Freud
Hay algo que une a Freud con Darwin, Stephen Jay Gould, Hans Zinsser o Goethe, por citar unos pocos, y es que además de grandes científicos todos ellos fueron grandes escritores. El caso de Goethe es extremo y, de vivir hoy, lamentaría que su fama como literato haya eclipsado su importancia para el mundo de la ciencia, pues él mismo consideraba que su estudio sobre la percepción del color era muy superior a cualquiera de sus novelas, dramas o poemas; y sus precursoras aportaciones a la teoría de la evolución tampoco resultan desdeñables. Y el hecho de que la obra capital de Zinsser, «Ratas, Piojos e Historia», siendo este año el 75 aniversario de su publicación, aún no se hayan traducido a nuestro idioma pende como un vergonzoso baldón sobre el criterio editorial de nuestras colecciones de divulgación científica. Volviendo a Freud, leerlo, por muy discutibles que nos puedan parecer sus teorías, supone un gran placer y pone de manifiesto lo bien que la ciencia admite (y agradece) la calidad literaria en su exposición. Esa extraordinaria prosa, persuasiva, ilustrada, agradable… caló profundamente entre sus colegas médicos y el gran público en general, siendo uno de los pilares en que se sustentó el éxito del psicoanálisis.
Los otros fueron la capacidad de Freud para sintetizar toda una serie de teorías anteriores, sus propias e ingeniosas aportaciones y el que todo ello coincidiese en el momento —ese principio de siglo XX tan plagado de contrastes y cambios— y el lugar —Centroeuropa, el corazón de la psicología y la psiquiatría mundial— adecuados. Sería demasiado extenso hablar de cómo fueron surgiendo y modificándose todas las teorías y planteamientos de Freud, conque me centraré exclusivamente en lo que concierne a la interpretación de los sueños.
Con el avance de la medicina y sus métodos de diagnóstico y tratamiento, el uso de los sueños para adivinar los males del paciente fue cayendo en desuso a lo largo del XIX. ¿Por qué Freud retomó ese prodecer galénico para descubrir la enfermedad e intentar curarla? Las fuerzas que movieron a Freud a ello fueron varias, su talento y su ingenio, sin duda, entre ellas, pero también hubo una, muy poderosa, pero que, usando su propia terminología, «reprimió inconscientemente» a la hora de exponer sus hallazgos: era un hipnotizador muy, muy malo. Malísimo.
Desde principios del siglo XIX la hipnosis, junto a algunas drogas que se iban descubriendo, se había convertido en una de las principales herramientas de la psiquiatría a la hora de abordar el tratamiento de las neurosis. Por hacer una distinción muy genérica, digamos que en la psicosis el paciente pierde la conciencia de que está enfermo y se pierde en su mundo de delirios—el clásico «loco»—, y que en la neurosis es consciente de que le pasa algo anormal: una fobia, una compulsión, una parálisis sin causa física… Y como Freud era tan malo hipnotizando, tuvo que buscarse otras herramientas para lidiar con esas neurosis.
Una de ellas fue la asociación libre de ideas, otra el ya celebérrimo método del diván y de hablar, hablar y hablar —el psicoanálisis propiamente dicho—, y otra, la que aquí nos toca, la interpretación de los sueños.
La interpretación freudiana de los sueños
Para Freud el origen de las neurosis estaba en los deseos y pulsiones que nacían en los lugares más profundos de nuestra mente. Freud organizó la mente en varias estancias. En su «primera tópica» eran el consciente y el inconsciente. En su «segunda tópica», el Ello —la parte más primitiva, origen de los deseos de placer y de destrucción—, el Yo y el Superyo —la interiorización de las normas sociales—. Estas tópicas no se sustituían la una a la otra, sino que se complementaban; eran diferentes formas de organizar las operaciones y energías que se movían en el interior de nuestra mente; de hecho, todo el Ello, y buena parte del Superyo y del propio Yo, estarían en el inconsciente. Pues bien, en ese inconsciente y, sobre todo, en ese Ello, nacían los deseos y pulsiones que nuestra mente consciente reprimía, bien porque fuesen vergonzosas y prohibidas o bien porque fuesen imposibles de realizar. Y esa poderosa energía psíquica debería liberarse de alguna manera, encontrar algún punto de salida. Lo normal sería que se sublimase en tareas constructivas (como el arte) o se descargase de algún tipo de forma no dañina para la persona (pequeños vicios u otras actividades), pero también podría darse el caso de que se manifestase en forma de neurosis, que no vendría a ser otra cosa que una forma simbólica o sustitutiva que esas pulsiones usarían para descargarse. Por ejemplo, un hombre que en su infancia hubiera deseado matar a su padre, podría descargar esa pulsión reprimida en sus cuadros, en la caza, el ejército… o de forma neurótica en la fobia a algo que le recordase a su padre (como los perros, por algún tipo de asociación directa —su padre tenía perros— o indirecta —asocia el carácter guardián del perro al rol de su padre en la familia—). Según su teoría, muchos de esos poderosos conflictos latentes nacerían en nuestra más temprana infancia, que es cuando la mente se está formando.
Los sueños serían otro lugar en el que, a través de símbolos, esas pulsiones podrían ser canalizadas y satisfechas de una forma simbólica. Digamos que del inconsciente viene el deseo, y que el consciente lo disfraza para hacerlo tolerable, dando lugar a esas imágenes y situaciones oníricas.
El sueño que puso a Freud sobre la pista de esta teoría fue uno propio, el conocido como «la inyección de Irma». Había soñado con una antigua paciente, Irma, y en él sufría unos enormes dolores a causa de una inyección contaminada que le había administrado otro doctor. Al analizarlo Freud se dio cuenta de que, a través de ese sueño, había descargado sus sentimientos de culpa ante los padecimientos de Irma, que aún no había sido capaz de aliviar, al culpar de ellos a otro médico rival. Así, su sueño, había dado salida a esos sentimientos de culpa, aliviándolos mediante ese sutil disfraz.
Y así habría de ser tanto con los pequeños conflictos diarios de una persona sana como con los más graves de un neurótico. Por eso, al analizar los sueños y desentrañar su simbología, se podría dar con los conflictos latentes que habrían desencadenado la neurosis. La catarsis que supondría enfrentar esos traumas originales llevaría a la liberación de esas energías y la curación. Tan bonito y elegante… como falso o, por lo menos, discutible.
La práctica clínica ha demostrado sobradamente que el conocer el origen de un trauma y expresarlo de forma catártica apenas tiene propiedades curativas. Las personas que han sufrido abusos sexuales en la infancia, ni suelen reprimir esos acontecimientos en el olvido (más bien, al contrario, reaparecen en forma de vívidos y horribles recuerdos) ni el hecho de reconocerlos les ayuda a superarlos; las actuales terapias que les ayudan a recuperar una vida afectiva y sexual suelen ir por otra línea.
De hecho, el gran caso que sirvió a Freud de ejemplo y demostración de cómo funcionaba su uso terapéutico de los sueños, el conocido como «hombre de los lobos», probó ser un fraude. En esta historia clínica Freud trató a Sergei Pankejeff (en la imagen anterior, con su hermana), un joven aquejado de depresión y serios problemas de estreñimiento. Tras varias sesiones Freud analizó una pesadilla recurrente en la que Pankejeff veía, desde su cama y a través de la ventana, un grupo de lobos blancos encaramados a las ramas de un gran nogal.
A través del análisis, Freud llegó a descubrir que esa imagen simbolizaba el traumático momento de la infancia en que su paciente había descubierto a sus padres haciendo el amor (en la posición «del perrito», de ahí los lobos); y esa revelación habría contribuido a curar a Pankejeff en un proceso que no había llegado a durar más de un año. Sin embargo, se acabó sabiendo que Pankejeff siguió acudiendo a terapia —con otros psicoanalistas— durante casi 70 años y que no sólo no se curó, sino que empeoró significativamente a lo largo de toda su desgraciada vida. Es más, Pankejeff siempre negó la posibilidad de que hubiese descubierto a sus padres haciendo el amor, pues él dormía vigilado por una niñera y sus padres en otro cuarto cerrado con llave.
Pero este duro revés, que tiraría por tierra cualquier otro hallazgo científico, apenas supuso nada contra lo que ya se estaba convirtiendo, más que en un disciplina científica, en una ideología. A través de los discípulos y seguidores de Freud (y otras corrientes paralelas), lo que originalmente nació como un método clínico para combatir las neurosis acabó por convertirse en una especie de religión de pago basada en la palabra de sus diferentes padres fundadores —«revelada» y sin casi apoyo experimental—, en la que se supone que todos arrastramos traumas y conflictos reprimidos y que debemos someternos a largos y caros procesos de psicoanálisis que, con suerte, pueden durar media vida. Hasta los propios psicoanalistas han de someterse a un psicoanálisis; como si un cirujano tuviese que extraerse el apéndice para poder operar, vamos. Woody Allen se rio de esto en «Annie Hall» al decir que llevaba 15 años con su psicoanalista y que, si en un par de años no se curaba, probaría suerte en Lourdes.
El psicoanálisis, en la actualidad —y en mi opinión—, se ha convertido en una especie de ocupación paralela de las clases medias y altas de ciertos sustratos culturales, como ir al campo de golf o al club de lectura; no se va porque realmente haya un problema (y si lo había, suele desaparecer en el marasmo de otras mil cosas) si no porque mola, y los pacientes acaban yendo en busca del sentido de la vida, del porqué de las cosas, de una palmadita en la espalda, de simple desahogo o de otras cosas que, más que ver con la psicoterapia, tienen que ver con la filosofía y la literatura, y, sinceramente, creo que encontrarían más y mejor consuelo (y mucho más barato) entre las breves páginas de William Maxwell o de Robert Walzer que en las carísimas horas y horas de psicoanálisis.
Dejando atrás esta pequeña diatriba, han de reconocérsele a Freud dos méritos muy importantes. El primero es que expulsó de forma contundente a la superstición del mundo de los sueños. Se dice, exagerando un poco, que si Copérnico desplazó a Dios de la mecánica celeste, Newton de las leyes físicas y Darwin de la biología, Freud lo desterró de nuestra mente… y nuestros sueños. Nada de posesiones, premoniciones o mensajes divinos; los sueños son el producto de nuestra actividad mental. El segundo es que dio la materia prima para el nacimiento del que seguramente sea el movimiento artístico más importante del siglo XX: el surrealismo.
El surrealismo
El surrealismo —del francés «surréalisme», súper realismo— parte de la imaginería de los sueños, de las extrañas e inesperadas asociaciones que surgen en ellos, tanto para crear una nueva forma de expresión como para la búsqueda de nuevos temas e historias.
Si el psicoanálisis pretendía acceder a los contenidos inconscientes y reprimidos del individuo a través del análisis de los sueños, el surrealismo utiliza ese tipo de imágenes oníricas para acceder, en palabras de Breton, «al funcionamiento real del pensamiento en ausencia del control de la razón y de toda preocupación estética o moral». No es extraño descubrir que el propio André Breton, fundador y líder de esta corriente artística, había estudiado medicina y psiquiatría y trabajado en un hospital mental donde tomó contacto con las teorías freudianas.
Más allá de esa definición de Breton, el surrealismo supuso una liberación de la imaginación y la creatividad que, en lugar de romper por romper con las viejas formas o del simple experimentar por experimentar —como sí hacían otras vanguardias—, buscaba acceder a nuevas y sólidas formas de expresión. El viejo sistema de simbolismos, así, se rompió para dejar paso al uso de la metáfora y la imagen, visual o verbal, para crear una sensación pura y evocar —o más bien provocar— diferentes reacciones y lecturas.
Por poner un ejemplo, el armiño, un símbolo clásico, significaba la pureza. A la famosa imagen buñueliana de la Luna atravesada por una nube para, a continuación, ver un ojo cortado por una navaja de forma similar, se le pueden buscar simbolismos directos, pero lo que a Buñuel le interesaba era la sensación que esa potente imagen causa en nosotros, el sentimiento puro y toda la nube de complejos significados y sentidos que puede arrastrar tras de sí, diferentes para cada uno de nosotros.
Freud y el cine
Si el manifiesto surrealista de Breton fue el pistoletazo de salida para esta corriente artística, «El perro andaluz», de Luis Buñuel, es la película que inaugura la influencia del surrealismo y de las teorías freudianas en el cine. Este extraordinario cortometraje, de hecho, nace de la suma de dos sueños: uno de Buñuel, el de la imagen ya comentada de la navaja en el ojo, y otro de Dalí, en el que le salían hormigas de las manos.
Podríamos categorizar las películas influidas por el psicoanálisis en dos grandes grupos: aquellas en las que la influencia es directa y tratan temas relacionados directamente con la interpretación psicoanalítica de los sueños, y aquellas en las que la influencia es indirecta y utilizan imágenes inspiradas en el mundo de los sueños y la estética surrealista para expresar las ansiedades y conflictos latentes de sus personajes.
Dentro del primer grupo la película más emblemática es, sin duda, «Recuerda» de Alfred Hitchcock, en la que la escenografía de uno de los principales sueños que aparecen en la película fue creada por Salvador Dalí. En esa escena un hombre usa unas tijeras gigantes para cortar la imagen de un ojo en una cortina, un homenaje a la célebre escena de la navaja en «El perro andaluz», como el propio Hitchcock confesó.
En esta película seguimos la historia de una bella psiquiatra, interpretada por Ingrid Bergman, que ha de utilizar toda su sagacidad como psicoanalista para desentrañar el significado de los sueños de un paciente aquejado de amnesia, Gregory Peck, tras los que no sólo se esconde el trauma que desencadenó la amnesia sino también la clave para resolver un complicado crimen.
Hay otras películas de esa época donde podemos ver la poderosa influencia del psicoanálisis, muy popular entonces, como «Nido de Víboras», «Las tres caras de Eva», «Elemental, doctor Freud» (donde Freud aparece, erróneamente, como un consumado hipnotizador) o, posteriormente, en buena parte de la filmografía de Woody Allen; pero en todas ellas la interpretación de los sueños está ausente o tiene un papel muy secundario. En «Los Soprano» también pudimos ver un capítulo en el que la psiquiatra, tras sufrir una traumática agresión, soñaba con un amenazador perro que representaba a su paciente, Tony Soprano, y la capacidad que ella tendría de usarlo contra su agresor.
Sin embargo, tal y como me ha recordado Daniel, la película que mejor muestra el mundo freudiano de los sueños quizá sea una en la que no aparecen psiquiatras y en la que el nombre de Freud tan sólo aparece escrito en una pizarra: la genial obra maestra de Fritz Lang «La mujer del cuadro». En ella se nos cuentra la trágica y truculenta historia de un hombre gris, casado y con hijos, que se enamora de una bellísima mujer fatal, lo que le acaba empujando a una espiral de infidelidad, crimen y muerte. Sin embargo, al final, se despierta y ve que todo ha sido un perverso sueño (vimos como se quedaba dormido poco después de anhelar algo de emoción en su vida) que ha construido alrededor de la mujer que ha visto retratada en un cuadro y toda una serie de objetos y personas de lo más normal que le rodeaban.
En su día se había comentado que ese giro final había sido metido con calzador (de hecho, la novela en la que se basa la película acaba con la muerte del protagonista) por forzar un final feliz y dar una moralina, algo que Fritz Lang negó rotundamente. Su intención, muy influida por la fama y popularidad del psicoanálisis en ese momento, había sido usar esa historia para hacer una película sobre la mente y sus deseos reprimidos de placer y muerte. Y, de hecho, es así. Hay un sutil pero claro contraste entre los momentos pre-oníricos y los del sueño, donde todo es más oscuro, denso, obsesivo... e incluso en algún momento se cambia el eje de la acción respecto al «mundo real» (el camarero del club donde se queda dormido pasa de aparecer por un lado a aparecer por el otro), como si nuestro protagonista hubiese cruzado ese espejo con el que tantas veces se ha simbolizado el sueño. Toda la historia soñada, de hecho, está llena de pequeños símbolos y referencias psicoanalíticas, eso sí, magníficamente camufladas para que el espectador, encerrado en ese sueño con el protagonista, no sea consciente de ello y viva igual que él esa historia.
El protagonista, a través de ese sueño vive con intensidad sus deseos reprimidos de placer (la mujer bella, la infidelidad, el sexo) y muerte (el crimen, la autodestrucción), y más que huir de la culpa se regodea en ella (acompaña a la policía en la investigación) para experimentar hasta el final las poderosas emociones de la persecución y el castigo. De hecho, al final, cuando despierta, el personaje está sutil pero claramente satisfecho de su experiencia. Ese final metido por Lang no es una moralina, más bien al contrario, es una oscura reflexión sobre nuestros ocultos deseos de placer y destrucción. Más freudiano, más onírico, imposible.
Además, si es cierto lo que rumorean algunos de sus biófragos, la obsesión de Fritz Lang por la culpa viene de un crimen en el que estuvo involucrado en Alemania y del que huyó, algo que le hizo arrastrar toda su vida un tremenso sentimiento de culpa y la sensación de que, de un momento a otro, iba a ser descubierto (huir del nazismo, dejando atrás a tantos amigos que iban a morir, también podría sembrar esa semilla de culpabilidad). Daniel, en su comentario, también decía que todas las películas son, de alguna manera, sueños. Y así es. Podemos ver esta película, de hecho, como un sueño contruido por el propio Lang para dar salida a esos sentimientos de culpa, de sentirse perseguido, a ese miedo a ser castigado. Ese despertar final es el del propio Lang, a salvo tras haber intentado expulsar sus demonios a través de la película.
En su siguiente película, la también genial «Perversidad», sigue una historia parecida y con el mismo reparto, pero ya no permite despertar al protagonista. Toda la película es el sueño, su sueño, en el que nos permite participar, para experimentar sus quizá universales sentimientos de culpa y expiación; los créditos finales y las luces de la sala, al encenderse, serán las que marque en despertar. Y cuando salgamos caminando del cine y volvamos a pasar ante la marquesina, igual que el personaje de Edward G. Robinson, veremos el cartel, como esa mujer del cuadro, que nos mira desde el otro lado, desde lo más profundo de ese sueño que nos ha regalado Fritz Lang.
O de tantos otros sueños que nos habrán regalado muchos otros directores. Quizá por eso sigo amando ir al cine, a la sala, porque esa sensación de abandonar el cine, tan bien recreada por Lang en «La mujer del cuadro», no se puede tener en casa. Es exclusiva del juego entre la oscuridad de la sala y la luz del día.
Langi siguió, en muchas de sus otras películas, volviendo, una y otra vez, a este tema de la culpabilidad. Igual que otros directores han dado salida en sus películas, sus sueños, a sus personales deseos, obsesiones y miedos.
Este mismo recurso, el que toda la historia haya podido ser un sueño, se ha usado en muchas más películas posteriormente, jugando a la ambigüedad de si todo o buena parte de lo que hemos visto es o no real... y que sea el público quien despierte. Algunas veces esta lectura de ofrece de forma clara, como en el caso de la entretenida «Desafío Total», y otras veces de una forma deliciosamente sutil, como el caso de esa obra maestra que es «Laura», donde también será un cuadro el que provoque la escisión de la película en dos mitades: la real y la que quizá sólo haya sido un sueño. Y qué sueño...
El análisis terapéutico de los sueños para desentrañar su simbología oculta fue retomado en los 80 y 90 de forma bastante curiosa por dos películas que utilizan el mismo recurso de ciencia ficción: el analista, gracias a la tecnología, es capaz de entrar dentro de los sueños del paciente. En la divertida «Dreamscape» ese mecanismo acaba cayendo en manos de unos asesinos que conspiran para matar al presidente de los Estados Unidos cuando éste acude a psicoterapia, y en la «La celda» se trata de indagar en los sueños de un asesino en serie para rescatar a una de sus víctimas.
En otras, como «Más allá de los sueños» o «Lovely Bones», ese onirismo es usado para retratar el más allá, que en ambas no deja de ser más que un reflejo del interior del personaje que ha muerto y que habita en ese limbo onírico. Una curiosa visión del Cielo, no como una pura obra de Dios sino como un producto mediado por nuestra mente, a medio camino entre la visión espiritual de los sueños y la clínica.
El caso es que en todas estas películas los sueños son el reflejo de una realidad profunda que se esconde en nuestro interior. Un concepto cuyo triunfo debemos principalmente a Freud, pero que ya había sido apuntado antes por muchos otros, entre ellos Shakespeare. De hecho, la película «Recuerda» comienza con un verso en el que el gran dramaturgo inglés ya definía perfectamente esta idea:
«La culpa no está en las estrellas, sino en nuestro interior»
Diadocos freudianos
El sistema de análisis de los sueños de Freud tenía un problema. No era nada lineal ni fácil de estructurar, pues cada persona tendría su propio universo simbólico y buena parte de la interpretación quedaría en manos de la sagacidad del analista y de su capacidad para desentrañar qué se escondía detrás de las imágenes oníricas de cada paciente. Al estudiar los casos, de producirse dudas, la palabra de Freud era la que habría de prevalecer. Eso le llevó, desde el principio, a serios conflictos de egos con algunos de sus más importantes seguidores. Estos acabaron por desligarse de él y fundar sus propias escuelas, que ampliaron el horizonte del psicoanálisis y de la interpretación de los sueños con sus nuevas ideas. Para ilustrar esta evolución, citaré a unos pocos de ellos.
Una de las primeras escisiones fue la de su gran amigo Carl Gustav Jung, con el que acabó realmente fatal. Para Jung los sueños no son una argucia del consciente para ocultar el verdadero significado de las pulsiones inconscientes, sino que son una realidad en sí misma, con su propio lenguaje y su propia lógica, y lo que hacen es expresar fantasías, recuerdos, planes, experiencias irracionales, opiniones y hechos a través de un idioma semejante al nuestro pero diferente. El psicoanalista sería, pues, una especie de traductor entre el consciente y el inconsciente.
Para Jung el alcance de lo que se representa en los sueños es mucho más amplio y complejo de lo que pretendía Freud. Proponía dos formas de aproximarse a su interpretación, la objetiva y la subjetiva, que nos darían dos traducciones complementarias (y no las únicas) de ese sueño. En la objetiva se debería tomar a cada personaje del sueño como lo que es: el soñador es él mismo, su hermana será su hermana, su novia su novia, su madre su madre, etc… y nos centraríamos en el contenido de las relaciones y acciones entre ellos. En la subjetiva el sueño habría de leerse como que cada uno de esos personajes representa un aspecto del soñador; así, una madre que le grita podría referirse a su ira contra la familia.
Además, a través de numerosísimos análisis Jung llegó al convencimiento de que existían «arquetipos»: personajes, animales u objetos simbólicos que están presentes en todos los sujetos y todas las culturas, y que acaban pasando de los sueños a los relatos y expresiones artísticas. Algunos ejemplos podría ser el «héroe» (que representa al Yo), la «sombra» (que representa nuestro lado oscuro e inconsciente), la «madre» (el principio dador de vida), etc. En cada cultura pueden adoptar una u otra forma, pero siempre estarán presentes y siempre cumplirán una función semejante.
Esos arquetipos, y otros elementos de nuestra psiquie, pertenecen y hacen referencia a un inconsciente colectivo, idéntico en todos los seres humanos y que, de alguna manera, compartimos todos y se mueve al unísono con la propia naturaleza. Así, Jung —y en esto Freud se ensañó contra él— pensaba que fenómenos como la telepatía, la precognición y los espíritus eran reales y tenían su explicación en las manifestaciones de ese inconsciente colectivo.
Fuera de lo pillado por los pelos y delirante que puede resultar eso de la conexión universal del inconsciente colectivo, el concepto de «arquetipo» para denominar a todos esos símbolos universales ha tenido un enorme éxito y ha calado muy profundamente en nuestra cultura, si bien no con el sentido exacto que le quería dar Jung. No sólo se usa en el psicoanálisis, sino que también es común en antropología, el arte, la narrativa y muchas otras disciplinas, y hasta ha calado en el lenguaje común a la hora de referimos a ese tipo de símbolos básicos universales.
Si Freud fue un genio de la escritura, Lacan fue endemoniadamente malo comunicando sus ideas. Sin embargo, fue esa capacidad del psicoanalista francés para embrollarlo todo y su gusto por el uso de expresiones y palabras rimbombantes y oscuras, lo que le ganó la admiración y el seguimiento de muchos psicoanalistas y pensadores, amantes de ese tipo de jerga tan hermética que, a veces, uno duda sobre si tiene algún sentido o tan sólo se trata de un complicado trabalenguas para pedantes.
Básicamente, Lacan proponía un retorno a Freud y sus ideas originales, expandiéndolas con nuevos conceptos tomados de disciplinas posteriores como la lingüística o la matemática. Lacan sostiene que la estructura de la mente es de carácter lingüístico y, por ello, los sueños serían una suerte de frases construidas con las figuras retóricas que todos conocemos: metáforas, metonimias, símiles, hipérboles… Estas frases serían una interpretación, una especie de voz, que la mente de cada individuo pone a los deseos y pulsiones del inconsciente.
Así, el psicoanalista, más que interpretar, debe ayudar al soñador a des-interpretar sus sueños ya que es el soñador quien posee las claves para descifrar esa larga y compleja frase que su mente ha producido. Además, hay que tener en cuenta que el sueño es tan sólo una de las frases o acontecimientos que se producirán en la terapia, y que todos han de ser tenidos en cuenta. E igual que para entender bien una frase hay que tomarla en su contexto, con los sueños y su uso terapéutico pasa lo mismo: hay que tener en cuenta el contenido del sueño, la opinión del que ha soñado sobre ese sueño, sus sensaciones, sus omisiones y olvidos, e incluso sus reacciones antes las propuestas del psicoanalista… y todo ello ha de ser puesto al servicio de la psicoterapia y del conocimiento de la estructura de esa mente. El sueño es una frase más y no nos interesa tanto su significado como lo que pueda aportarnos para entender todo el sentido de ese texto completo que es el ser humano.
Para Alfred Adler, aunque los sueños emanan del inconsciente, éste no es la especie de Tártaro freudiano donde están confinados nuestras pulsiones y deseos intolerables, sino la suma de los aspectos no comprendidos de uno mismo. Los sueños sería un lugar donde ese inconsciente intenta participar en nuestra vida y «dialoga» con el consciente, intentando mediar en los problemas y cuestiones importantes para la persona. Digamos que los sueños serían una especie de propuestas metafóricas que nuestro inconsciente nos hace. Lo importante no sería tanto el contenido o simbolismo concreto de cada elemento, sino la sensación, el sentimiento, que causa en nosotros. Así, a la hora de interpretar un sueño, Adler y sus seguidores atenderían más a las emociones e impresiones que nos han dejado, que a las cosas y acciones aparecidas en él.
Esta teoría de Adler, y las de otros psicólogos como Erik Erikson o Anna Freud —hija de Freud—, desplazando el peso que le daba Freud al Ello y las pulsiones reprimidas hacia el Yo, su estructura, su desarrollo, sus mecanismos de defensa y el papel que juegan en la conformación de nuestra personalidad. Muchos analistas posteriores siguieron esa línea, algunos con sus personales modificaciones y técnicas, centrándose más en el contenido manifiesto de los sueños y su relación con nuestra vida diaria —nuestros deseos y problemas actuales— que en sus posibles significados ocultos. Ya no se trata de descubrir lo qué el paciente esconde, sino por qué está escondiendo algo. El sueño ya no es el objetivo último de la interpretación, es un valioso punto de partida para explorar la personalidad, sus conflictos, problemas y ansiedades.
El problema de todas estas teorías, por muy interesantes o productivas que hayan sido algunas, es que se basan en especulaciones difícilmente demostrables. Y las pocas veces que han sido puestas a prueba de forma experimental, como la serie de experimentos realizados por Eysenck sobre las teorías de Freud, no han salido demasiado bien paradas. Sin embargo, hay que reconocer el peso de algunas de sus aportaciones a la hora de generar conceptos que han tenido una gran utilidad en la psicología y otras disciplinas, como la interiorización de las normas sociales propuesta por Freud, las fases del desarrollo de Erikson, las aportaciones de Anna Freud a la psicología infantil o el ya comentado arquetipo. Además, no podemos olvidarnos de que la contribución de Freud a la cultura y el arte es capital, siendo uno de los pensadores y escritores más importantes del siglo XX.
En la próxima entrada finalizaré el tema de la interpretación de los sueños con las aportaciones de la moderna psicología cognitiva, la Gestalt y la neurología. Y, cómo no, daré mi opinión. Una entrada final analizará un caso práctico: los sueños de Pedro Bartolomé, un hombre humilde cuyos sueños no sólo cambiaron su vida sino que llegaron a influir en el mismísimo curso de la historia. Analizaremos esos sueños a través del variado prisma de todas estas teorías que hemos venido comentando.