sábado, 23 de octubre de 2010

Post de autopromoción - Hispania

Cuando comencé con este blog mi idea era que fuese un espacio de divulgación (y conversación) sobre todo tipo de temas relacionados con la psicología y el cine, sin mezclar por medio nada personal, ni siquiera profesional. Pero ya que veo que los de blogger  miarroba (el contador de visitas) me han cascado publicidad (que ni controlo ni saco nada por ella; supongo que es como rentabilizan su servicio), pues no voy a quedarme atrás y voy a hacer un poco de bombo de un trabajo en el que he estado metido este verano y que se estrena inminentemente.

Efectivamente, este lunes 25 se estrena en Antena 3, en horario de "prime time", el primer capítulo de Hispania, serie en la que he trabajado. Tan sólo he sido una pequeña pieza más, una no demasiado importante, del inmenso engranaje que se mueve tras este tipo de produccíones, pero os puedo asegurar que las piezas de verdad grandonas y decisivas (producción ejecutiva, coordinación de guión, dirección, arte, fotografía, actores...) son grandes profesionales con mucho talento, y se han dejado la piel en el empeño de crear un producto digno, original y entretenido. Lo que he visto por el momento es realmente impresionante... así que ahí estaré, el lunes, ante la tele, y todos estáis invitados a disfrutarlo.

viernes, 22 de octubre de 2010

Stanley Milgram III – Desconocidos familiares y otros experimentos

El experimento sobre obediencia fue el que dio más prestigio a Stanley Milgram, y el del mundo pequeño el que tuvo mayor trascendencia social a través de su contribución al concepto de los seis grados de separación. Además, existen otros experimentos de Milgram que, sin ser tan populares, comparten con los anteriores dos elementos: un objeto de estudio interesante pero poco tocado habitualmente, y una aproximación experimental original y curiosa a ese fenómeno. Veamos algunos.

¿Puede dejarme su asiento?
Un buen día, la madre de Milgram se quejó a su hijo de que la gente joven estaba perdiendo las buenas maneras y que ya no cedía su asiento a los ancianos. Milgram le comentó que, con los abstraída que va la gente en el transporte público, a lo mejor ni se habían parado a pensar que necesitase el asiento y que lo que tenía que hacer, si se encontraba cansada, era pedirle a alguien que le dejase sentar. Su madre se rió. Ni de broma le cederían el asiento.

En un caso normal, el hijo insistiría en que sí, la madre seguiría erre que erre con que no, y la discusión se prolongaría hasta que ambos se aburriesen. Pero ese no era un caso normal, era la casa de Stanley Milgram, y éste decidió someter la cuestión a una prueba experimental.
Varios alumnos suyos se dedicaron a coger el metro y el autobús en horas puntas, cuando no suele haber asientos libres, y probaron a pedir a personas al azar, de forma correcta, que les dejasen el asiento. En unos casos lo pedían así, sin más, y en otros daban alguna excusa sencilla y nada dramática (habitualmente para leer un libro, pues de pie no podían). El curioso resultado fue que la gente era mucho más favorable a dejar el asiento cuando se lo pedían sin dar motivo alguno (un 68% de las veces) que cuando lo hacían con una excusa no muy dramática (un 38% de las veces).

Otro dato simpático fue el elevado nivel de stress que sufrían sus alumnos al realizar este experimento. Se ponían muy nerviosos a la hora de pedir el asiento a otra persona, sintiendo como si invadiesen su privacidad, y en los casos en que eran rechazados se sentían fatal, muy avergonzados, llegando a ponerse colorados algunas veces.

Cartas abandonadas
En otro experimento, Milgram probó a dejar cartas aparentemente extraviadas en lugares públicos, con tres tipos de supuestos destinos: nombres de personas desconocidas (o sea, correo ordinario), organizaciones benéficas y de cariz positivo (asociaciones de lucha contra el cáncer, hospitales infantiles…) y organizaciones con un tinte negativo (grupos racistas, partidos pro-nazis, etc.). El objetivo era ver si la gente que encontraba esas cartas, ya selladas y listas para enviarse, las llevaba al correo, las dejaba allí o las tiraba a la basura.

El resultado, la verdad, fue bastante previsible. Las cartas neutras y positivas eran habitualmente enviadas, y las negativas, en muchos casos, destruidas.
No puedo evitar sentir cierta simpatía por este experimento pues con cartas extraviadas y que jamás llegarían a su destino, había trabajado Bartlevy el escribiente, el personaje de la obra homónima de Herman Melville, antes de entrar en la oficina donde haría inmortal la frase: «preferiría no hacerlo». Si no lo habéis leído, pues corriendo a por él. Es una historia corta, que se lee rápido y queda para siempre. Imprescindible.

La influencia de la televisión y los medios
Milgram fue uno de los pioneros en el estudio de la influencia de la televisión en la conducta. En su experimento ponía a los sujetos a ver una serie de televisión mientras esperaban y, luego, los sometía a una prueba en la que tenían que tomar una serie de decisiones morales. Se vio que existía una relación entre lo visto en el televisor y la conducta posterior. Las buenas acciones en la televisión favorecían la aparición de conductas generosas y altruistas durante el experimento. Por el contrario, si en el televisor los protagonistas se comportaban de forma deshonesta, en la prueba posterior los sujetos tendían a ser menos honrados que la media.

Este tipo de experimento se ha replicado también con conductas violentas y pacíficas, y se ha visto que la televisión y los medios sí favorecen la aparición de conductas semejantes a las que aparecen en pantalla, especialmente en niños y jóvenes, pero también en adultos.

Su efecto es, sobre todo, a corto plazo. A largo plazo, evidentemente, la influencia de esos visionados se verá mediada por multitud de otras variables, internas y externas, que afectan a nuestra conducta. Básicamente, si vivimos en un ambiente violento o donde las conductas poco honestas son la norma, la influencia negativa de la televisión reforzará eso. Si, por el contrario, vivimos en un ambiente pacífico y con un mínimo grado de racionalidad, la influencia negativa de los medios se verá menguada o será casi inexistente. Y lo mismo se podría aplicar a la influencia positiva. La televisión es un factor más. No el único.
Parafraseando la genial frase de Woody Allen, quizá cada vez que oigamos a Wagner nos entren ganas de invadir Polonia, pero para llegar a dar ese paso han de confluir unos cuantos elementos más…

Los desconocidos familiares
Si hiciésemos una especia de ranking con los experimentos más populares e interesantes de Milgram, el primer lugar lo ocuparía el de obediencia, el segundo el de los seis grados de separación, y en tercer lugar estaría el concepto de los «desconocidos familiares» («familiar strangers», por si buscáis más información en inglés). Personalmente, yo lo situaría en segundo lugar.

El de los «desconocidos familiares» es un fenómeno propio de las ciudades y la vida urbana, y designaría un espacio humano intermedio, una especie de frontera, entre el mundo de nuestros conocidos y el de los verdaderamente desconocidos. Es el conjunto de personas con las que nos cruzamos habitualmente en ciertos lugares a los que vamos con frecuencia (el autobús, el gimnasio, un bar, el cine…), que nos suenan de vista (y nosotros les sonaremos a ellos) pero con las que no interactuamos.

Según Milgram deben de cumplir tres requisitos:

—Deben de ser observados por nosotros, y nosotros por ellos.
—De forma repetida y, más o menos, regular.
—No debe haber interacción alguna entre nosotros y ellos.

En principio se podría decir que forman parte de la amplia a anónima niebla de desconocidos que nos rodea, una parte que nos resulta más o menos reconocible, pero nada más, como a quien le suena más un árbol o un edificio. Pero Milgram lanzó la hipótesis de que no es sí y que, de hecho, con esas personas mantenemos una relación. No una relación abierta como con nuestros amigos o conocidos, pero sí un curioso estilo de relación en el que, a pesar de reconocerse mutuamente, las partes deciden ignorarse y no entablar ningún tipo de interacción o contacto, sin que ello genere hostilidad o sea visto como algo descortés.

Si las relaciones normales fuesen la luz o el día, y el desconocimiento o falta de relación la oscuridad nocturna, estos desconocidos familiares ocuparían una zona crepuscular entre ambos mundos. Luz sin sol.

Aunque Milgram no lo incluyó como un elemento clave de su descripción inicial, los desconocidos familiares suelen estar fuertemente vinculados a un lugar, que es donde los veremos con mayor o menor regularidad. De hecho, acaban formando parte de nuestra imagen de esos lugares, o más bien de nuestra relación con ellos.

Esto da lugar a un fenómeno muy interesante. Cuando nos encontramos a un desconocido familiar fuera de contexto, quizá debido a la sorpresa o al pequeño shock que se produce debido a ese inesperado encuentro, las posibilidades de que establezcamos una primera interacción con él son muy altas.

Por otra parte, si necesitásemos algo en el lugar donde solemos encontrarnos con ese desconocido familiar y él está presente, es más fácil que se lo pidamos a él antes que a cualquier otro verdadero desconocido que esté en ese lugar. Le pediremos fuego, la hora o una toalla, antes que a otra persona. Normal, pues con él ya tenemos esa pseudo-relación de la que habla Milgram.

Evidentemente, y como toda relación, el desconocido familiar puede cambiar de estatus y, a través de uno de esos inesperados encuentros o de una primera interacción en el lugar habitual, puede pasar a entrar en nuestro círculo de conocidos.

Con los famosos se da una curiosa forma de relación por completo desequilibrada. Para nosotros son desconocidos familiares, mientras que nosotros para ellos somos unos completos (y quizá peligrosos o pesados) desconocidos.

Desde el primer artículo de Milgram sobre el tema, publicado en 1972, el concepto de los desconocidos familiares se ha venido estudiando y teniendo en cuenta en todo tipo de investigaciones sobre interacción social y redes sociales.

Este fenómeno también está presente en Internet, aunque el anonimato que proporcionan los foros y blogs lo modulan y cambian bastante, pues la interacción es mucho más fácil a través de la coraza que proporcionan los nicks y pseudónimos. De hecho, hay autores que afirman que dentro de Internet no existen, como tal, los desconocidos familiares.

Sin embargo, sí podemos experimentar un fenómeno semejante cuando nos encontramos a un blogger, comentarista o forero con el que interaccionamos poco o de forma fría, en un ámbito muy diferente de la red, sea otro tipo de foro, blog o red social. Entonces se produce un shock análogo a cuando nos encontramos al desconocido familiar en otro lugar y es más posible que comencemos a interaccionar con esa persona de una forma más abierta o cercana.

En el cine es muy fácil toparnos con este fenómeno. Tanto en el cine-lugar, físicamente, por las personas con que nos cruzamos habitualmente y ya reconocemos (empleados o espectadores… de hecho, me hice amiguete de una chica que trabaja en el cine al que voy siempre, precisamente cuando me la encontré en la academia de conducir… de libro, vamos), como en muchas películas.

Como guionista, me parece un buen recurso el utilizar este fenómeno para hacer que dos personajes, que se cruzan a veces en el mismo lugar sin llegar a hablar, tengan su primer contacto en un sitio distinto al habitual. No es ningún descubrimiento ni ninguna innovación. Hay muchas series y películas en que se juega ese recurso, y los chavales que se suenan de clase o del barrio, comienzan a hablar por primera vez cuando se cruzan en otro lugar: un cine, una tienda de discos, un lugar de vacaciones… O, al revés, dos personajes comienzan a hablar (sin que los hayamos visto antes juntos) al encontrarse en un lugar y, en diálogo, dejan caer que son desconocidos familiares (el típico «¿Tú no estabas en la clase del profesor nosequé?» o algo por el estilo). Así esa tipo de primera interacción será aceptada de forma más natural por el espectador, pues tendrá de forma intuitiva la experiencia de haber vivido situaciones similares.

Yendo ya a películas concretas, curiosamente la única que se titual, precisamente, «Familiar Strangers», no tiene nada que ver con este tema.
El irregular patrón de relación entre un famoso (desconocido familiar para el común de los mortales) y un desconocido ha sido llevado a la pantalla en varias ocasiones, bien en forma de comedia romántica, como en «Notting Hill», o de suspense, como en la magistral «Extraños en un tren» de Hitchcock… por cierto, una mala traducción, pues debería de haberse titulado «Desconocidos en un tren».

De todas las películas en las que podemos ver encuentros entre desconocidos familiares como una parte fundamental de la trama, quizá, la que más me guste sea «Breve Encuentro», de David Lean, a partir de una obra teatral de Nöel Coward.
En ella, un hombre y una mujer, que seguramente se habrán cruzado en esa estación de tren muchas veces, que quizá se suenen, tienen su primera interacción cuando una arenilla entra en el ojo de ella y él, amablemente, se la retira con su pañuelo. Hasta ese momento no habían cruzado ni una palabra, pero a partir de ese pequeño gesto cae el telón que les separaba y pasan de desconocidos familiares a conocidos, y de ahí a amigos y a amantes, pese a que ambos están casados y tienen hijos. Al final, en ese mismo lugar, han de separarse en una de las despedidas más conmovedoras y tristes de la historia del cine: ellos, callados, sabiendo que jamás volverán a verse, mientras que una inoportuna amiga de ella, que acaba de aparecer y es por completo ajena a la situación, no para de hablar de chorradas. La apasionada despedida que ambos esperaban, ese último abrazo o beso, ese contacto final, les es por completo robado y, en silencio, como dos vulgares conocidos que apenas se tratan, tal y como eran al principio de la historia, se separan para siempre con un vulgar gesto de despedida.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Stanley Milgram II – Seis grados de separación

Estocolmo, 1909
En este año Marconi y Ferdinand Braun fueron galardonados con el Premio Nobel de Física por su contribución a la telegrafía sin hilos, uno de los grandes hitos fundacionales de nuestra actual era de las telecomunicaciones. Durante el discurso que dio, Marconi hizo referencia a como estas telecomunicaciones contribuirían a hacer nuestro mundo más pequeño y a conectar a la gente de forma mucho más cercana.



Budapest, 1929
En 1929, el poeta y escritor húngaro Frigyes Karinthy publicó «Todo es diferente», un libro de cuentos cortos entre los que destacaba uno titulado «Cadenas», inspirado en las palabras de Marconi. Moviéndose entre la ficción, las matemáticas y la filosofía, reafirmaba la tesis de que nuestro mundo, gracias al avance de esas telecomunicaciones y la expansión de las redes sociales (cada vez conocemos más gente y de ámbitos más diversos), se va haciendo cada vez más y más pequeño, de tal modo que todos estamos cada vez más interrelacionados unos con otros. Y, para demostrarlo, proponía un juego según el que todos estaríamos interconectados a través de una red de tal extensión y complejidad que podríamos llegar de cualquiera de nosotros a otro a través de una imaginaria cadena humana de cinco eslabones como máximo.

Da varios ejemplos. El primero es buscar los nodos que conectaban al narrador de la historia, un jugador de tenis, con la escritora Selma Lagerlöf. Pues bien, esta escritora había recibido el premio Nobel recientemente y, por ello, había conocido al Rey Gustavo de Suecia. Este monarca, a su vez, era un gran aficionado al tenis, y había jugado con el famoso tenista internacional Kehrling… al que conocía el narrador de la historia. Así que él y Selma Lagerlöf sólo estarían separados por dos eslabones: el rey Gustavo y Bela Kehrling.

Así que podemos ver que Selma Lagerlöff, la inmortal creadora de Nils Holgersson, no sólo fue la primera mujer en recibir el premio Nobel de Literatura, sino también la primera persona en participar, aunque de forma inadvertida, en el juego de los seis grados de separación.

Para el segundo ejemplo proponía algo más complicado. Conectarse a sí mismo con un anónimo trabajador cualquiera de una fábrica de Ford, en Estados Unidos. Pues bien, ese empleado conocería al jefe de la fábrica, y ese conocería al señor Ford, y Ford es buen amigo de Hearst, el magnate de los periódicos, que recientemente había conocido al periodista y escritor húngaro Arpad Pasztor, a quien conoce el narrador. Cuatro eslabones separarían, pues, a éste del anónimo trabajador de la Ford.

El tercer ejemplo ilustraba que este era un fenómeno completamente nuevo y contemporáneo, pues sería imposible conectar al emperador Julio César con un sacerdote azteca de su misma época, pues la separación entre los continentes y culturas, en aquellos tiempos, era enorme.

La evidente pregunta es, ¿y por qué, hoy, todos hablamos de seis grado de separación y no de cinco eslabones de separación? Pues bien, la expresión original está separada de su actual formulación por varios eslabones (o grados), uno de los cuales es Stanley Milgram.



París, años 50
Nuestro siguiente eslabón nos lleva de la Hungría del periodo de entreguerras al París de la posguerra. Allí, a principios de los 50, el matemático Manfred Kochen y el sociólogo Ithiel de Sola Pool, comenzaron la redacción de un artículo de matemáticas titulado «Contactos e Influencias», donde retomaban el tema de las redes sociales y de cómo la tecnología estaba cambiando la forma de nuestras relaciones y los contactos entre personas se iban haciendo cada vez más frecuentes y cercanos, dándole así un contenido científico y lógico a lo que ya planteara el escritor húngaro.



Instituto de Tecnología de Massachusetts, 1961
Ithiel de Sola Pool y Kochen regresaron a Estados Unidos, donde el primero comenzó a dar clases en el MIT. Allí, en 1961, uno de sus alumnos, Michael Gurevich, como trabajo de doctorado realizó un estudio empírico, entrevistando a gente y estableciendo a partir de ahí una serie de cálculos, que desarrollaba las tesis que ya había comenzado a investigar su profesor. A partir de ese trabajo y aplicando análisis estadísticos y matemáticos más sofisticados, de Sola Pool y Kochen retomaron el trabajo en su viejo artículo «Contactos e Influencias» hasta llegar a la conclusión inicial de que podrían conectarse dos personas cualquiera en Estados Unidos sólo a través de dos nodos de la extensa y compleja red social que ya existía en ese tiempo. Luego, al mejorar sus análisis matemáticos con el uso de primitivos ordenadores, ya en 1973, ampliaron ese número a tres nodos. El artículo fue finalmente publicado en 1978.



Harvard, 1967
Stanley Milgram ya era célebre por sus experimentos sobre obediencia de Yale cuando planteo la realización de una nueva investigación que llamaría «Experimento del Pequeño Mundo». En los años 50 había estado en París, donde había conocido a de Pola Sool y Kochen, y ya entonces se había interesado mucho por sus teorías. Y ahora, al leer el trabajo de Gurevich, su interés renació, llevando a idear este nuevo experimento.
El experimento inicial consistía en el envío de una serie de paquetes a personas al azar en Omaha y Wichita. En ellas se les informaba del propósito del experimento y de su procedimiento. A cada persona se le asignaba, también al azar, un destinatario en Boston, al que deberían de hacer llegar ese paquete. Evidentemente no conocían a ese destinatario, con lo que debían enviarlo a una persona, conocida de ellos, que considerasen que podía acercar lo más posible el paquete a su objetivo final. Así, Milgram, esperaba medir los grados de separación entre dos personas de Estados Unidos.

El paquete consistía en más sobres, sellos e instrucciones, para que a los participantes no les costase dinero participar en esta cadena de cartas. También había otro grupo de cartas que, en cada paso, deberían ser enviadas a Harvard, para que Milgram y su equipo pudiesen seguir la evolución del experimento y ver cuántos relevos tenía que dar la carta hasta conectar a esas dos personas.

Este experimento se repitió varias veces, con grupos de cerca de 300 sujetos cada vez, variando los lugares de origen y destino, y refinando cada vez más los procedimientos.

Uno de los grandes problemas que tuvo Milgram fue el de la muerte experimental. La muerte experimental no tiene nada que ver con la muerte física, y se le llama así a que un sujeto abandone un experimento en curso. Y en este caso fue algo muy frecuente. Muchas personas no se quisieron tomar la molestia de participar en el experimento y, directamente, tiraron los paquetes a la basura, rompiendo cadenas o cercenándolas antes de que pudiesen originarse. Esto ha hecho que algunos científicos se cuestionen los resultados de Milgram.

De las que llegaron, algunas iban muy rápidas y otras tardaban bastante más, resultando en una medie de 5,5, con lo que el experimento concluyó que la cantidad de nodos o eslabones que separaba a las personas entre sí era seis. Aún así, Milgram y su equipo, en sus escritos e informes, jamás usaron la expresión «seis grados de separación». Sin embargo, sus resultados gozaron de cierta popularidad, y un dramaturgo neoyorkino tomó buena nota de ellos…



Nueva York, 1990
El 16 de mayo de 1990, en el teatro Mitzi E. Newhouse, del Lincoln Center de Nueva York, se estrenó la obra teatral de John Guare «Seis Grados de Separación». Esta obra se inspiraba en dos hechos reales. El principal era la vida de David Hampton, un estafador que se pegó la gran vida al hacer creer a un montón de gente que era hijo de Sidney Poitier. De forma secundaria y como telón de fondo filosófico estaba el experimento de Milgram y la teoría subyacente de que todos estamos interconectados en una compleja red en la que, como mucho, sólo seis nodos separan a una persona de otra.
Hacia el final de la obra, su protagonista femenina, una como siempre estupenda, Stockard Channing, soltaba un monólogo sobre lo interconectados que estamos unos con otros en todo el mundo, y decía:

«Cada persona en este planeta sólo está separada de las demás por seis personas. Seis grados de separación. Entre nosotros y cualquier otro en este planeta.»

Si fue una mujer, Selma Lagerlöf, la primera en participar en este juego, fue otra, Stockard Channing, la primera que formuló, en público, el 16 de mayo de 1990, la expresión por la que se conocería de forma popular a partir de entonces: «seis grados de separación».



En el cine y la televisión
La obra de Guare se adaptó al cine, en una película del mismo título que, además de lanzar la carrera de Will Smith en el cine, hizo aún más popular el concepto de los seis grados de separación (que volvió a transmitir Stockard Channing, que repitió su papel teatral en la película).
De alguna manera esa idea está detrás de muchas películas que juegan a interrelacionar personajes en principio inconexos y muy diferentes, pero cuyas acciones alcanzan a otros en este mundo cada vez más pequeño. En esta línea se podrían citar casi todas las películas de Iñárritu o la oscarizada «Crash».

Es curioso que, uno de los actores que participó en la obra de Guare, cuando ya se llevó a Broadway, fuera un joven J. J. Abrams, en sus inicios como actor. Con el tiempo se haría guionista, productor y director, y si algo tienen en común varias de sus series de televisión, es su obsesión con lo interconectados que estamos todos por esos grados de separación. Ya se intuye en «Felicity» y «Alias», es claramente evidente en «Perdidos», y completamente abierto en su frustrada serie «Seis grados», que ya trataba directamente con el tema.

Seguro que se podrían poner muchos más ejemplos, tomados del cine, la televisión, la literatura, el comic, internet, los experimentos hechos con las redes sociales de facebook, etc. Pero el hecho es que el concepto de los seis grados de separación, hoy, no sólo es ampliamente conocido y popular, sino que seguramente es una realidad de la que muy pocas comunidades, tremendamente aisladas y primitivas, escapan.



La cadena de los seis grados de separación
Esta entrada sólo ha pretendido rastrear someramente los seis grados de separación que nos llevan del nacimiento del concepto, a principios del siglo XX en Estocolmo, hasta la formulación final del mismo, en un teatro de Nueva York, a finales de ese mismo siglo. Seis eslabones para seis grados, una cadena que se extiende a través del espacio y del tiempo a lo largo de todo un siglo:

Marconi (Estocolmo, 1909)
Frigyes Karinthy (Budapest, 1929)
Manfred Kochen & Ithiel de Sola Pool (París, 1950)
Michael Gurevich (Massachusetts, 1961)
Stanley Milgram (Harvard, 1967)
John Guare (Nueva York, 1990)

viernes, 1 de octubre de 2010

Stanley Milgram I — Obediencia

Este es el primero de tres paseos alrededor del psicólogo social Stanley Milgram, sus aportaciones a la psicología y la influencia de éstas en la cultura popular y el cine.

AVISO IMPORTANTE: si no conocéis el llamado experimento Milgram, dejad de leer inmediatamente y ved los dos siguientes vídeos, pues así podréis conocerlo de la mejor forma posible: sin ningún dato previo. Y lo vais a agradecer. En serio. Tras ver esta escena, nadie queda igual, no resulta indiferente. Hacedlo.

Luego, podréis continuar leyendo.





El 11 de abril de 1961 comenzó en Jerusalén el juicio contra Adolf Eichmann, responsable de la logística de los campos de exterminio durante la segunda guerra mundial y uno de los principales arquitectos del Holocausto y sus hermanos menores como la Porrajmos (el exterminio gitano). A varios miles de quilómetros de distancia, en la Universidad de Yale, Stanley Milgram se preguntaba, no tanto como un hombre había llegado a causar semejante matanza, sino como había podido arrastrar tras de sí a toda la gente necesaria para llevarla a cabo, gente, seguramente, normal y corriente en su vida cotidiana, con amigos, hijos, familias, preocupaciones y alegrías con las que todos podríamos identificarnos sin problema ¿Qué les había empujado a participar en un crimen de tal magnitud?

Para buscar respuestas diseñó uno de los experimentos más fascinantes y sobrecogedores de la historia de la psicología y, pese a que creó más experimentos, algunos muy ingeniosos e influyentes —como veremos en las siguientes entradas—, éste se conoce directamente como el «experimento de Milgram» por antonomasia.

El experimento
En julio de 1961, en varios periódicos de la zona de Yale, se pedía voluntarios para un experimento sobre aprendizaje, a los que se compensaría con cuatro dólares por una hora de su tiempo. Sigamos a una de las muchas personas que acudió a la facultad de psicología en pos de esa pequeña recompensa monetaria.

Nada más llegar se le empareja con otra persona y se les dice que les ha tocado en el grupo de aprendizaje con castigo. Se sortean los roles y uno hará de profesor y otro de alumno. A nuestro participante le toca ser profesor y, al otro, un tipo llenito y que avisa que tiene problemas cardíacos, le toca hacer de alumno.

El profesor lee una serie de sustantivos asociados con adjetivo («coche rojo», por ejemplo) que el alumno ha de memorizar. Luego lee sólo el sustantivo («coche»), a lo que el alumno debe responder con el correspondiente adjetivo («rojo»).

El castigo consiste en una serie de pequeñas descargas eléctricas que irán creciendo en intensidad poco a poco. El alumno es atado a una silla, donde se le conectan unos cables para dar esas descargas. El profesor tiene ante sí una mesa con un montón de palanquita s que van de 15 a 450 voltios, aumentando de 15 en 15 (o sea: 15, 30, 45, 60… hasta 450).
La prueba comienza y el alumno comienza a fallar. Las descargas se suceden y van aumentando en intensidad poco a poco. El alumno se queja de que le duele y se encuentra mal. El profesor, al dudar, mira al científico que, sencillamente, le dice: «por favor, continúe».

Cuando el profesor vuelve a expresar sus dudas, el científico le dice: «el experimento requiere que usted continúe». Y sigue. El alumno ya apenas responde y sólo se queja. Tras unas cuantas descargas más que ya superan los 200 voltios, el profesor vuelve a dirigirse al científico que, esta vez, le dice: «es absolutamente esencial que continúe». Y la prueba continúa, superando ya los 300 voltios. El alumno ya sólo gime pidiendo que aquello pare. El científico, ahora, ya sólo le dice al profesor: «no tiene otra opción, debe seguir». Y la cosa sigue hasta llegar a los 450 voltios y, tras tres descargas de esa intensidad, se detiene.

Más tarde se informa al participante que hacía de profesor que puede estar tranquilo. Allí no había electricidad alguna y el que hacía de alumno era un actor. Lo que realmente se estaba midiendo era hasta donde llegaría un hombre haciendo daño a otro, contra el que no tiene nada, sólo por obedecer a una autoridad (en este caso, el científico) que ejerce un nivel de coacción sobre él bastante bajo (no hay amenazas ni intimidación física).

Los resultados fueron terribles. El 65% de los participantes llegaron a dar las tres descargas de 450 voltios (potencialmente letales para alguien con problemas cardíacos) y, del resto, sólo una persona lo dejó antes de llegar a los 300 voltios (descarga que también podría ser letal). Y nadie, al irse, pidió que el experimento se detuviese o se interesó por la salud del supuesto alumno; sencillamente se marcharon para que otro ocupase su lugar.

O sea, que en las circunstancias adecuadas dos de cada tres personas torturarían a un desconocido hasta la muerte… y los demás llegarían muy lejos en ese proceso antes de abandonar. La clave es ¿cuáles son esas circunstancias adecuadas y cómo se ven favorecidas o atenuadas?

Más allá del experimento original
El experimento fue replicado por otros científicos en otros lugares, obteniendo siempre unos resultados similares. Milgram continuó con él, pero haciendo pequeñas variaciones para intentar dilucidar cuales eran los procesos mentales que se escondían tras esos sorprendentes y terribles resultados.

En el primer experimento sólo habían participado hombres, así que una de sus variaciones fue el realizarlo con mujeres, llegando a resultados muy similares que en el original. Así que el sexo no resultó ser una variable a tener en cuenta. No se estaba estudiando que sólo afectase a los hombres, sino al ser humano tomado en su conjunto.

Luego comprobó cómo afectaba la mayor o menos proximidad de las figuras de la víctima (el alumno) y de la autoridad (el científico).

Como habría sido de esperar vio que a mayor proximidad y contacto con la víctima, había una mayor resistencia a la obediencia de esas órdenes amorales. Más gente dejaba antes el experimento cuando la descarga eléctrica tenía que hacerse de forma directa, tocando al alumno y viéndolo sufrir muy de cerca. Por el contrario, cuando la víctima se alejaba, situándola en otra habitación o el profesor sólo tenía que leer la lista y el propio científico le daba a las palanquitas, aumentaba el número de los que permanecían hasta el final.

E igualmente serían de esperar los resultados que produjo el alejar la figura de autoridad, el científico. Cuando no estaba en la sala y sólo daba sus instrucciones por teléfonos fueron más los profesores que abandonaron el experimento o, sencillamente, hicieron trampa, mintiendo sobre las respuestas de alumno o no dando las descargas.

Milgram también jugó con el papel de la conformidad y la influencia de los otros al introducir, en otras versiones del experimento, varios profesores que tenían que colaborar (todos ellos compinchados con el experimento). Cuando los compañeros del profesor permanecían hasta el final, el sujeto tendía a permanecer con ellos muchas más veces que en el experimento original. Sin embargo, cuando alguno de los otros supuestos profesores abandonaba, era más probable que los sujetos también abandonasen.

Así, se ve que la obediencia a órdenes amorales se ve favorecida por la presencia de la autoridad, la lejanía de la víctima y el consenso entre los demás participantes. La lejanía de la autoridad, la cercanía del dolor de la víctima y la disidencia de otros participantes, al contrario, hará que podamos cuestionar nuestra obediencia a órdenes amorales.

Milgram también hizo un pequeño seguimiento de los sujetos que habían participado en el experimento, pues varios, al descubrir de qué se trataba todo, se sintieron fatal consigo mismos hasta el punto de necesitar terapia psicológica. Otros, sin embargo, se sintieron agradecidos, pues, decían, esa experiencia les había ayudado a conocer de forma aséptica y sin hacer daño a nadie, lo fácil y peligroso que es caer en ese tipo de obediencia ciega, haciéndolos más críticos a partir de ese momento con la autoridad y con sus propias ideas.

El demonio durmiente
Milgram, al diseñar su experimento, buscó desvincular a su figura de autoridad de todo componente coercitivo o ideológico. No hay amenazas ni presiones físicas, no está en juego ningún principio moral o ideológico (sólo la «la ciencia», como algo muy abstracto en lo que se suele confiar), ni la víctima es presentada como un enemigo o alguien malvado… es, simple y llanamente, un desconocido.

Así, consiguió llevar al proceso de obedecer una orden que implica hacer daño a otra persona, a un terreno completamente aséptico y abstracto, revelando procesos mucho más profundos que el odio, la ideología o la coacción.

Para Milgram el resultado de su experimento se explica por la acción de dos fuerzas: la conformidad y la suspensión de la responsabilidad.

La conformidad hace referencia a que resulta más fácil hacer caso a otros o dejarse llevar por las circunstancias, más cuanto éstas están dominadas o refrendadas por una autoridad reconocida como competente (el científico), que intentar tomar el control y guiarnos por nuestras propias opiniones y sensaciones. Si nos dicen que hay que seguir, pues hay que seguir.

La suspensión de la responsabilidad hace referencia que, ante la presencia de una autoridad —el científico— la responsabilidad de lo que pueda ocurrir, pasa automáticamente a él. Es la autoridad la que es responsable, en última instancia, de lo que le suceda a la víctima, con lo que estamos liberados moralmente de tomar decisiones. Obedecer, pase lo que pase, nos exonera… sin embargo, la no obediencia, nos implica directamente, pues sería una decisión por completo nuestra, y deberíamos asumir sus inciertas consecuencias. Obedecer, pues, resulta más seguro, pues nos libera de las consecuencias y de la responsabilidad moral sobre lo que ocurra. Es la clásica y triste excusa de «yo sólo obedecía órdenes».

Personalmente creo que esos dos procesos básicos se verán aumentados o mitigados por dos fuerzas que podríamos llamar «coacción interiorizada» y la «despersonalización» de la víctima.

Aunque no existe una coacción directa o una amenaza, desde pequeños asumimos que hay que obedecer a las autoridades que reconocemos como legítimas (sea ésta la policía, el líder del partido o sindicato, el compañero que más admiramos, las ideas de un filósofo, etc.) y eso lo llevamos muy dentro. Desobedecer, contravenir esos principios o órdenes, aunque no exista una amenaza directa, nos causa una tensión interior que trataremos de evitar. Alejar la fuente de esa autoridad, el ser observados por ella, ayudará a romper la obediencia.

Por otro lado, como vimos, cuanto más lejana esté la víctima, cuanto menos la percibamos como una persona individual, más fácilmente podremos obedecer las órdenes de hacerle daño. Es algo evidente cuando vemos todo el trabajo y propaganda que dedican multitud de gobiernos y grupos en adoctrinar a sus acólitos en el carácter monstruoso e infrahumano de sus adversarios, que no han de ser percibidos como individuos sino como un colectivo amorfo y amenazador. Los gitanos, los negros, los judíos, los árabes, los rojos… son formas de despersonalizar para hacer arraigar el odio y favorecer la obediencia de órdenes amorales.

Esas cuatro fuerzas alimentan al demonio durmiente llevamos dentro y que puede despertar cuando las circunstancias son propicias. Durante la guerra, vecinos que se saludaban y charlaban amigablemente, se mataron y cometieron atrocidades brutales unos contra otros. Ha ocurrido, sigue ocurriendo y ocurrirá más veces.

El experimento Milgram en el cine
El director franco-armenio Henri Verneuil comparte con Stanley Milgram el hecho de que su pueblo haya padecido uno de los varios genocidios que han sacudido el siglo XX. Y, quizá por eso, ha sido el que mejor ha adaptado a la gran pantalla el experimento, reproducido con gran fidelidad en su película «I… como Ícaro», que es la escena que incluyo al principio de este post. De hecho, cuando yo estudiaba, el profesor que nos explicó este experimento, usó esas mismas imágenes para presentárnoslo. Hay que reconocer que se salta un poco los verdaderos protocolos que usó Milgram y que hace un poco evidente lo de que el sujeto asume que el científico carga con la responsabilidad, pero la esencia del experimento y las sensaciones que debía de causar en los sujetos están muy bien representadas.
Luego, la película se va por otros derroteros, y realmente juega con la hipótesis de que Kennedy fue asesinado por una conspiración, trasladando el asesinato a un país por completo ficticio.

El experimento en sí lo podemos ver en otros cortometrajes, películas, e incluso reality shows (como uno, recientemente realizado en Bélgica), pero son muchas más las películas e historias donde podemos ver como ocurre en la realidad, entre personas, lo que en el experimento se trata de forma aislada y aséptica.

Las más de las veces veremos como ese demonio interior se va apoderando de los personajes en un contexto cargado de ideología y de despersonalización hacia el adversario. Las más de las veces, la película juega en contra de esa obediencia ciega, denunciándola y señalando el peligro de caer en ella. Un ejemplo reciente es la controvertida «Munich», tan abstracta y onírica por momentos, que acabó siendo despreciada tanto por judíos como por palestinos por su falta de posicionamiento. En ella se habla sobre el proceso, sobre el mal y la violencia, sobre el poder tóxico de las ideologías y las lealtades, dejando muy de lado la cuestión política, lo que enojó a muchos, pues esperaban una película más comprometida ideológicamente hacia uno u otro lado. En «La conspiración», de la que hablé hace poco al tratar el pensamiento de grupo, también se puede ver como esa distancia y despersonalización de la víctima, facilita la decisión de un total y completo exterminio. Y, en «La zona gris», que sigue las acciones de un «Sonderkommando», grupos de judíos que colaboraban, a la fuerza, en ciertas tareas del exterminio de su propio pueblo, se puede ver el proceso de transferencia de la responsabilidad, si bien dentro de un ámbito de abierta coacción física.

Hay casos bien curiosos en los que la película, al contrario, defiende la tesis de lo que lo bueno es la obediencia y que la autoridad ha de ser respetada incluso cuando nos pide que hagamos cosas terribles, como denunciar a nuestros propios padres. Es el caso de «El prado de Bezhin», de Einsestein, en la que el héroe, un niño, denuncia a su padre por un supuesto crimen contra el estado socialista. La película fue creada como un medio de propaganda a favor de la delación, en medio de una la época de mayor furor paranoico de Stalin. Sin embargo las autoridades soviéticas le vieron muchos problemas (los «malos» eran demasiado humanos, las imágenes demasiado preciosistas…) y no llegó a estrenarse, y el propio Eisenstein vio en peligro su carrera y su pescuezo por culpa de ella.

Aparte de esas películas, que suelen ambientarse contra el telón de fondo de la historia, retratando como unas comunidades o grupos, altamente ideologizados, depredan a otros, hay otras en las que se ven los procesos que analiza Milgram llevados a casos mucho más cotidianos y cercanos.

En la reciente «Déjame entrar» y, probablemente, su nueva versión americana, podemos ver como los chavales de una escuela se meten con el compañero más débil. El macarra lidera las afrentas y los insultos, pero los demás, por seguir a ese líder y su autoridad, participan de ello aunque se note que, de otra forma, no lo harían. Es algo que también podemos ver en otras películas ambientadas en el cruel mundo de la infancia y los colegios.
De forma más extrema está perfectamente representado en «An American Crime», siendo, para mi gusto, lo más interesante de la película. En ella vemos como una mujer trastornada maltrata y acaba matando a una niña que han dejado a su cuidado. Lo más terrible no sólo es su conducta, sino que sus hijos y los amigos de estos, se suman a las torturas de esa pobre cría en un proceso que ilustra de manera ejemplar el experimento de Milgram. Hay una autoridad, la madre, que asume las responsabilidades y que les ayuda a despersonalizar a la chica. Poco a poco van pasando de los insultos a los escupitajos y los pequeños golpes, invitándose unos a otros y aumentando la intensidad, hasta que, dentro de su inocencia, absolutamente pervertida a estas alturas, llegan a torturarla de forma brutal y salvaje sin ser conscientes de que lo que están haciendo está mal. Sólo al final, cuando salen del influjo de esa madre y ven el caso desde fuera, algunos de esos niños tendrán conciencia del mal que han hecho. Y eso no fue una ficción, inventada para la pantalla, si no que traslada de forma bastante fiel un hecho real.

Vacuna
El conocimiento de los resultados del experimento de Milgram, hasta cierto punto, puede servirnos de vacuna a la hora de evaluar nuestra obediencia a órdenes amorales.

Y, ojo, lo más importante que hemos de considerar es que la fuente de esas órdenes no será una autoridad que cuestionamos o veamos cómo no legítima (que un anarquista no obedezca a la policía o a un político, no es nada raro ni especialmente meritorio, pues se limita a seguir su ideología), sino que las órdenes verdaderamente peligrosas, las que nos podrán convertir en monstruos, son las que vendrán de fuentes de autoridad que consideremos por completo legítimas y a las que apreciemos como válidas. Es ante ellas ante las que nos previene este experimento y ante las que hemos de estar verdaderamente alerta.

De todas las creencias que nos rodean las más peligrosas para nuestra «alma», curiosamente, son las propias… es ante ellas y ante nuestros líderes e ideólogos favoritos, ante los que hemos de estar más atentos y vigilantes.