguimos la historia de una bella psiquiatra, interpretada por Ingrid Bergman, que ha de utilizar toda su sagacidad como psicoanalista para desentrañar el significado de los sueños de un paciente aquejado de amnesia, Gregory Peck, tras los que no sólo se esconde el trauma que desencadenó la amnesia sino también la clave para resolver un complicado crimen.

Hay otras películas de esa época donde podemos ver la poderosa influencia del psicoanálisis, muy popular entonces, como «Nido de Víboras», «Las tres caras de Eva», «Elemental, doctor Freud» (donde Freud aparece, erróneamente, como un consumado hipnotizador) o, posteriormente, en buena parte de la filmografía de Woody Allen; pero en todas ellas la interpretación de los sueños está ausente o tiene un papel muy secundario. En «Los Soprano» también pudimos ver un capítulo en el que la psiquiatra, tras sufrir una traumática agresión, soñaba con un amenazador perro que representaba a su paciente, Tony Soprano, y la capacidad que ella tendría de usarlo contra su agresor.

Sin embargo, tal y como me ha recordado Daniel, la película que mejor muestra el mundo freudiano de los sueños quizá sea una en la que no aparecen psiquiatras y en la que el nombre de Freud tan sólo aparece escrito en una pizarra: la genial obra maestra de Fritz Lang «La mujer del cuadro». En ella se nos cuentra la trágica y truculenta historia de un hombre gris, casado y con hijos, que se enamora de una bellísima mujer fatal, lo que le acaba empujando a una espiral de infidelidad, crimen y muerte. Sin embargo, al final, se despierta y ve que todo ha sido un perverso sueño (vimos como se quedaba dormido poco después de anhelar algo de emoción en su vida) que ha construido alrededor de la mujer que ha visto retratada en un cuadro y toda una serie de objetos y personas de lo más normal que le rodeaban.

En su día se había comentado que ese giro final había sido metido con calzador (de hecho, la novela en la que se basa la película acaba con la muerte del protagonista) por forzar un final feliz y dar una moralina, algo que Fritz Lang negó rotundamente. Su intención, muy influida por la fama y popularidad del psicoanálisis en ese momento, había sido usar esa historia para hacer una película sobre la mente y sus deseos reprimidos de placer y muerte. Y, de hecho, es así. Hay un sutil pero claro contraste entre los momentos pre-oníricos y los del sueño, donde todo es más oscuro, denso, obsesivo... e incluso en algún momento se cambia el eje de la acción respecto al «mundo real» (el camarero del club donde se queda dormido pasa de aparecer por un lado a aparecer por el otro), como si nuestro protagonista hubiese cruzado ese espejo con el que tantas veces se ha simbolizado el sueño. Toda la historia soñada, de hecho, está llena de pequeños símbolos y referencias psicoanalíticas, eso sí, magníficamente camufladas para que el espectador, encerrado en ese sueño con el protagonista, no sea consciente de ello y viva igual que él esa historia.
El protagonista, a través de ese sueño vive con intensidad sus deseos reprimidos de placer (la mujer bella, la infidelidad, el sexo) y muerte (el crimen, la autodestrucción), y más que huir de la culpa se regodea en ella (acompaña a la policía en la investigación) para experimentar hasta el final las poderosas emociones de la persecución y el castigo. De hecho, al final, cuando despierta, el personaje está sutil pero claramente satisfecho de su experiencia. Ese final metido por Lang no es una moralina, más bien al contrario, es una oscura reflexión sobre nuestros ocultos deseos de placer y destrucción. Más freudiano, más onírico, imposible.

Además, si es cierto lo que rumorean algunos de sus biófragos, la obsesión de Fritz Lang por la culpa viene de un crimen en el que estuvo involucrado en Alemania y del que huyó, algo que le hizo arrastrar toda su vida un tremenso sentimiento de culpa y la sensación de que, de un momento a otro, iba a ser descubierto (huir del nazismo, dejando atrás a tantos amigos que iban a morir, también podría sembrar esa semilla de culpabilidad). Daniel, en su comentario, también decía que todas las películas son, de alguna manera, sueños. Y así es. Podemos ver esta película, de hecho, como un sueño contruido por el propio Lang para dar salida a esos sentimientos de culpa, de sentirse perseguido, a ese miedo a ser castigado. Ese despertar final es el del propio Lang, a salvo tras haber intentado expulsar sus demonios a través de la película.

En su siguiente película, la también genial «Perversidad», sigue una historia parecida y con el mismo reparto, pero ya no permite despertar al protagonista. Toda la película es el sueño, su sueño, en el que nos permite participar, para experimentar sus quizá universales sentimientos de culpa y expiación; los créditos finales y las luces de la sala, al encenderse, serán las que marque en despertar. Y cuando salgamos caminando del cine y volvamos a pasar ante la marquesina, igual que el personaje de Edward G. Robinson, veremos el cartel, como esa mujer del cuadro, que nos mira desde el otro lado, desde lo más profundo de ese sueño que nos ha regalado Fritz Lang.

O de tantos otros sueños que nos habrán regalado muchos otros directores. Quizá por eso sigo amando ir al cine, a la sala, porque esa sensación de abandonar el cine, tan bien recreada por Lang en «La mujer del cuadro», no se puede tener en casa. Es exclusiva del juego entre la oscuridad de la sala y la luz del día.

Langi siguió, en muchas de sus otras películas, volviendo, una y otra vez, a este tema de la culpabilidad. Igual que otros directores han dado salida en sus películas, sus sueños, a sus personales deseos, obsesiones y miedos.

Este mismo recurso, el que toda la historia haya podido ser un sueño, se ha usado en muchas más películas posteriormente, jugando a la ambigüedad de si todo o buena parte de lo que hemos visto es o no real... y que sea el público quien despierte. Algunas veces esta lectura de ofrece de forma clara, como en el caso de la entretenida «Desafío Total», y otras veces de una forma deliciosamente sutil, como el caso de esa obra maestra que es «Laura», donde también será un cuadro el que provoque la escisión de la película en dos mitades: la real y la que quizá sólo haya sido un sueño. Y qué sueño...


El análisis terapéutico de los sueños para desentrañar su simbología oculta fue retomado en los 80 y 90 de forma bastante curiosa por dos películas que utilizan el mismo recurso de ciencia ficción: el analista, gracias a la tecnología, es capaz de entrar dentro de los sueños del paciente. En la divertida «Dreamscape» ese mecanismo acaba cayendo en manos de unos asesinos que conspiran para matar al presidente de los Estados Unidos cuando éste acude a psicoterapia, y en la «La celda» se trata de indagar en los sueños de un asesino en serie para rescatar a una de sus víctimas.

Es mucho mayor el número de películas que usan de los sueños para expresar, directamente, los deseos y temores de los personajes o, sencillamente, para crear potentes imágenes surrealistas con las que impactar y conmover al espectador. La lista sería enorme, y podríamos comenzar con las ya citadas «Vampyr», «La bella y la bestia», «El proceso» y «Los sueños de Akira Kurosawa», o con otras como «El manuscrito hallado en Zaragoza», «El angel exterminador», «8 1/2» (en general, casi toda  la filmografía de Has, Buñuel y Fellini, está profundamente impregnada del mundo de los sueños), «Requiem por un sueño» o «Waking Life», donde toda la realidad de la película parece sacada de un sueño, o seguir con otras películas en las que se marca el contraste entre los momentos oníricos con los realistas, usando los primeros para entrar en lo más profundo de los sentimientos y pasiones de los protagonistas. Este segundo grupo estaría muy bien ilustrado por David Lynch, tanto en «Mullholland Drive», donde toda su larga primera parte es, o puede considerarse, un sueño, como por los tan celebrados sueños de «Twin Peaks», con ese enano bailarín, tan parodiado e imitado, o con la enigmática voz de Little Jimmy Scott —si hay una voz que se pueda llamar onírica es, sin duda, la de este singular cantante—.
En otras, como «Más allá de los sueños» o «Lovely Bones», ese onirismo es usado para retratar el más allá, que en ambas no deja de ser más que un reflejo del interior del personaje que ha muerto y que habita en ese limbo onírico. Una curiosa visión del Cielo, no como una pura obra de Dios sino como un producto mediado por nuestra mente, a medio camino entre la visión espiritual de los sueños y la clínica.
El caso es que en todas estas películas los sueños son el reflejo de una realidad profunda que se esconde en nuestro interior. Un concepto cuyo triunfo debemos principalmente a Freud, pero que ya había sido apuntado antes por muchos otros, entre ellos Shakespeare. De hecho, la película «Recuerda» comienza con un verso en el que el gran dramaturgo inglés ya definía perfectamente esta idea:

«La culpa no está en las estrellas, sino en nuestro interior»

Diadocos freudianos
El sistema de análisis de los sueños de Freud tenía un problema. No era nada lineal ni fácil de estructurar, pues cada persona tendría su propio universo simbólico y buena parte de la interpretación quedaría en manos de la sagacidad del analista y de su capacidad para desentrañar qué se escondía detrás de las imágenes oníricas de cada paciente. Al estudiar los casos, de producirse dudas, la palabra de Freud era la que habría de prevalecer. Eso le llevó, desde el principio, a serios conflictos de egos con algunos de sus más importantes seguidores. Estos acabaron por desligarse de él y fundar sus propias escuelas, que ampliaron el horizonte del psicoanálisis y de la interpretación de los sueños con sus nuevas ideas. Para ilustrar esta evolución, citaré a unos pocos de ellos.
Una de las primeras escisiones fue la de su gran amigo Carl Gustav Jung, con el que acabó realmente fatal. Para Jung los sueños no son una argucia del consciente para ocultar el verdadero significado de las pulsiones inconscientes, sino que son una realidad en sí misma, con su propio lenguaje y su propia lógica, y lo que hacen es expresar fantasías, recuerdos, planes, experiencias irracionales, opiniones y hechos a través de un idioma semejante al nuestro pero diferente. El psicoanalista sería, pues, una especie de traductor entre el consciente y el inconsciente.

Para Jung el alcance de lo que se representa en los sueños es mucho más amplio y complejo de lo que pretendía Freud. Proponía dos formas de aproximarse a su interpretación, la objetiva y la subjetiva, que nos darían dos traducciones complementarias (y no las únicas) de ese sueño. En la objetiva se debería tomar a cada personaje del sueño como lo que es: el soñador es él mismo, su hermana será su hermana, su novia su novia, su madre su madre, etc… y nos centraríamos en el contenido de las relaciones y acciones entre ellos. En la subjetiva el sueño habría de leerse como que cada uno de esos personajes representa un aspecto del soñador; así, una madre que le grita podría referirse a su ira contra la familia.

Además, a través de numerosísimos análisis Jung llegó al convencimiento de que existían «arquetipos»: personajes, animales u objetos simbólicos que están presentes en todos los sujetos y todas las culturas, y que acaban pasando de los sueños a los relatos y expresiones artísticas. Algunos ejemplos podría ser el «héroe» (que representa al Yo), la «sombra» (que representa nuestro lado oscuro e inconsciente), la «madre» (el principio dador de vida), etc. En cada cultura pueden adoptar una u otra forma, pero siempre estarán presentes y siempre cumplirán una función semejante.

Esos arquetipos, y otros elementos de nuestra psiquie, pertenecen y hacen referencia a un inconsciente colectivo, idéntico en todos los seres humanos y que, de alguna manera, compartimos todos y se mueve al unísono con la propia naturaleza. Así, Jung —y en esto Freud se ensañó contra él— pensaba que fenómenos como la telepatía, la precognición y los espíritus eran reales y tenían su explicación en las manifestaciones de ese inconsciente colectivo.

Fuera de lo pillado por los pelos y delirante que puede resultar eso de la conexión universal del inconsciente colectivo, el concepto de «arquetipo» para denominar a todos esos símbolos universales ha tenido un enorme éxito y ha calado muy profundamente en nuestra cultura, si bien no con el sentido exacto que le quería dar Jung. No sólo se usa en el psicoanálisis, sino que también es común en antropología, el arte, la narrativa y muchas otras disciplinas, y hasta ha calado en el lenguaje común a la hora de referimos a ese tipo de símbolos básicos universales.
Si Freud fue un genio de la escritura, Lacan fue endemoniadamente malo comunicando sus ideas. Sin embargo, fue esa capacidad del psicoanalista francés para embrollarlo todo y su gusto por el uso de expresiones y palabras rimbombantes y oscuras, lo que le ganó la admiración y el seguimiento de muchos psicoanalistas y pensadores, amantes de ese tipo de jerga tan hermética que, a veces, uno duda sobre si tiene algún sentido o tan sólo se trata de un complicado trabalenguas para pedantes.

Básicamente, Lacan proponía un retorno a Freud y sus ideas originales, expandiéndolas con nuevos conceptos tomados de disciplinas posteriores como la lingüística o la matemática. Lacan sostiene que la estructura de la mente es de carácter lingüístico y, por ello, los sueños serían una suerte de frases construidas con las figuras retóricas que todos conocemos: metáforas, metonimias, símiles, hipérboles… Estas frases serían una interpretación, una especie de voz, que la mente de cada individuo pone a los deseos y pulsiones del inconsciente.

Así, el psicoanalista, más que interpretar, debe ayudar al soñador a des-interpretar sus sueños ya que es el soñador quien posee las claves para descifrar esa larga y compleja frase que su mente ha producido. Además, hay que tener en cuenta que el sueño es tan sólo una de las frases o acontecimientos que se producirán en la terapia, y que todos han de ser tenidos en cuenta. E igual que para entender bien una frase hay que tomarla en su contexto, con los sueños y su uso terapéutico pasa lo mismo: hay que tener en cuenta el contenido del sueño, la opinión del que ha soñado sobre ese sueño, sus sensaciones, sus omisiones y olvidos, e incluso sus reacciones antes las propuestas del psicoanalista… y todo ello ha de ser puesto al servicio de la psicoterapia y del conocimiento de la estructura de esa mente. El sueño es una frase más y no nos interesa tanto su significado como lo que pueda aportarnos para entender todo el sentido de ese texto completo que es el ser humano.
Para Alfred Adler, aunque los sueños emanan del inconsciente, éste no es la especie de Tártaro freudiano donde están confinados nuestras pulsiones y deseos intolerables, sino la suma de los aspectos no comprendidos de uno mismo. Los sueños sería un lugar donde ese inconsciente intenta participar en nuestra vida y «dialoga» con el consciente, intentando mediar en los problemas y cuestiones importantes para la persona. Digamos que los sueños serían una especie de propuestas metafóricas que nuestro inconsciente nos hace. Lo importante no sería tanto el contenido o simbolismo concreto de cada elemento, sino la sensación, el sentimiento, que causa en nosotros. Así, a la hora de interpretar un sueño, Adler y sus seguidores atenderían más a las emociones e impresiones que nos han dejado, que a las cosas y acciones aparecidas en él.

Esta teoría de Adler, y las de otros psicólogos como Erik Erikson o Anna Freud —hija de Freud—, desplazando el peso que le daba Freud al Ello y las pulsiones reprimidas hacia el Yo, su estructura, su desarrollo, sus mecanismos de defensa y el papel que juegan en la conformación de nuestra personalidad. Muchos analistas posteriores siguieron esa línea, algunos con sus personales modificaciones y técnicas, centrándose más en el contenido manifiesto de los sueños y su relación con nuestra vida diaria —nuestros deseos y problemas actuales— que en sus posibles significados ocultos. Ya no se trata de descubrir lo qué el paciente esconde, sino por qué está escondiendo algo. El sueño ya no es el objetivo último de la interpretación, es un valioso punto de partida para explorar la personalidad, sus conflictos, problemas y ansiedades.

El problema de todas estas teorías, por muy interesantes o productivas que hayan sido algunas, es que se basan en especulaciones difícilmente demostrables. Y las pocas veces que han sido puestas a prueba de forma experimental, como la serie de experimentos realizados por Eysenck sobre las teorías de Freud, no han salido demasiado bien paradas. Sin embargo, hay que reconocer el peso de algunas de sus aportaciones a la hora de generar conceptos que han tenido una gran utilidad en la psicología y otras disciplinas, como la interiorización de las normas sociales propuesta por Freud, las fases del desarrollo de Erikson, las aportaciones de Anna Freud a la psicología infantil o el ya comentado arquetipo. Además, no podemos olvidarnos de que la contribución de Freud a la cultura y el arte es capital, siendo uno de los pensadores y escritores más importantes del siglo XX.

En la próxima entrada finalizaré el tema de la interpretación de los sueños con las aportaciones de la moderna psicología cognitiva, la Gestalt y la neurología. Y, cómo no, daré mi opinión. Una entrada final analizará un caso práctico: los sueños de Pedro Bartolomé, un hombre humilde cuyos sueños no sólo cambiaron su vida sino que llegaron a influir en el mismísimo curso de la historia. Analizaremos esos sueños a través del variado prisma de todas estas teorías que hemos venido comentando.

martes, 16 de febrero de 2010

Post especial de carnaval II – máscaras en el cine

Martes, el día grande del carnaval —mi entroido—, y aunque a estas alturas de la vida tengo un mayor interés en el lacón con grelos (de Lalín uno, de Monfero los otros), las orejas y filloas, creo que continuar con las máscaras será más propio de este blog.

Además, he de reconocer que la idea de continuar con la anterior entrada se la debo en buena parte de A Través del Espejo e Il Gattopardo, y los interesantísimos comentarios que me dejaron en ella. También he de recomendar la entrada de Daniel Domínguez en su escuela de los domingos (por su nivel sería más bien una universidad), pues volvemos a coincidir en un tema, algo natural en estas fechas, y sus profundas reflexiones y conocimientos amplían el limitado horizonte de éstas.

Esta entrada, de hecho, no deja de ser más que un comentario a la anterior, una especie de adenda en la que tan sólo me propongo poner unos pocos ejemplos cinematográficos a lo ya comentado, especialmente a esa peculiar técnica teatral griega en la que, gracias a la máscara, un actor podía representar a varios personajes y un personaje podía ser representado por varios actores.

Un actor para varios personajes…
… o lo que es lo mismo, un actor que a lo largo de la narración llevará varias máscaras.

Seguramente el primer ejemplo que nos viene a la memoria es el de Peter Sellers en «Teléfono Rojo: volamos hacia Moscú», en el que interpreta 3 papeles realmente muy diferentes, compartiendo dos de ellos escena varias veces. Aún así ni es el primer actor en hacer eso, ni la primera vez que lo hacía, pues es un recurso bastante típico en los cómicos que se han formado en el vodevil y la televisión (en un programa u obra hecha a base de pequeños episodios independientes los actores interpretarán a un personaje nuevo en cada uno de ellos).

Más recientemente Eddy Murphy ha emulado a Peter Sellers y todo este tipo de actores en la nueva versión de «El profesor chiflado», en la que interpretaba a ocho personajes diferentes. En estos casos la repetición de tantos personajes por parte del mismo actor no era realmente necesaria, y su razón suele ser la de mostrar el virtuosismo del actor a la hora de representar varios papeles a lo largo de una misma historia. Una razón completamente diferente a la que existía en el teatro griego; allí el actor desaparecía tras la máscara y sólo quedaba el personaje, aquí el actor se eleva sobre esa máscara para hacer patente su calidad de interprete. Signo de los tiempos: de aquellas los ídolos eran los dramaturgos y sus personajes, hoy lo son los actores.

El extremo llega al caso de ciertas representaciones teatrales en que un solo actor lleva adelante la historia, interpretando a todos los personajes. Y no se suelen enfrentar a historias sencillas y con pocos personajes. Son (justamente) célebres las representaciones de las obras completas de Shakespeare comprimidas en dos horas y con un solo actor, o incluso una versión teatral de «El Señor de los Anillos» para un único intérprete. En estos casos se da una curiosa paradoja, pues por una parte tenemos el ego de un actor que nos muestra, en toda su gloria, lo que es capaz de hacer, y por otro la humildad de dejar bien claro que lo que importa es la grandeza de la historia y que toda la parafernalia, escenografía, vestuario, efectos y actores que suelen tener detrás son secundarios a ésta.
De todos modos esto nos devuelve a la esencia de la máscara: hacer sonar la voz, y esa multitud de máscaras que se suceden sobre el mismo rostro, al saber nosotros que él está ahí, no dejan de recordarnos a quién pertenece esa única, potente y virtuosa voz… ¡mirad, oh, mortales mis obras y desesperad!

Volviendo a la película «El profesor chiflado», que no deja de ser una reinvención en clave de comedia del clásico de Stevenson «El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde», nos encontramos con que ahí sí reside una verdadera necesidad de que un actor interprete a dos personajes. Cuando éstos representan una dualidad, una personalidad escindida que en la historia comparte el mismo cuerpo y se manifiesta de una u otra manera. Ahí el actor ha de cambiar de máscara de forma coherente y siguiendo el propio cambio de máscaras del personaje. Aunque requiera una buena capacidad interpretativa, ya no es una cuestión de virtuosismos, es la propia historia la que exige ese juego de máscaras.
Este tema de las personalidades escindidas, que realmente nace con Stevenson, ha tenido numerosas versiones en el cine y la televisión, tanto directas como indirectas, tomando sólo el tema original de esa dualidad (o, a veces, diversidad) para luego desarrollar la historia por otras líneas. Por citar sólo un par de ellas, dos extremos, la fiel versión de 1931 dirigida por Robert Mamoulian con un extraordinario Frederick March, y la reciente serie «Los Estados Unidos de Tara», completamente alejada del original y que, al igual que otras (como la muy superior «Las tres caras de Eva» de Nunnally Johnson) explora como nuestra identidad no es más que la suma de una serie de seres que reaccionan de una u otra manera en función de las circunstancias, quizá necesarios para sobrevivir a un mundo tan cambiante y exigente como el nuestro; lo que pasa es que, en estos casos tan extremos, el «yo» cae y las máscaras se adueñan por completo de la personalidad.

Un caso muy especial de escisión es cuando no se produce en un solo cuerpo, si no en dos, como es el caso de los hermanos de caracteres opuestos (Caín y Abel, Rómulo y Remo... y mil posibles ejemplos más), que llega a un extremo de fuerza metafórica cuando son gemelos. Hay muchas películas con gemelos muy diferentes, desde la simpática comedia de Preston Sturges «The Palm Beach’s Story» (donde, por cierto, nace el estilo rápido y moderno de escribir e interpretar los diálogos) al sórdido drama de Cronenberg, precisamente titulado «Gemelos».
Uno, que tiene su puntito mitómano, se queda con la curiosa y poco conocida película de Robert Siodmark «The Dark Mirror», en que una guapísima Olivia de Havilland interpreta a dos gemelas, una buena y otra malvada. La malvada comete un crimen y ambas se declaran inocentes… y el juez, pese a los numerosos testigos, al no poder condenar a una persona inocente y no poder determinar cuál cometió el crimen debe dejar libre a las dos. El problema llega cuando el detective del caso se enamora de una ellas… y nunca puede estar seguro de si está con la bondadosa mujer a la que ama, o con la psicópata asesina de su hermana.

Un personaje para varios actores…
… o lo que es lo mismo, una máscara que a lo largo de la narración es llevada por varios actores. Realmente esto va, además de contra el ego del actor, contra la lógica de la narración, pues ya que ahora se actúa sin máscaras el espectador se sentiría muy confundido si, de repente, un personaje aparece con el rostro de ese actor.

Evidentemente, si el personaje lleva una máscara, es posible que se haga ese juego sin que nadie se dé cuenta y continuar manteniendo el hechizo de la historia. Esta es la clave del trabajo de muchos especialistas que, en planos generales y muy arriesgados, sustituyen al actor para las escenas de riesgo sin que se pierda la continuidad de la historia.

También hay una sucesión de actores sobre el mismo personaje en el caso de que exista un largo paso de tiempo y este tenga que crecer. Un caso muy simpático es el de «Conan el bárbaro», donde Jorge Sanz interpretaba a un joven Arnold Schwarzenegger; el paso del tiempo nos ha demostrado que Jorge Sanz, si bien acabó siendo un gran actor, no ha tenido un físico demasiado parecido al del actor austríaco.

En otros casos, sobre todo en televisión y para personajes secundarios, se hace la sustitución por la cara, sin más ni más, cuando un actor no puede continuar en la serie. La mujer de Ross, en Friends, por ejemplo, fue interpretada por dos actrices diferentes… y nadie se quejó mucho.

Y en el caso de sagas cinematográficas también asumimos perfectamente que varios actores se pasen la misma máscara unos a otros, como el caso de las de James Bond o las de superhéroes como Batman o Superman.
No me puedo resistir a citar al personaje-máscara más popular de los últimos 30 años... En Darth Vader encotramos todo estoesto: llevaba una máscara, fue interpretado por varios actores (y especialistas), su voz no era la de ninguno de ellos y a lo largo de la saga pudimos observar cómo iba creciendo desde un niño hasta convertirse en un joven y, posteriormente, en el amargado y malvado adulto que llevaba esa máscara. Y si nos resultaba tan grande y misterioso quizá fuera por eso, porque tras esa máscara no podíamos saber qué había, podía ser la nada, alguien feo, bello, aterrador, deforme... o, quizá lo más aterrador de todo, alguien normal. Ningún actor nos podría haber dado todo lo que nos dío esa máscara.  

Otro caso bastante extremo es el de «El imaginario del doctor Parnassus» en el que la muerte de Heath Ledger a mitad de rodaje obligó a cambiar la historia para que su personaje, de alguna manera, pudiese metamorfosearse y ser interpretado por varios actores. Si nos fijamos, en todos estos casos el cambio de máscara suele obedecer a necesidades de producción o de relanzar personajes y franquicias agotadas, no a una necesidad de la propia narración… aunque en este caso ese imperativo de producción llevó a cambiar la narración en sí misma, y la película salió ganando.

Dos ejemplos finales
Para acabar me quedo con dos películas, dos ejemplos que se levantan sobre los anteriores, pues en ellos el juego de máscaras actor/personaje no está por encima de la historia, sino que es la esencia de la historia.
En «Zelig» Woody Allen interpreta a un hombre que ha llevado al extremo nuestra capacidad y necesidad de adaptar nuestra conducta a las circunstancias hasta el punto de que cambia físicamente, habla nuevas lenguas y adquiere habilidades que no tenía. El problema, el gran problema, es… ¿quién es Zelig? ¿Y quién somos nosotros? ¿Hay alguien debajo de la suma de nuestras reacciones al mundo que nos rodea? ¿Somos un mero prisma de espejos que refleja la realidad? Quizá nos guste llevar máscara porque, de quitárnosla, desvelemos un profundo abismo o tan sólo la suma de las cicatrices que la vida ha dejado sobre ese espacio vacío que nos gustaría poder llamar nuestro yo.

En «Carretera Perdida» esto se lleva a un extremo patológico y aterrador cuando a mitad de película un hombre se despierta convertido en otra persona completamente diferente (y, por tanto, otro actor) en una historia oscura, aterradora e impregnada de sangre y sentimientos de culpa. Puede ser una psicosis vivida desde dentro, una pesadilla puesta en imágenes… o sencillamente otra forma de preguntarse lo mismo que Woody Allen, sólo que aquí el humor es sustituido  por el horror.

No es que quiera enmendarle la plana a los griegos, pero me da la sensación de que quizá las dos máscaras no son la risa y las lágrimas (extremos del mismo continuo: la emoción), sino la carcajada y el espanto.

domingo, 14 de febrero de 2010

Post especial de carnaval – la máscara

Habiendo nacido un martes de carnaval y estando estas fechas presentes, espero que me disculpéis por hacer un breve excurso antes de continuar con los sueños para hablar de un hecho que siempre me resultó sorprendente respecto a uno de los elementos claves de estas fiestas: la máscara; y, encima, tiene que ver con la psicología y el cine (o, al menos, las artes dramáticas).

Origen de la máscara
El teatro se origina en las celebraciones de los cultos al dios griego Dionisos. En ellas los sacerdotes llevaban máscaras rituales igual que éstas se llevan en muchos otros cultos y ceremonias religiosas.
Cuando esas representaciones de carácter religioso pasaron a hacerse profanas, algunos de sus elementos continuaron presentes, entre ellos la máscara.

En los teatros griegos los actores, para caracterizarse como sus personajes, además de en sus capacidades interpretativas, se apoyaban en varios elementos externos como la ropa y la parafernalia que llevasen (armas si hacían de militares, instrumentos si eran músicos, aperos si eran campesinos…). Un papel importante tenía el calzado, que ya sentaba el tono de la interpretación: los personajes trágicos llevaban coturnos, un calzado de tacones muy altos, mientras que los cómicos llevaban borceguíes, calzado de suela baja y que se ataba sobre el tobillo. El arte dramático, por ello, a veces es llamado «de coturnos y borceguíes», y Apuleyo, en «El asno de oro» usa la expresión «ya es hora de dejar los borceguíes y calzarnos los coturnos» para expresar que la historia, a partir de ese momento, va a tomar un tono más serio y grave.

Pero lo más representativo del teatro griego, y lo más importante para el actor, era la máscara. Cada una representaba a un personaje, portando sus rasgos y extremando con el gesto su principal tono emocional o moral a lo largo de la obra (sonriente, trágico, malhumorado, malvado, triste…). Tenía una peluca de cabello natural y agujeros para los ojos y otro pequeño para la boca. Y éste último, el de la boca, pese a ser una simple ausencia más que una presencia, era el elemento más importante de la máscara griega.

Personalidad, la voz de nuestro ser
Esa boca tenía dos importantes funciones. La primera era evitar que se viesen los labios del actor, rompiendo así el hechizo de la ficción; el actor debía desaparecer por completo en el interior del personaje. La segunda era, gracias a su forma, más pequeña en el interior y abriéndose poco a poco hacia fuera como un pequeño megáfono, amplificar la voz del actor y modificarla hasta convertirla en la potente y característica voz del personaje. Debía de sonar alta, clara y diferente a las de los demás.

De hecho, por esa facultad a las máscaras también se les llamaba «resonadoras», que es de donde viene nuestra palabra «personalidad» (per-sonare, hacer sonar).

Ya desde la antigüedad la voz tiene una gran importancia como símbolo de la persona, de lo que nos defina ante los demás. En una sociedad que basaba su funcionamiento en el ágora y la política, en el intercambio de opiniones y conocimientos, la expresión «no tener voz ni voto» era sinónimo de no ser nadie, pues aún sin voto un hombre podía persuadir y manifestarse antes los demás gracias al poder de su voz.

Así, la personalidad sería lo que hace sonar nuestra voz, lo que nos da cuerpo y da fe de nuestra existencia antes los demás. Si existe un yo profundo, la personalidad sería su amplificador, su intermediario ante los demás y ante nosotros mismos. Y la máscara, dentro del arte dramático, sería el símil de esa personalidad, el puente entre el actor y el personaje.

Personajes puros, sin actores
De hecho, resulta sorprendente pensar que, al contrario de lo que ocurre hoy, en el teatro griego el personaje estaba vinculado en exclusiva a la máscara, no al actor. La gente conocía a los dramaturgos y a los escritores de comedias, y a sus personajes, pero no a los actores, pues estos desaparecían por completo tras la máscara.
El número de actores en una compañía era limitado y en las representaciones era normal que hubiese más personajes que actores. Ese problema se solucionaba con las máscaras y bastaba con que el número de personajes en escena al mismo tiempo nunca fuese superior al número de actores de la compañía (algo que sería muy raro).

Un actor se ponía la máscara y representaba a ese personaje desde que salía a una escena hasta que salía de esa escena, pero entonces se sacaba la máscara y se ponía otra para interpretar a otro y el personaje, la máscara, quedaba libre y, si era necesario, otro actor la recogería para continuar con la interpretación de ese personaje más adelante.

Puede resultarnos extraño que un actor no sólo no representase a un solo personaje, sino que ese personaje probablemente fuese representado, a lo largo de toda la obra, por varios actores que se irían intercambiando la máscara. No existía la asociación actual de actor-personaje, sino que gracias a la máscara sólo existían personajes y los actores eran meros tramoyistas en escena, como los marionetistas que mueven los hilos y, sin problema, pueden cambiar de un muñeco a otro. El actor movía al personaje, pero no era el personaje, ni siquiera lo interpretaba en el sentido actual de la palabra. El personaje era y residía en la máscara.

Máscaras de carnaval
Hoy, en carnaval, nos ponemos máscaras y, como los antiguos griegos, jugamos a mover a otros, personajes que nos inventamos, personalidades tan extremas y diferentes que hacen sonar nuestras voces, por un día, de otra forma realmente extravagante.
Quizá no nos estemos riendo o juguemos a ser esos personajes que representamos, sino que, de una forma casi inconsciente, hacemos visible el hecho de que siempre llevamos máscara, de que nuestra personalidad no es más que un amplificador y un escudo de nuestro yo. Una máscara invisible y multiforme que cambia en función de las circunstancias y el interlocutor, e incluso en la oscuridad y ante un espejo nos protege de cosas que ni siquiera nosotros mismos soportaríamos ver de frente.

miércoles, 10 de febrero de 2010

40

...es un número octogonal, pentagonal piramidal, semiperfecto y que en base 3 se escribe 1111.

El número atómico del zirconio, la temperatura la que coinciden las escalas Celsius y Fahrenheit, y en el sistema astronómico de notación de Messier la Osa Mayor (M40).

Los puntos del tercer tanto anotado en tenis y que, cuando empata, se considera «deuce»; los latigazos que se consideraban necesarios para matar a un hombre, por lo que los piratas, en sus barcos, castigaban los delitos con 39; los ladrones del cuento de Alí Babá; los versos o estrofas que han de tener los rezos en el hinduismo; los principales de muchas listas de música; la gradación alcohólica del (buen) vodka; los acres (y una mula) que se daba a los esclavos liberados tras la guerra civil americana.

El año, antes de Cristo, en que el filósofo Atenodoro documenta en Atenas el primer «poltergeist» de la historia, Partia conquista Jerusalén y Marco Antonio tiene gemelos con Cleopatra y, sin que ello se sepa, se casa en Roma con Octavia; y el año, después de Cristo, en que se funda la iglesia copta en Egipto, Calígula se declara a sí mismo un dios y Filón de Alejandría lanza la revolucionaria idea de que todos los hombres son, por derecho, libres

Las horas de la jornada laboral occidental.

Los días que duró el diluvio universal; los que Moises dedicó a aprender la Torah en el monte Sinaí, y los que, por dos veces, empleo en orar y pedir perdón por las acciones de su pueblo en ese mismo lugar; los que pasaron desde el nacimiento de Jesús y su presentación en el templo, los que dedicó a orar en el desierto y los que pasaron desde su resurrección a su ascensión; son los días de cuaresma en el cristianismo, los de luto en el Islam y los que, según ciertos espiritistas, los espíritus permanecen encadenados a esta tierra; los que los antiguos médicos consideraban que había que esperar para saber si una persona se había contagiado de una epidemia (la cuarentena)

Los años de las bodas de rubí; los que tardó Moisés en huir de Egipto y los que tardó en regresar para liberar al pueblo de Israel y los que éstos vagaron por el desierto; los del reinado de Moisés, de David, de Salomón, de Eli, de Saúl y, por ello, en la Biblia se consideró que eran los años que correspondían a una generación; los que tardó Mahoma en casarse, en recibir la revelación del Arcángel Gabriel, en comenzar su predicación y, por ello, la edad a la que el Islam considera que una persona completa su crecimiento y madurez.

Así que, según el Islam, hoy me hago mayorcito.

Esperemos que sea una buena añada.

lunes, 8 de febrero de 2010

Los sueños III (a) – El significado de los sueños

En la primera narración escrita que se conserva, el «Poema de Gilgamesh», ya aparecen el mundo de los sueños, y no como un elemento pintoresco o accesorio, sino como una parte esencial de la trama, moviendo a los personajes y dándoles pistas —a veces engañosas— de los caminos a seguir.

Desde el principio el hombre ha percibido esas imágenes e historias tan extrañas que nos aguarda tras el velo del sueño, como el reflejo de algo que hay más allá de la realidad, algo que la trasciende y la envuelve. Por ello, también desde el principio, ha intentado buscarles sentido y lógica, ¿acaso no es lo que hace el ser humano con todo?, y saber cuál es su significado.

En este breve y condensado repaso (el tema, con justicia, debería ocupar un grueso volumen) iremos desde el pasado hacia el presente, desde las teorías basadas en la fe religiosa hasta las que fundan sus planteamiento en rigurosos estudios neurológicos.

Al final, dada la longitud de la esta tercera parte, la he dividido en dos. En esta primera repasásemos la historia de la interpretación de los sueños desde la antigüedad hasta principios del siglo XX, con la inclusión de las actuales teorías de corte sobrenatural. En la siguiente arrancaremos con las teorías de Freud para seguir con las de otros psicoanalistas, psicólogos y neurólogos.

Primeras teorías sobrenaturales
Si hay algo que tienen en común todas las culturas respecto al mundo de los sueños, sean éstas la mesopotámica, la griega, la romana, la china, la maya, la de los Ashanti, la maorí o cualquiera que se nos pueda ocurrir, es que en sus primeras fases los interpretan como una conexión con el más allá, un lugar donde los dioses y espíritus se comunican con el hombre a través de mensajes crípticos que precisan ser interpretados por alguien especializado: un sacerdote, chamán, sibila, adivinador, derviche…

En Grecia, Hesíodo los describió de forma bellísima al personificarlos en los Oniros y decir que eran los mil hijos del Sueño (Hipnos) y la Alucinación (Pasitea), descendientes de la Noche (Nix) y sobrinos del Destino (Keres) y la Muerte (Tánatos); Morfeo, señor de los sueños, sería el principal de los Oniros. Posteriormente se redujeron a tres: Morfeo, que se nos puede aparecer en sueños como cualquier persona o dios; Fantaso, que se metamorfosea en objetos; y Fobetor, que puede adoptar la forma de cualquier animal o monstruo, y es el responsable de las pesadillas.

¿Y qué nos cuentan los dioses en esos sueños? Casi siempre suelen ser avisos, profecías, consejos o exigencias de esas entidades. Los sueños, pues, son el lenguaje de los dioses. Es una visión sobrenatural, con el hombre sometido a fuerzas superiores que sólo conocen unos pocos iniciados, y exógena, pues son causados por seres externos a nuestra conciencia o experiencia personal.

Si la primera aparición de los sueños en la narración se sitúa en el «Poema de Gilgamesh», el primer libro que los trata de forma sistemática, intentando crear un código para interpretarlos, es el «Libro de los Sueños» egipcio, una serie de papiros que ofrecen claves para descifrar su significado y descubrir qué nos quieren decir los dioses a través de ellos. Estos papiros eran literalmente esotéricos —conocimiento cerrado—, o sea, que su lectura y conocimiento estaba limitado a unos pocos los sacerdotes encargados de esas tareas (un libro actual de esoterismo es, por definición, imposible, pues el hecho de que se publique y se ponga a disposición del público lo convierte, a él y su contenido, en exotérico —conocimiento abierto—).
La interpretación de los sueños, al igual que muchas otras artes adivinatorias, se aplicaba inicialmente a los soberanos, sumos sacerdotes y demás altos cargos, pues de ellos dependía el destino de la comunidad y, por lógica, deberían ser los interlocutores de los dioses y los receptores de sus mensajes. Los sueños de los demás no tenían importancia. Sin embargo, poco a poco, esa interpretación fue haciéndose aplicable a cualquier persona, pues el poder de leer los sueños y, a través de ellos, la voluntad de los dioses y espíritus, era una poderosa forma que tenía la religión para controlar a sus seguidores, además de ser una interesante fuente de ingresos cuando se cobraba por ello.

La influencia de las técnicas y la simbología egipcia se extendió por todo el Mediterráneo y hacia oriente, influyendo en todas las culturas posteriores de esta parte del mundo. En sus primitivos papiros ya se prevenía a los intérpretes que los sueños son esquivos y los dioses a veces envían sueños falsos para confundirnos. Esto se puede ver muy bien en la historia de la guerra de Troya. La reina Hécuba sueña que da a luz una antorcha poco antes de tener a su hijo Paris. Écubo, hermanastro del futuro príncipe, interpreta que eso vaticina que Paris causará la destrucción de la ciudad y, para salvarla, convence a la reina de que se deshaga de la criatura. Sin embargo Paris sobrevive y esa acción de intentar acabar con él será la que, a la larga, provocará la caída de Troya. Aquí se pueden ver dos temas muy presentes en la concepción griega de los sueños: lo ambiguos que pueden ser los mensajes de los dioses (y lo difícil que es interpretarlos) y la inevitabilidad del destino. Esta historia está ausente en las dos adaptaciones cinematográficas que se han hecho de la guerra de Troya, si bien en la serie de televisión sí que aparece, aunque el papel profético pasa de Écubo a su hermanastra Casandra.

Pese a ese primitivo intercambio de conocimientos, mucho más activo y frecuente de lo que a veces se consideraba, cada cultura tenía sus propios significados para cada cosa. Así, el clásico sueño de que se caen los dientes, en la Biblia es un aviso de que estamos poniendo nuestra confianza en lo material en lugar de en la palabra de Dios; en Grecia indicaba que un familiar próximo iba a enfermar o estaba próximo a morir; en China indicaba que esa persona escondía secretos y mentiras; y, posteriormente, y sin que esté bien claro su origen, se asoció a inminentes ganancias materiales… y de ahí viene la tradición de dar una moneda a los niños que pierden el primero de sus dientes de leche.

Son muchas las películas ambientadas en este mundo clásico en las que se recoge, en algún momento, el papel de este tipo de sueños premonitorios. Por poner un ejemplo, en la estupenda versión del «Julio César» de Shakespeare que nos legó Mankiewicz podemos ver cómo los dioses envían múltiples señales del inminente asesinato de César, entre ellas una serie de sueños a Calpurnia, su mujer, que intenta prevenirlo inútilmente. También hay una curiosa película de animación, «José, rey de los sueños», que sigue la vida de este hijo de Jacob, que pasa de ser un simple esclavo a convertirse en el hombre más poderoso del antiguo Egipto gracias a su capacidad para interpretar los sueños; una historia similar a la de Daniel en Asiria. En muchas películas sobre la vida de Jesucristo podemos ver como Dios comunica sus planes a otro José, el esposo de María, precisamente a través de un sueño.

En Roma, Artemidoro tomo el relevo literario de los egipcios y elaboró un manual de interpretación de sueños mucho más amplio y completo en el que, además, estudiaba como el sentido de esos sueños podía cambiar en función de la situación social del soñador, de su profesión y de su estado de salud en el momento. En él partía tanto de las anteriores tesis sobrenaturales como de otras que ya habían comenzado a surgir unos siglos antes en Grecia e intentaban aproximarse a los sueños de una forma racional.

Primeras teorías racionales
Todas las anteriores teorías, de base sobrenatural y exógena, se basaban en la revelación y tradición religiosa, lo que los antiguos griegos llamaban «mito». Y, entre ellos, un grupo de hombres comenzó a cuestionar ese mito y a buscar explicaciones a los fenómenos naturales en la observación y la razón —el «logos»— y, así, nació nuestra filosofía.

En el siglo V antes de Cristo, Heráclito, el mismo que postulaba que el principio rector del universo es el movimiento y el cambio, formuló una teoría que rompía por completo con toda la tradición anterior: los sueños son producto de nuestra propia mente y no tienen nada que ver con dioses ni fuerzas exteriores.

Platón, en varias de sus obras, habla de los sueños y de cómo pueden afectar a nuestra personalidad y a nuestras acciones, como el caso de Sócrates, que se dedicó al estudio de la música y las artes porque había soñado con ello.

Aristóteles les dedica una obra entera, «La adivinación a través de los sueños», en que critica los viejos métodos adivinatorios, demostrando como la tan traída ambigüedad de las profecías era una forma de cubrirse en salud contra los posibles fallos en las predicciones y que los, más bien escasos, aciertos se debían a la lógica o a la casualidad. Él postula que los sueños son una recolección distorsionada de los eventos diarios, como una imagen que se refleja en un estanque de aguas agitadas. Además, lanza la hipótesis de que algunos sueños pueden reflejar las preocupaciones ocultas y el estado de salud de la persona, idea que, con dos milenios y medio de anticipación, ya sienta la base del psicoanálisis y la psicología profunda.

Hipócrates recoge esa idea en sus libros de medicina y, posteriormente, Galeno de Pérgamo la aplica al estudio de varios casos prácticos que, vistos hoy en día, tienen cierta semejanza con los informes clínicos de muchos psicoanalistas y médicos actuales. Por ejemplo, relata el caso de un luchador que soñaba que se ahogaba en una bañera llena de sangre y cómo ese sueño le puso sobre la pista de una pleuritis que hubo de sangrar para salvar la vida de ese hombre. Retomando el caso del sueño en que se caen los dientes, y dada la higiene bucal antigua, probablemente Galeno nos vaticinaría un inminente problema de caries.

Edad Media y Renacimiento
A lo largo de la Edad Media y buena parte del Renacimiento, ambas visiones sobre el mundo de los sueños convivieron, si bien siempre fue más popular y tuvo más eco en las artes la de su origen sobrenatural.

La principal incorporación de la iglesia fue la figura del Diablo como otra de las fuerzas exógenas que podían intervenir en nuestros sueños, bien directamente y de forma sutil, inspirando ideas equivocadas (como creía Lutero, para quien todos los sueños eran obra de Satanás), o a través de los íncubos y súcubos que provocaban los sueños eróticos de los que ya hablamos. Esto llevó a algunos, como Juan Crisóstomo, a afirmar que no teníamos responsabilidad alguna sobre lo que soñábamos, pues esos contenidos, fuesen santos o perversos, eran por completo obra de Dios o el Diablo; de esta forma el buen hombre y los que opinaban como él quedaban por completo exonerados de toda responsabilidad por sus vívidos sueños sexuales. Mejor no pensar, como les habría dicho Aristóteles, que eso respondía a impulsos internos.

Santo Tomás, haciendo compendio de lo religioso y lo filosófico, dividía la interpretación de los sueños en lícita e ilícita. Era lícita con los sueños enviados por Dios para inspirarnos y guiar nuestro camino, como los de Daniel, José, los Magos de Oriente o San Agustín, y también lo era con una función médica, para que guiar el diagnóstico de una enfermedad. Pero consideraba ilícita la oniromancia: interpretar los sueños para adivinar el futuro y la fortuna pues eso, o caía dentro del fraude o dentro de los sueños inspirados por el Maligno para apartarnos del buen camino. Esta división tomista fue la aceptada por la iglesia católica hasta, prácticamente, hoy en día.

Hubo sueños especialmente relevantes en este periodo, como el que lanzó a San Agustín a los brazos de la Iglesia (donde se convertiría en uno de sus pensadores más influyentes) o el que reveló a Mahoma el contenido completo del Corán y le lanzó a su misión predicadora. No es de extrañar que, muchos siglos después, Martin Luther King usase la frase retórica de «he tenido un sueño», para lanzar su mensaje pues los sueños pueden llegar a ser una fuerza motora más poderosa que muchos otros acontecimientos más «reales». Sin duda, aún hoy, por muy racionales que seamos, nuestro legado cultural aún retiene algo de esa visión sobrenatural de los sueños, y el de Martin Luther King jugaba con ambas cosas: una revelación (exógena y sobrenatural) y un deseo (endógeno y racional).

Siglo XIX
La visión de la filosofía y la primitiva medicina no se perdió sino que perduró en paralelo a las creencias sobrenaturales, a veces conviviendo en la misma propuesta —como vimos en Santo Tomás— pues muchos pensadores consideraban que en los sueños tanto se podían manifestar nuestros deseos y enfermedades ocultas como los mensajes de los dioses y espíritus.

A finales del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX aparecieron numerosos libros en los que se recogían todas esas tendencias. El mundo de los sueños y su interpretación se hicieron muy populares y algunos médicos y filósofos se dedicaron a su estudio. Surgieron muchas teorías, que no dejaban de ser reformulaciones más sofisticadas de los anteriores planteamientos, y a ellas se les añadió el estudio de miles de casos. Incluso aparecieron diarios de sueños en los que se detallaban todos los sueños que alguien podía recordar.

Alfred Maury, a través del estudio de más de 3.000 casos, descubrió el fenómeno de la incorporación de eventos externos al contenido de nuestros sueños (como un ruido o el roce de las sábanas) y postuló una teoría según la que la función de los sueños sería proteger el dormir de esas interrupciones, dando cuerpo a esos estímulos que nos llegaban. Si bien esto explica algún que otro contenido, fue una teoría que se quedó bastante corta. Pero pronto, a caballo del cambio de siglo y siguiendo esa línea de la observación y el estudio de casos, iba a surgir en Viena una nueva teoría sobre el mundo de los sueños que sí influiría de forma poderosa en todas las artes y la filosofía del siglo XX.

La pervivencia de las teorías sobrenaturales
Antes de hablar (en la próxima entrada) del psicoanálisis y la ciencia recordemos que en nuestros tiempos las teorías sobrenaturales aún perviven de forma original entre muchas culturas y cultos de tipo chamánico y espiritualista, que incluso usan drogas naturales para inducir ese tipo de sueños reveladores. Existen algunos documentales en que se recogen estas creencias y experiencias, pero el cine casi siempre las ha retratado (con alguna contada excepción, como la miniserie «Shaka Zulu») a través de algún occidental que, tras ser iluminado por esa cultura primitiva, les acaba ayudando de forma crucial. Aunque es un avance desde las antiguas historias de Haggard, en que los héroes occidentales arrasaban esas antiguas y hostiles culturas, no deja de resultar un tanto paradójico que por un lado se las valore como superiores a la nuestra pero que luego necesiten del gran héroe blanco para sobrevivir o luchar.

Lo podemos ver desde «El motín del Bounty» o «La Selva Esmeralda» hasta la reciente «Avatar», donde el protagonista, paradójicamente, es el «caminante en sueños» y toda su experiencia en ese mundo la vive como un sueño en el que, al final, acaba quedándose. Aquí, al igual que en Titanic, donde el personaje de Jack bien podría ser una invención de Rose y no haber existido nunca, o en «Aliens», donde la película comienza y acaba con Ripley dormida, existe un nivel de ambigüedad sobre lo que podría ser o no ser real del que, sospecho, el propio Cameron no era consciente… aunque le funciona muy bien; quizá su visión del mundo sea, literalmente, la de un soñador que no está a gusto con su realidad física y que en sus sueños (de celuloide), como diría Aristóteles, expresa su personalidad.

La lista podría seguir, entre muchas otras, con «Bailando con Lobos», «La misión», «Adiós al Rey», «Blueberry» e incluso «Los Simpson», tanto en la película como en el capítulo en el que Homer, tras consumir unos chiles alucinógenos, tiene una delirante experiencia chamánico-onírica. Resulta curioso pensar que en las primeras versiones del guión de John Millius y Francis Ford Coppola para la historia que se convertiría en «Apocalypse Now», titulado «The Psychodelic Soldier», el chamanismo, las drogas y los sueños espirituales tenían un papel fundamental, si bien luego desaparecieron para que toda la película se convirtiese en un único y demencial «viaje».
En «La última ola», de Peter Weir, un abogado blanco es encargado de defender a un aborigen relacionado con lo que parece un asesinato ritual. A partir de ahí nuestro protagonista comenzará a tener toda una serie de ominosos sueños que no sólo le conectará con los ritos y la cultura chamánica de los aborígenes australianos, cuya tierra ellos, los blancos, han usurpado, sino que también tendrán un carácter premonitorio, alertando de toda una serie de extraños fenómenos que comienzan a ocurrir y que culminarán en esa última ola, una suerte de apocalipsis aborigen que arrasará Australia.

En todas estas historias tenemos a un occidental que madura dentro de esa cultura, a veces gracias a revelaciones que tiene en sueños, naturales o inducidos por algún tipo de droga. Y, aunque hay algunos que siguen creyendo que los sueños son obra de Dios o del Demonio, la visión sobrenatural de los sueños hoy va más en esa línea, cargando las tintas en su función para comunicarnos con un mundo más trascendente, configurado a base de espíritus, de los antepasados, del panteísmo, de Gaia, de nuestro cerebro reptiliano (sic) o de algún otro tipo de interconexión anímica con todo lo creado.

También resulta moderna la reincorporación a occidente de la creencia en la reencarnación, que busca su apoyo en algunos sueños que, ahora, se ven como ecos de vidas pasadas. Esto se pueden apreciar en películas como «Audrey Rose» de Robert Wise, o en «La reencarnación de Peter Proud» de Lee Thompson y de la que, se rumorea, David Fincher prepara una nueva versión.
Algunos sueños premonitorios y reveladores también se han liberado de su génesis divina o espiritual, y se asocian directamente a las facultades paranormales del soñador en cuestión. Tenemos ejemplo de ello en muchas películas y series, como en la reciente «Premonición», en la que Cate Blanchett, gracias a sus poderes y sus sueños resuelve un crimen y previene otro.

Dado el carácter sincrético que tienen todas estas nuevas tendencias espirituales y «New Age», podemos encontrarnos con todo tipo de conceptos que toman prestados de religiones orientales, occidentales y amerindias, supersticiones populares, jerga paranormal e incluso términos científicos. Así podemos encontrarnos espíritus, auras, energías orgónicas, chacras y glándulas pineales en explicaciones de lo más pintoresco sobre el origen y el sentido de los sueños… teorías que, al igual que las aparecidas hace miles de años, carecen de toda base científica y racional. La gran diferencia es que las antiguas nos hablan de culturas enteras y de cómo éstas veían el mundo, de cómo era el ser humano en sus principios, y las modernas nos recuerdan que no existe disparate lo suficientemente grande, delirante y carente de base como para que un montón de personas no acabe creyéndoselo sólo porque resulta reconfortante o les hace sentir un poco más especiales.

Continuará…

martes, 2 de febrero de 2010

Los sueños II – Las fronteras del sueño

Antes de entrar en el reino de los sueños, veamos qué hay por sus fronteras. Primero nos acercaremos a las extrañas patologías que rodean el dormir y luego a otros fenómenos que, no por ser normales y comunes, resultan menos interesantes.

El ICSD es un manual específico para este tipo de trastornos. Ha sido desarrollado por la Asociación Americana de los Trastornos del Sueño y es de amplio uso en medicina. Los clasifica en tres grandes grupos: las disomnias, las parasomnias y los asociados a otros problemas médicos o psiquiátricos.

Disomnias
Son los problemas y trastornos relacionados con nuestra dificultad para controlar el sueño, bien sea para iniciarlo, para mantenerlo o para evitarlo fuera de su momento normal. Se dividen en tres grandes grupos:

El primero comprende los trastornos primarios del sueño, en los que el problema está en el mal funcionamiento en nuestros mecanismos del dormir. Entre ellos están el devastador insomnio, del que ya hablé en una entrada anterior; la narcolepsia: dormir demasiado durante el día y/o no poder controlar la aparición de esa somnolencia; la hipersomnia: dormir demasiado tiempo, incluyendo la noche, lo que acarrea una paradójica sensación de cansancio; y las apneas del sueño: fallos respiratorios que provocan pequeños despertares que arruinan la calidad del sueño.
El segundo recoge los trastornos extrínsecos del sueño, en los que éste se ve afectado por algún problema o circunstancia externa: un cambio de lugar, ruidos, altitud, alergias, comidas copiosas, drogas, alcohol, alergias, etc.

Finalmente, el tercero lo conforman los trastornos relacionados con las alteraciones del ritmo circadiano: el «jet lag», los cambios de turnos horarios, o la alteración de las fases normales de ese ciclo.

Para considerar que existe una disomnia no llega un episodio aislado, que entraría dentro del rango de lo normal, sino que es necesaria cierta persistencia y que eso llegue a afectar de forma negativa la vida del que lo padece.

La clasificación de las parasomnias
Las parasomias son los problemas y trastornos que nos ocurren mientras estamos dormidos o ya iniciando el sueño. Al contrario con las disomnias, que estaban relacionadas con el sueño en sí mismo (su duración, mantenimiento, control), las parasomnias tienen que ver con conductas extrañas o fenómenos psicológicos que ocurren en paralelo a esa acción de dormir.

En su clasificación, los dos principales manuales de diagnóstico que las abordan siguen dos criterios diferentes.

El DSM-IV-TR, el usado mayoritariamente por los psiquiatras americanos y los psicólogos de todo el mundo, categoriza las parasomnias en cuatro grupos: pesadillas, terrores nocturnos, sonambulismo y parasomnias indiferenciadas.

El ICSD clasifica las parasomnias en función del momento del sueño en que se producen: durante la fase REM, durante una fase noREM, o misceláneas (no vinculadas a una fase concreta del sueño).

Como el ICSD también incluye las categorías que recoge el DSM-IV-TR e incorpora muchas más que el otro deja (el DSM está enfocado exclusivamente a los trastornos mentales y de conducta, por lo que deja fuera los problemas exclusivamente fisiológicos), partiré de la clasificación del ICSD.

Parasomias de la fase no REM
Estas, a su vez, se dividen en dos grandes grupos:

Las que causan despertares, entre las que están los despertares confusos, los terrores nocturnos y el sonambulismo.

El despertar confuso y los terrores nocturnos ocurren entre las fases III y IV del sueño, y ambos consisten en el repentino despertar de la persona —habitualmente niños—. En el primer caso, tras una serie de movimientos previos, nos despertamos completamente desorientados y con cierto miedo ante esa pérdida de referencias que va desapareciendo poco a poco. En el caso de los terrores nocturnos los gritos y las lágrimas ya comienzan durante el sueño y se mantienen después; la persona afectada, presa de ese pánico, es muy difícil de consolar o controlar y puede llegar a tener conductas violentas o a autolesionarse accidentalmente (o a otros). Una vez consigue calmarse no suele recordar nada de lo que pasó o lo que le provocó ese miedo. El DSM-IV-TR agrupa estos dos trastornos en uno.

El sonambulismo ocurre durante los momentos de ondas delta del sueño profundo o de fase IV. Es muy conocido por todos y resulta impresionante ver a una persona dormida con los ojos abiertos y moviéndose para llevar a cabo acciones que pueden ir desde cosas muy sencillas a tareas muy complejas. Los episodios pueden durar desde unos minutos hasta media hora y la persona, habitualmente, no recuerda nada. No es nada aconsejable despertarlos bruscamente, pues estarán completamente desorientados y eso les dará un susto tremendo.

El segundo grupo de parasomnias que ocurren fuera de la fase REM está formado por los trastornos de la transición entre vigilia y sueño, y suelen darse en las fases de adormecimiento y de sueño ligero. Su aparición esporádica se considera normal y sólo se considera un trastorno cuando es muy frecuente y causa serias molestias. Entre ellos están:

El síndrome de piernas inquietas: una sensación de picor o calor en las piernas que hace difícil conciliar el sueño.

El síndrome de movimientos periódicos de los miembros: movimientos repentinos e involuntarios de brazos y/o piernas, que pueden llegar a despertarnos o a resultar muy molestos a nuestra pareja.

El síndrome de movimientos rítmico: sacudidas o movimientos de grupos de músculos, muy habitualmente del cuello y la cabeza. Es muy frecuente en los niños pequeños sin que llegue a ser patológico… por lo que dormir con ellos en cama puede convertirse un deporte de riesgo para nuestros tabiques nasales.

Sobresaltos nocturnos: repentinos despertares con una sensación de sobresalto que pasa rápido. Aunque no va acompañado del miedo de los terrores nocturnos o los despertares confusos, si se produce con frecuencia puede llegar a ser una grave molestia que acabará provocando insomnio.

Hablar en sueños: de forma natural y sin que ello vaya acompañado de bruscos y repentinos movimientos corporales. Se produce en las fases de sueño ligero y pueden ser largos y coherentes, a diferencia de los breves y rápidos parlamentos asociados al trastorno de la fase REM que veremos en ese apartado.

Nuevas candidatas a parasomnias de la fase no REM
Para la nueva revisión del ICSD es posible que dos nuevas parasomnias hagan su entrada en el anterior apartado.

La Sexsomnia o Conducta Sexual Sonámbula, que consiste en mantener relaciones sexuales en estado de sonambulismo que luego no se recuerdan. Este peculiar trastorno, que ya había sido adelantado por más de una película pornográfica, ya ha aparecido en uno de los capítulos de la serie «House», cuyos guionistas se ve que están a la última en esto de las novedades diagnósticas.

El Síndrome de Hiperfagia Nocturna que consiste en un exceso de ingesta durante la noche (cuando habitualmente no se come casi nada). Para considerar que existe un trastorno la mitad de la cantidad de ingesta diaria ha de hacerse por la noche. Eso provocará cierto grado de anorexia matutina y serios problemas de sueño por la noche que se arrastrarán en forma de cansancio y apatía a lo largo del resto del día.

Parasomnias de la fase REM
Son las parasomnias que se producen durante la fase REM.

La más frecuente es el Trastorno del Sueño de la fase REM, en el que se pierde la atonía que caracteriza esta fase y el cuerpo, de repente, comienza a moverse en función de lo que estemos soñando en ese momento. Podemos hablar, gritar, dar una patada, saltar, sentarnos, girar… algo que puede resultar inocuo o que puede lesionar a nuestra pareja o a nosotros mismos, de tal forma que las personas que sufren este mal deben dormir rodeados de todo tipo de medidas de protección para evitar accidentes (cojines y almohadones por los lados, camas bajas, nada de mesillas ni objetos alrededor, etc.). Es un trastorno de base neurológica y, cuando es crónico, suele estar relacionado con otros de tipo degenerativo (Parkinson, demencias…) o con la narcolepsia. De forma aguda y puntual puede aparecer como efecto secundario de ciertas drogas y psicofármacos.

La parálisis del sueño vendría a ser lo contrario de lo anterior. La mente se despierta pero persiste la atonía muscular durante un tiempo, con lo que estamos conscientes pero somos incapaces de movernos. Esto puede ir acompañado por alucinaciones sonoras y visuales, con lo que podemos imaginarnos el miedo que puede causar en el que lo padece.

También puede resultar aterrador el trastorno por pesadillas, también llamado ataque de ansiedad en sueños. Va acompañado de un alto nivel de activación cerebral, taquicardias, respiración acelerada, sudoración y provoca un rápido e inmediato despertar. Al contrario que en los terrores nocturnos la recuperación es rápida y se recuerda perfectamente la pesadilla, muy vívida y aterradora, que ha provocado ese episodio.

Menos aterradores, aunque quizá más preocupantes para los hombres, son los dos siguientes trastornos, ambos relacionados con el pene. Es normal que durante la fase REM se experimenten erecciones. Los disfuncional y problemático es la falta de ella (el trastorno por falta de erección en sueños) o cuando ésta provoca dolor en sueños mientras que en la vigilia es normal (el trastorno por erecciones dolorosas en sueños). Ambas parasomnias suelen estar relacionadas con problemas urológicos o de la fisiología del pene. El segundo, como es lógico, puede causar miedo a dormir y esa falta de sueño puede tener graves consecuencias en nuestra vida diaria.

La arritmia de la fase REM consiste en episodios de arritmias cardiacas sinusales (concretamente la desaparición de algún latido dentro del ritmo cardíaco normal) que se producen en sueños y no durante la vigilia. Son difíciles de detectar y diagnosticar. Se han encontrado en algunas personas al hacerles seguimientos cardiacos continuos (con una aparatito que llevan durante varios días y que monitoriza todo su ritmo cardiaco) y descubrir que sólo tenían esa arritmia cuando soñaban.

La catatrenia es en una especie de quejido que lanza el durmiente y que va acompañado de una breve pausa en la respiración, como si le faltase el aire. Este quejido puede llegar a despertar al durmiente… y no digamos ya a su pareja.

Otras parasomnias
Estas no están férreamente asociadas a una fase concreta del sueño y se pueden producir en cualquiera de ellas. Incluye bastantes trastornos que pueden ir desde las simples molestias del bruxismo (ese ruido que hacen los dientes al rozar mientras dormimos) o los ronquidos primarios (no causados por otros factores como el alcohol o el sobrepeso), a la aterradora muerte súbita inexplicable nocturna (tanto en adultos como en niños y que consiste en que, sin saber por qué, la víctima amanece muerta. Es la pesadilla de todo padre primerizo durante los primeros meses de vida del bebé; de hecho, conocí un caso en Coruña y no se me puede ocurrir desgracia peor para una familia), pasando por la enuresis nocturna (orinarse en cama), el síndrome de deglución anormal asociado al sueño (movimientos como de comer que, al producir saliva causan toses y atragantamientos), la distonía paroxística nocturna (repentinos movimientos bruscos e incontrolados), el síndrome de hipoventilación congénita (fallos respiratorios nocturnos)… sin que falte el clásico «otras parasomnias no específicas» que reúne todos aquellos trastornos que no entran en las demás categorías.

Trastornos asociados con otros procesos médicos o psiquiátricos
Aquí se agrupan los problemas que causan en el sueño otras enfermedades, tanto psicológicas —depresión, esquizofrenia, etc.— como fisiológicas —dolores crónicos, asma, úlceras, epilepsias, Parkinson, tripanosomiasis (la famosa «enfermedad del sueño»), etc.—.

En el cine
Respecto a las disomnias, ya vimos como era retratada en el cine la más común: el insomnio.

No es la única que se ha usado en el séptimo arte, tanto para caracterizar a algún personaje (los trastornos del sueño son empleados con cierta frecuencia para reflejar algún tipo de trauma o conflicto interno de algún personaje) como para provocar algún giro dentro de la trama. Un buen ejemplo sería la narcolepsia, que ha sido llevada a extremos muy exagerados y nada realistas en películas como “Moulin Rouge” o “Rat Race”, donde los personajes interpretados por Jacek Koman y Rowan Atkinson caían de golpe en un profundo sueño debido a sus repentinos ataques de narcolepsia, cuando en la realidad esos ataques ni son tan fulminantes ni tan incontrolables. También es relativamente común encontrar referencias al fenómeno del «jet lag», que incluso ha dado título a la película dirigida por Daniele Thompson en 2002 y en la que, paradójicamente, el «jet lag» no jugaba un papel demasiado relevante en la trama y se quedaba en una simple metáfora de la historia.

Dentro de las parasomnias, el sonambulismo, por lo espectacular y misterioso que resulta, es una de las que aparecen con mayor frecuencia en las películas. A veces se usa para caracterizar a un personaje y suele indicar cierta debilidad o sensibilidad, o algún conflicto interno… como en el caso de los sentimientos de culpa de Lady Macbeth.

Otras veces simplemente se usa para generar tensión y miedo, como en el caso de la niña de «Silent Hill», cuyo caminar dormida resultaba más aterrador que toda la galería de estrambóticos monstruos que poblaban una película que, precisamente, perdía su magia y misterio en cuanto se desmadraba.
En algunos casos este caminar en sueños se convierte en el eje de la historia, habitualmente de terror o misterio, como la española «Sonámbulos», dirigida en 1978 por Manuel Gutiérrez Aragón, la americana «Sleepwalkers”, en la que Mick Garris adaptaba un relato de Stephen King, la sueca «Sonambulo», la húngara «Sonámbulos» (como se puede ver, no hay mucha variedad en los títulos)

... o la curiosa película nigeriana «End of the Sleepwalker», historia de crímenes y venganzas cuyo curioso tráiler os incluyo:

Aparte del terror el sonambulismo aparece en otras historias, como en la curiosa película argentina de ciencia ficción “La sonámbula», de Fernando Spiner, en que ese concepto se usa como metáfora de la pérdida de identidad y memoria.
En «My Winnipeg», el extraordinario y poético documental-fantasía del cineasta canadiense Guy Maddin, el sonambulismo de los habitantes de Winnipeg (según el autor es la ciudad con mayor tasa de sonámbulos de América, diez veces más que en cualquier otra), que llevan en su mano un abultado manojo con las llaves de sus casas mientras caminan dormidos por calles heladas, funciona como una potente y poética imagen con la que el autor nos intenta transmitir parte del alma, la esencia, de su hogar y ciudad natal. Un lugar del que pretende salir (o huir) y no puede.
También es curioso el uso que se hace del sonambulismo en «The Sleepwalker Killing» (protagonizada por Hilary Swank antes de ser tan famosa), película que se inspira en varios casos reales en que la defensa usó como argumento para exonerar a su cliente que éste había cometido un asesinato en estado de sonambulismo.
Pero no todo va a ser terror, crimen y pérdida de identidad, pues tanto Disney como algunos cortos mudos han usado el sonambulismo como punto de partida para divertidos cortometrajes de puro y delirante «slapstick» (como uno divertidísimo, protagonizado por Donald), por no olvidarnos de que el italiano Fernandel nos dejó un «Bonifacio el sonámbulo» (que ligaba en estado sonámbulo y luego no se acordaba, para desconcierto de la dama en cuestión) que, en el fondo, era un plagio más o menos disimulado de un genial cortometraje de… Pluto.

Si hay otra parasomnia que le puede disputar esa primacía al sonambulismo son las pesadillas. Han sido las protagonistas de la saga «Pesadilla en Elm Street», y también podemos verlas aparecer de forma accesoria en numerosas películas para reflejar los traumas, angustias y miedos de algún personaje a través de su contenido, como la ya citada en la anterior entrada «Recuerda», además de usar su estética, como también vimos, en muchas más películas. En la primera versión de esa entrada me dejé fuera una de mis películas favoritas, «El proceso», de Orson Welles, toda ella una pesadilla en sí misma… y ahora subsano el error con la imagen de su poster; la lista de películas/pesadilla podría ser enorme, desde «El gabinete del doctor Caligari» (donde también aparece, aunque un poco de pasada, el fenómeno del sonambulismo) a «Carretera Perdida» de Lynch, por citar sólo dos, muy alejadas en el tiempo.

A veces las pesadillas, junto a los terrores nocturnos, aparecen asociadas (de forma muy correcta) al síndrome de estrés postraumático, haciendo revivir a un personaje algún padecimiento o trauma del pasado.
Otras parasomnias pueden aparecer de forma accesoria para caracterizar a algún personaje o crear algún pequeño conflicto, como la enuresis, los terrores nocturnos, los ronquidos, etc.

Curiosamente en la única película que se titula precisamente «Parasomnia», una serie B de terror, no aparece ninguna parasomnia. Se centra en el mundo de la hipnosis y, como mucho, se toca de refilón el tema de la hipersomnia (que, como hemos visto, es una disomnia) y se insinúa en la frase publicitaria del cartel el tema del sonambulismo.

Otros fenómenos relacionados con el sueño y los sueños
En este mundo fronterizo entre los sueños y la vigilia no todo son trastornos, síndromes y problemas. También hay fenómenos comunes y normales que resultan tan interesantes y sorprendentes como los anteriores. Aquí hablaré de unos pocos.

Los mioclonos o mioclonias nocturnas son una repentina sacudida de una serie de músculos que se produce de forma casi aleatoria cuando estamos a punto de quedarnos dormidos; ese repentino movimiento que será como una patada o un tropiezo (de hecho, a veces va acompañada de un minisueño en el que tropezamos), un cabezado o una agitación general, suele despertarnos. Su aparición ocasional, pese al susto que puede darnos a nosotros o a nuestra pareja, es por completo normal y no debe preocuparnos. Su persistencia y regularidad, por el contrario, puede ser síntoma de algún tipo de trastorno subyacente (neurológico o fisiológico). También pueden aparecer debido al consumo de ciertas drogas o incluso cuando a un paciente se le está administrando la anestesia en el preoperatorio.  

Los sueños o imágenes hipnagógicas son una especie de breves alucinaciones (casi siempre visuales, aunque también pueden ser auditivas e incluso olfativas) que van desde unas simples luces o formas flotantes hasta figuras, rostros o personas completas, y que aparecen cuando estamos a punto de quedarnos dormidos; cuando se presentan justo antes del despertar se llaman hipnopómpicas. Son como breves irrupciones visuales del mundo de los sueños en el mundo de la vigilia. Aunque pueden llegar a darnos un buen susto no son en absoluto preocupantes y no indican ningún tipo de trastorno o problema. Es posible que muchas de las apariciones de fantasmas que recoge la literatura de fenómenos paranormales (o las luces de las supuestas abducciones extraterrestres) sean estas imágenes hipnagógicas o hipnopómpicas que luego se combinan con otros trastornos, una personalidad altamente sugestionable y un sustrato cultural del que forman parte esos supuestos acontecimientos extraordinarios.

Aún más interesante resulta el mundo de los sueños lúcidos, esos sueños en los que, de repente, nos damos cuenta de que estamos soñado y que podemos controlar nuestras acciones e incluso ciertos elementos de ese mundo onírico. Aunque tras la aparición de esa lucidez el despertar no tarda mucho en llegar, es una sensación tan extraordinaria y atractiva que se han desarrollado técnicas e incluso artilugios para provocar este tipo de sueños lúcidos.

La más sencilla es intentar recordar los sueños que hemos tenido pues, se supone, eso facilitará la posterior aparición de sueños lúcidos. Otras consisten en ejercicios mecánicos y repetitivos que se realizan durante el día (como contarse los dedos, leer las matrículas o algo así) de forma muy regular para que cuando se hagan en el sueño, el probablemente irreal resultado nos haga conscientes de que estamos en un sueño. Otra, más incómoda, consiste en poner el despertador para 5 ó 6 horas después de acostarse y, tras permanecer un rato despiertos, volver a dormirnos, o sencillamente despertarnos al menos hora y media antes de lo habitual. Esto provocaría leves alteraciones en el ritmo circadiano que, se supone, facilitarán la aparición de estos sueños lúcidos.

Entre las fuentes externas que pueden provocar estos sueños lúcidos se cuentan algunos suplementos alimentarios que incrementan los niveles de los neurotransmisores acetilcolima, dopamina y serotonina, o incluso un aparato que produce sonidos bajos y pequeñas estimulaciones que, al «entrar» en el sueño (este fenómeno de incorporar estímulos externos al sueño lo veremos más adelante) pueden favorecer esa conciencia de que estamos soñando. Aquí podemos ver un «kit» que se vende para provocar este tipo de sueños lúcidos.

No es de extrañar que la gente intente provocar esa experiencia de estar consciente dentro de un sueño, si bien podemos acabar llegando a extremos exagerados y que esas técnicas acaben por resultar molestas en nuestra vida diaria. Además, hay que tener en cuenta que su veracidad no ha sido probada a través de estudios científicos rigurosos y replicados con éxito, por lo que hemos de considerar su efectividad como muy relativa. Algo a tener muy en cuenta especialmente si vamos a comprar un aparatejo que, al final, lo único que va a conseguir es que nos gastemos nuestro dinero en estropear la calidad de nuestro descanso... y convertirnos en el hazmerreir de quién nos vea con estas pintas:
Otro fenómeno curioso es el falso despertar, que consiste en soñar que despertamos… con lo que las ocurrencias oníricas que se producen a continuación de ese falso despertar pueden darnos unos sustos tremendos, aparte de provocar el fenómeno de la lucidez onírica que acabamos de comentar. Este fenómeno sí que ha sido usado con bastante frecuencia en el cine, como en el caso de «Premoniciones» (citada en la anterior entrada), en que la pobre Sandra Bullock no sabía cuando lo que le pasaba pertenecía al mundo de los sueños o a la realidad.

Los sueños lúcidos y los falsos despertares han inspirado a los filósofos para elaborar todo ese tipo de metáforas y teorías sobre la realidad en las que se cuestiona su propia esencia, especulando que todo podría ser una especie de sueño o espejismo. Incluso han tenido su papel a la hora de configurar las ideologías que sustentan la metempsicosis o reencarnación, un concepto de origen europeo —griego, en concreto— que fue llevada a oriente por Alejandro Magno, siguiendo un camino contrario al que muchos le figuran. Estas ideas que identifican la realidad con un sueño también se han filtrado al mundo del arte, desde el celebérrimo monólogo de «La vida es sueño» de Calderón a cosas mucho más modernas y rebosantes de testosterona como «Matrix», toda ella un sueño lúcido donde los problemas existenciales se resuelven a hostias.

Relacionado con los sueños lúcidos, o más bien con una de las supuestas técnicas para potenciarlos, está el fenómeno de la integración de estímulos externos e internos dentro de los sueños. Seguramente todos habremos experimentado algo así cuando el despertador o el timbre que suena dentro de un sueño resulta ser el reflejo del sonido de nuestro verdadero despertador. También podemos integrar palabras (alguien que dice nuestro nombre para despertarnos), sensaciones (de frío o calor), música, percepciones táctiles (alguien que nos toca), olores, etc.

Dentro de los estímulos internos, por ejemplo, es normal soñar que tenemos ganas de hacer pis y despertarnos, precisamente, con esas mismas ganas; y lo mismo para beber o comer. De hecho, el sueño, para contenerlas o intentar saciarlas, suele generar contenidos relativos a ellas… y muy frustrantes, pues bebemos y comemos sin saciarnos en absoluto. Quizá de ahí, de alguno de esos angustiosos sueños, nació el castigo de Tántalo, famélico y sediento para toda la eternidad y sin poder saciarse jamás pese a la cercanía del agua y la comida.

Esto es tanto una consecuencia del funcionamiento de los sueños, que tratan de organizar de forma narrativa y, más o menos lógica, un montón de estímulos y contenidos dispersos y poco relacionados entre sí a los que, de repente, se suman esos nuevos «inputs», como un mecanismo de protección del dormir. Así, esos nuevos estímulos no nos despertarán a no ser que sean demasiado persistentes o rebasen unos ciertos límites.

Por poner un ejemplo, personal y un poco patético, hace tiempo, ante una subida de ácido úrico, tuve ciertos dolores articulares que comenzaron a manifestarse por la noche. En mi sueño se convirtieron en una molesta lesión que me hacía al caer por un terraplén; algo mucho más honroso que el leve ataque de gota que realmente me provocaba ese dolor. Mis sueños no sólo integraron y le dieron lógica a esa sensación, sino que también me permitieron dormir toda la noche sin que ese leve dolor me llegase a despertar.

Y esto me lleva a otro evidente dato: lo que sientes en un sueño lo sientes en la realidad, pues lo que sentimos, en el fondo, no son más que interpretaciones que hace el cerebro de lo que nos llega desde el exterior o de sus propias elaboraciones. Esto llevó al mito, muy popular cuando era crío, de que si en un sueño te caías desde una gran altura y te golpeabas contra el suelo, te morías de un infarto. Bueno, pues no. Lo que sí es real y sientes como tal es el miedo o la impresión ante la caída, pero no el golpe contra el suelo; el cuerpo no sufrirá nada pues los sueños no llegan a salir jamás de los límites del cerebro, límites ya de por sí enormes. Supongo que de ese mito nació la premisa de «Pesadilla en Elm Street», en donde lo que los protagonistas padecían en sus sueños, cortesía de Freddy Kruger, sí les ocurría a sus cuerpos.

Freddy no ha sido el único monstruo nacido de ese mito, ni siquiera el primero, pues mucho antes aparecieron los íncubos y súcubos, si bien el daño que nos hacían era mucho más llevadero...

Si no mantenemos una vida sexual regular o no la compensamos con una adecuada política de masturbación, la tensión sexual (y el esperma, en el caso de los hombres) se acumulará en nuestro exterior y se saldrá cuando nuestra conciencia no esté en guardia, o sea, en sueños. Por eso aparecen los sueños eróticos, en los que las sensaciones (si bien no el contacto) son tremendamente reales y podemos llegar a tener un orgasmo, acompañado en el caso de los hombres por una polución nocturna. En la puritana y represiva Edad Media se explicó ese fenómeno (especialmente frecuente en monjes, sacerdotes y monjas, como es lógico) acudiendo a la intervención de demonios que se posaban sobre los durmientes para provocarles esos sueños. Los íncubos era los demonios masculinos que asediaban a las mujeres (pudiendo llegar a dejarlas embarazadas a veces) y los súcubos los que se encargaban de hacerles esas jugarretas a los hombres; enviados de Satán para poner a prueba la pureza y moralidad de las personas. Hoy esos seres se han convertidos en demonios que, ocasionalmente, aparecen en alguna que otra película de terror, ya muy desligados de su naturaleza onírica.

Pese a que la ciencia ha despejado toda sombra de anormalidad sobre este fenómeno tan común, en algunos círculos amigos del esoterismo y las teorías pintorescas, se asocian algunos de estos fenómenos de contenido sexual a presencias fantasmagóricas y otras explicaciones paranormales (donde, cómo no, tampoco faltan los extraterrestres). Si bien la interpretación de la iglesia era más ominosa, terrible y culpabilizadora, éstas pecan de ser mucho más cutres.

Los campos asfódelos
Me gusta cerrar esta entrada hablando de fantasmas, íncubos y súcubos, criaturas extraordinarias y extrañas que pueblan, junto a muchas otras, el mundo que media entre la vigilia y los sueños. Un páramo extenso semejante a los campos asfódelos de la mitología clásica, cubiertos por esas flores blancas que crecían en los cementerios, a medio camino del reino de los vivos y del más allá, poblado por almas sin memoria, héroes caídos que no tienen a quien contar sus hazañas y todo tipo de seres en transición de un mundo al otro.

En la próxima entrada, que espero que no se retrase tanto como ésta, entraremos de lleno en el reino de lo onírico y en las múltiples interpretaciones que a lo largo de la historia el ser humano le ha dado a su contenido. Un lugar confuso y extravagante en el que, sin dejar de ser nosotros mismos, nos convertimos en otros.