La pluma y la espada
El 7 de marzo de 1839, en el Covent Garden de Londres, el dramaturgo Edward Bulwer-Lytton estrenó su obra «Richelieu, o la Conspiración». Eran un autor mediocre y una obra mediocre, y apenas habrían pasado a la posteridad de no ser que en el segundo acto uno de los personajes recogía un tópico, presente en la literatura y la filosofía desde hacía más de dos milenios, y le daba forma en una frase que desde entonces ha permanecido entre nosotros como la forma definitiva de esa idea: «La pluma es más poderosa que la espada».
Esto tiene dos lecturas. Por un lado es un mensaje humanista y nos dice que la palabra es más poderosa que la violencia y, a la larga, acaba por triunfar. Pero por otro lado también indica que la palabra es un arma muy poderosa, y que las ideas pueden mover a la gente a matar o morir de una forma mucho más poderosa que la coacción.
Ejemplos de los segundo hay muchos y terribles. Recordemos esas legiones de miles de niños y jóvenes iraníes que, durante su guerra con Irak, cargaron casi desarmados contra las defensas enemigas para reventar los campos de minas con sus pies desnudos y, así, desmoralizar al enemigo con la visión de esa carnicería de inocentes. Las guerras, en general, son mucho más terribles cuanto están cargadas de ideología que cuando son una simple misión militar. Las bajas, en los dos bandos, en la toma de Granada por parte de los Estados Unidos, fueron escasas y tampoco hubo demasiados muertos civiles, pese a contar ambos bandos con un armamento y una tecnología de última generación. Sin embargo, una década después, la minoría Hutu de Ruanda mató a más de medio millón de Tutsis con la única ayuda de primitivos machetes. Las consignas racistas y el odio tribal difundidos por las proclamas de la radio y miles de panfletos, fueron, sin duda, más poderosos que cualquier bomba. Y los belgas saben que la independencia de su país comenzó con la representación de la ópera «La muchacha muda de Portici», de Daniel Auber, que enalteció los ánimos patrióticos de los asistentes de tal forma que, a la salida, comenzaron una revolución.
El cine, como palabra en movimiento, también tiene lo suyo, pues son muchas las películas que han cumplido, de forma eficiente, la función de propaganda bélica o de inflamar los ánimos de unos pueblos y colectividades contra otras, incluso, algunas veces, de forma impremeditada. Richard Nixon contaba que tenía serias dudas sobre si continuar o no con los bombardeos sobre Vietnam del Norte, pero que entonces vio la película «Patton», que se convirtió en su favorita de inmediato, y lo tuvo claro: incrementaría la violencia de sus ataques. Y estoy casi seguro que esa no era la intención de Franklin J. Schaffner, hijo de misioneros y pacifista, cuando realizó la película.
Al recordar hechos como el incendio de la biblioteca de Alejandría, la destrucción de la práctica totalidad de la literatura maya y azteca por parte de los conquistadores españoles, o los tristes destinos de Lorca o Sophie Scholl, nos damos cuenta de que poco pueden hacer las palabras cuando defienden la paz y se enfrentan a la violencia y la barbarie de las armas.
Sin embargo hay casos en los que la palabra sí ha servido para la paz. A veces de forma indirecta, concienciando poco a poco, a través de libros y películas, a generaciones enteras para hacerlas más tolerantes y amantes de la paz. De hecho, si vemos la historia con cierta perspectiva, no daremos cuenta de que hoy en día la moral ha evolucionado de forma muy significativa y que a casi nadie le resultan admisibles cierto tipo de matanzas y represalias que, en el pasado, se habrían considerado normales. Si tras un asedio los militares matasen a todos los hombres y niños, y violasen a todas las mujeres, estoy seguro que sería algo repudiado y condenado por gran parte de la opinión pública mundial… pese a que la Biblia, sin ir más lejos, en uno de sus versículos más controvertidos, aconseja obrar de esta forma genocida contra ciertos enemigos letales (como los amalecitas) y, de hecho, en el pasado y por milenios, fue una práctica bastante común entre los ejércitos que tomaban una ciudad y querían dar un buen escarmiento. La palabra, miles de palabras, a lo largo de siglos, han ido cambiando eso, y muchas otras cosas.
Yendo a un curioso caso concreto, hubo un sencillo libro escrito por una mujer que evitó (o, al menos, contribuyó a evitar) una guerra que podría haber barrido a media humanidad de la faz de la Tierra.
Cuando Bárbara Tuchman escribió «Los cañones de agosto», sólo pretendía escribir una ensayo sobre los orígenes de la Gran Guerra y cómo Europa había marchado al desastre por culpa de las veleidades y errores de cálculo de un grupo de dirigentes que no pensaban en el verdadero bien de sus gobernados y que acabaron lanzando a millones de personas a morir en una guerra que, en el fondo, nadie quería. El libro combina el rigor histórico con una capacidad de narrar y mantener el interés que envidiaría cualquier novelista. Todo un ejemplo de cómo la divulgación de la historia puede tener un nivel casi académico.
El libro se publicó en Estados Unidos en 1962 y enseguida se convirtió en un éxito editorial. Durante 42 semanas estuvo en la lista de libros más vendidos, recibió unas críticas extraordinarias y acabó siendo galardonado con el Premio Pulitzer. Pero su verdadero éxito no fue ese, o no fue sólo ese.
Cuando a finales de ese año estalló la crisis de los misiles de Cuba, Kennedy tenía ese libro como su lectura de cabecera y no paraba de reflexionar sobre la situación previa a la Gran Guerra, comparándola con la que estaban viviendo, citando frases de Tuchman en muchas de las reuniones relacionadas con la crisis. Además, le pidió a todo su gabinete y alto personal militar que se leyesen el libro e incluso envió un ejemplar al embajador ruso en Washington. Bobby Kennedy contó que su hermano, en privado, le dijo que no quería, bajo ningún concepto, que la señora Tuchman acabase escribiendo otro libro titulado «Los misiles de octubre», con él como indigno protagonista.
Así, pese a sus desastrosas tendencias belicistas en Bahía Cochinos y Vietnam, Kennedy, en el momento de la crisis de los misiles de Cuba, quizá por haber leído ese libro, miró hacia atrás y repasó la historia para evitar lanzar al mundo a otra pesadilla como la que ya había vivido a principios del siglo XX.
Esa crucial influencia no se recoge en la estupenda «13 días», de Roger Donaldson, que narra la crisis de los misiles. Sin embargo, en la película, sí podemos ver, de forma sutil, otro elemento que contribuyó a la solución efectiva de la crisis: la ruptura de la pésima influencia del pensamiento de grupo que, un año antes, había llevado al desastre de Bahía Cochinos.
Pensamiento de grupo
Aunque el término no fue acuñado por él, fue el psicólogo social Irving Janis quien más popularizó y estudió el «pensamiento de grupo». Lo definió como «una forma de pensamiento que surge de unas personas profundamente implicadas en un grupo altamente cohesivo, donde las presiones de los miembros hacia la unanimidad sobrepasan la motivación para valorar de forma realista cursos alternativos de acción a los planteados inicialmente».
Para entenderlo de forma clara, veamos un ejemplo extremo de esto, la llamada «Paradoja de Abilene», ideada por Jerry B. Harvey para explicar cómo un grupo podría aprobar, por unanimidad, una opción que no le gustase a ninguno de sus miembros por separado.
Cuatro personas, un matrimonio y los padres de ella, juegan al dominó en Coleman, Texas. Entonces el suegro, pensando que los otros están un poco aburridos, propone hacer algo diferente, como ir a Abilene. Al poco todos le apoyan y parten en su excursión. El viaje es largo, caluroso y cansado, y se lo pasan fatal. A la vuelta comienzan las recriminaciones y el marido reconoce que a él nunca le pareció una buena idea, pero no quería contradecir a su mujer y a sus suegros. Su mujer responde que a ella tampoco le gustaba lo de meterse en un coche tanto tiempo con ese calor, pero que al ver a sus padres con tantas ganas no supo decir que no. La madre de ella se defiende diciendo que lo único que hizo fue apoyar a su marido, que parecía un poco tristón y aburrido. Y, finalmente, el suegro reconoce que a él no le hacía especial gracia ir a Abilene, pero que los notó muy aburridos y propuso eso porque fue lo primero que se le pasó por la cabeza… y aunque enseguida se dio cuenta de que era una mala idea, al ver que a los demás les gustaba, decidió quedarse callado. En resumidas cuentas: todos hicieron algo que no querían hacer, sencillamente, por «el grupo», casi con una vida propia por encima de las personas, lo decidió así. Estoy seguro de que muchos habremos vivido algo parecido con grupos de amigos o con la pareja.
El pensamiento de grupo puede llevar a tomar decisiones irracionales, poco lógicas y que, incluso, no lleguen a convencer a ninguno de los implicados.
Según Irving Janis, este tipo de pensamiento y sus perniciosas consecuencias, suele aparecer en grupos muy homogéneos ideológica, social o emocionalmente; sometidos a gran presión; con un liderazgo externo o interno fuerte; faltos de procedimientos metódicos de trabajo; y aislados de la influencia de otras ideas (aislamiento físico o ideológico, al demonizar o no tener en cuenta cierto tipo de ideas o hechos).
En cuanto el grupo comienza a funcionar aparecen síntomas externos de que está comenzando a fraguarse un proceso de pensamiento de grupo: la creencia ciega en que el grupo posee la razón y la moralidad correcta; la ilusión de invulnerabilidad, unanimidad y cierta euforia de que «somos los mejores»; presión contra la disconformidad; negación de la validez de cualquier información que contradiga los resultados o propuestas; y presión directa contra cualquiera que se oponga a la conformidad.
Esto acaba provocando que no se valoren de forma correcta los objetivos y las alternativas de acción, que no se realice una búsqueda de información eficiente, que los razonamientos estén plagados de falacias y trampas lógicas, que se desprecie la consideración de planes de contingencia o la simple posibilidad de fracaso.
El resultado será que se tomarán decisiones demasiado arriesgadas, alejadas de la realidad y sin una valoración moral justa de lo que se va a hacer. La decisión de respaldar a los cubanos exiliados para desembarcar en Bahía Cochinos fue el clásico resultado de este tipo de decisiones. Desde todos los puntos de vista que se pueda estudiar es un disparate: militar, político, estratégico, moral… Y se debe en buena parte al tipo de grandes reuniones de Gabinete de la primera fase de la presidencia de Kennedy, en las que se daban casi todos los ingredientes para que apareciese el peligroso pensamiento de grupo y que todos acabasen apoyando una acción que, en el fondo, convencía a muy pocos. Pero era lo que muchos consejeros y analistas pensaban que, en medio de una furibunda paranoia anticomunista, se esperaba de ellos, y era posible que temiesen que una valoración más realista o ponderada se tomase como un síntoma de debilidad o deserción ideológica.
Sin embargo, y como vemos en la película «13 días», el estilo de toma de decisiones de la presidencia de Kennedy cambió. Se abandonaron las grandes sesiones de gabinete, con todos los analistas y consejeros juntos hasta que se tomase la decisión correcta, y se pasó a una serie de pequeñas reuniones, más distendidas, entre grupos más pequeños de consejeros, analistas y estudiosos, que eran informados al momento de lo que pasaba con los misiles, los barcos rusos y la embajada de la Unión Soviética. Esto llevó a un debate en el que se valoraron múltiples opciones y se estudió las consecuencias posibles de cada una de ellas, lejos de fuertes presiones y paranoias ideológicas. Así, la administración Kennedy, consiguió hacer algo que parecía imposible en aquel momento: llegar a un acuerdo con los comunistas.
Ese estilo de constantes pequeñas reuniones entre diferentes grupos de personas, además de ilustrar muy bien un estilo de toma de decisiones que evita el pensamiento de grupo, contribuye a dar un gran ritmo y viveza a la película, que consigue ser apasionante pese a que todos conocemos su final.
Un ejemplo cinematográfico de lo contrario, de la perniciosa y terrible influencia del pensamiento de grupo, en un caso similar, lo podemos ver en la paródica «Teléfono Rojo: volamos hacia Moscú», de Stanley Kubrick, en la que la demente actitud de unos pocos militares y científicos consigue imponerse sobre una multitudinaria y larga reunión de estado mayor, que contrasta con las pequeñas y breves de la anterior película, y que acaba por desencadenar la tercera guerra mundial.
Otra estupenda película que sigue este proceso de pensamiento, y que reflexiona sobre cómo se forma y cómo puede romperse, es «Doce hombres sin piedad». En ella vemos como, por diferentes razones (prisa, conformidad, racismo, rencor…), once miembros de un jurado deciden condenar a un muchacho contra el que las pruebas son vistosas pero no contundentes. Contra ese pensamiento de grupo que enseguida se forma, liderado por uno de los miembros del jurado que pronto arrastra a los demás, se alza una única voz. Su coraje, integridad e inteligencia acabarán por romper ese proceso y provocarán la aparición de un verdadero debate y análisis de las pruebas, llevando a todo el grupo a una conclusión contraria a la inicial.
Eso sí, si esto hubiese sido trasladado a un mundo sometido a una gran presión ideológica apoyada en la violencia (un gobierno totalitario, un grupo armado, etc.), lo más probables es que esa voz discordante acabase ante un pelotón de fusilamiento o con un disparo en la cabeza. Es en este tipo de ambientes donde, con más frecuencia y de forma más letal, aparece el pensamiento de grupo.
Por eso, la dinámica del pensamiento de grupo se puede ver de forma aún más clara en el lujoso telefilme «La Solución Final», de Frank Pierson, que dramatiza con gran fidelidad la conferencia de Wannsee, donde un grupo de jerarcas nazis acordó el exterminio sistemático de los judíos a través de los campos de exterminio. En esta película, casi documental y centrada al 100% en una larga reunión de toma de decisiones, aparecen todos y cada uno de los síntomas propios de este tipo enfermizo de pensamiento, aunque se hace especial hincapié en lo pernicioso que resulta el alto componente ideológico a la hora de tomar una decisión racional y moral.
Si volvéis a ver estas películas, o muchas otras en las que aparece este tipo de procesos de pensamiento de grupo, fijaros lo bien representado que está a veces… e, igualmente, a los que seáis guionistas o escritores, si os tenéis que relatar algún tipo de reunión de estas preguntaros si estará presente este fenómeno y jugar con él a vuestro favor con él, para crear escenas más potentes y sorprendentes. Y tened en cuenta que no sólo aparece en grupos formales como los citados aquí (gabinetes gubernamentales y jurados), sino que también es muy presente en grupos familiares, de amigos, parejas… donde la implicación emocional de sus miembros es alta.
Y, cómo no, si trabajáis en equipo, estad atentos pues el pensamiento de grupo puede aparecer en cualquier momento de excesiva euforia y lanzaros a tomar decisiones no muy bien ponderadas. Suele pasar, más de una vez, que a un éxito sigue un fracaso y, aunque no siempre será así ni por esta razón, es posible que las mieles del éxito empujen al grupo responsable a este tipo de procesos de pensamiento. Estad siempre atentos…
domingo, 22 de agosto de 2010
Plumas, espadas, misiles y la génesis de las malas ideas
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paradoja de Abilene,
pensamiento de grupo,
toma de decisiones
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7 comentarios:
Ya sé que estás hablando de cosas con implicaciones mucho más globales e importantes, pero me ha dejado alucinada el ejemplo de la pareja y los suegros. Me he dado cuenta de que eso ocurre muchísimas veces. Lo peor es que no haya sinceridad o haya miedo a ser sincero.
Cuando la buena educación está muy presente y nadie quiere decir nada que moleste a sus amigos o parientes o que parezca que tiene intención de imponerse, se acaba haciendo algo que a nadie le apetece. Especialmente en esos ratos que hay en los que alguien pregunta: "¿Qué hacemos ahora?" o "¿A dónde vamos ahora?" y todo el mundo del grupo tiene la misma buena educación y no sugiere nada para no imponerse, aunque sí tengan apetencias. Cuando alguien por fin sugiere algo que probablemente tenga poco interés en hacer, con tal de no estar más tiempo en silencio, todos aceptarán aunque tampoco les apetezca, porque parece la única sugerencia posible.
Ni siquiera hace falta un grupo, simplemente en una pareja puede ocurrir. Y toda esa educación y ese pensar-en-el-otro lo que trae como consecuencia es, al final, una discusión mayor en la que sólo se oirá: "Si eras tú quien quería ir a no-sé-dónde" "¿Yo? ¿Qué dices? Eras tú"
Lo que comentas de la pequeña aplicación del pensamiento de grupo, y su variante de la paradoja de Abilene, a los pequeños grupos y la vida cotidiana es bien cierto... y nos habrá pasado a todos, seguro.
Lo de la presión por la educación social y el ser amable con los demás, algo muy presente en nuestra cultura, como bien dices, es seguramente el factor crucial.
Y lo de las parejas, jaja, que levante la mano el que no lo haya vivido alguna vez... es muy cierto. Tanto a la hora de hacer planes como de elegir qué peli vamos a ver en casa o qué cenamos... pasa muchas veces; los dos, por amabilidad y ser majos, intentan ponerse en la piel del otro y acaban haciendo algo que no querían... cuando quizá les apetecía hacer otra cosa.
Es la vertiente más cotidiana, cercana, común y simpática del fenómeno. Las otras, como las de Kennedy o los nazis, resultantan mucho más graves y aterradoras. Se podría aplicar también a la invasión de Irak por parte de Bush... donde las primeras voces discordantes con esos planes (en el fondo Hussein era tan enemigo de Al Quaeda como ellos) fueron apartadas al momento de la toma de decisiones... y el resto entró al momento en el juego del pensamiento de grupo.
Por cierto, dentro de un par de horas salgo de viaje, por lo que estaré una semanita "desenchufado" de estos mundos de internet.
Con una decisión de grupo de esas ganó Apichatpong en Cannes, seguro.
Seguro que sí, Paco, y porque les parecía que el apellido daba para mucho cachondeo.
Y, ahora que las citas, las reuniones de jurados para premios, especialmente premios "muy artísticos", son un campo abonado para el pensamiento de grupo... Merecerían todo un post para ellas solitas, sí señor...
Yo sí creo que la pluma es mas poderosa que la espada, igual que puede hacer mas daño una palabra que una bofetada, pero claro, extrapolado a guerras, gobiernos ya es más complicado, entran otros muchos intereses.
Como siempre, una leccion magistral.
Saludos
Gracias, Lola... y es cierto, una palabra puede ser más poderosa que cualquier arma, tanto para bien como para mal... hay palabras que hieren más que el más afilado de los cuchillos.
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