miércoles, 23 de junio de 2010

El andamiaje

Dos estilos de pensamiento
La psicología cognitiva habla de dos estilos básicos de pensamiento.

El analítico es el típico razonamiento sistemático, que considera las diferentes partes de un problema y sus relaciones entre ellas para, así, poco a poco y paso a paso, ir buscando una solución o extraer conclusiones.

El pensamiento heurístico tomaría el problema en conjunto y generaría una rápida solución a partir de nuestras experiencias previas, similitudes con otros problemas, analogías, etc.

Aunque en algunos test chorras o publicaciones y blogs que dicen hablar de psicología juegan a clasificar a las personas en función del tipo de pensamiento que usan, la realidad es que todos usamos ambos tipos de pensamiento en función de las circunstancias, muchas veces simultaneándolos en la resolución de diferentes partes de un mismo problema.
Por ejemplo, en una partida de ajedrez, para ver si nos compensa o no capturar una pieza del adversario, usaremos el pensamiento analítico para calcular la táctica y ver si salimos ganando o perdiendo. Algo en plan: «si le como el peón, el me come con el caballo, yo con el alfil, él con la torre, etc.» Pero, al mismo tiempo es posible que consideremos elementos más generales al ver si nos conviene o no capturar esa pieza: ¿Abre una columna para las torres? ¿Sitúa alguna de nuestras piezas en un lugar estratégicamente interesante? ¿Me ayuda a dominar el centro del tablero? Estas consideraciones de tipo estratégico serían heurísticas.

Otro ejemplo, más mundano, sería el decidir qué camino escojo para ir al trabajo. Se puede abordar desde un punto de vista analítico, sobre todo si es una de las primeras veces que vas o no conoces muy bien el lugar: Ves mapas y planos, buscas el recorrido es más corto, te preguntas qué calles tendrán menos tráfico a estas horas, o cuál te lleva por el lugar con más sitios para aparcar. Pero si conocemos muy bien la ciudad o ya tenemos experiencia, es posible que usemos heurísticos en plan «si es por la mañana por aquí, si es por la tarde por acá», «evitar siempre las rotondas», «ese cruce es peligroso», y cosas por el estilo.

Ante problemas nuevos y de cierta complejidad lógica, lo más normal es que usemos una aproximación de tipo analítico. Ante problemas más habituales o que tienen que ver con situaciones sociales, lo más normal es usar razonamientos de tipo heurístico. Y, en otras ocasiones, alternaremos o combinaremos ambos tipos de razonamientos para generar opciones o abordar diferentes facetas de un problema.


El andamiaje
Escribir un guión, un libro, un relato, es siempre un desafío, una tarea compleja y nueva en la que, por mucha experiencia que tengamos, siempre tendremos que usar todas nuestras capacidades, alternando uno y otro tipo de pensamiento. Y el analítico siempre dejará tras de sí, sin que casi nos demos cuenta, por lo menos en la primera versión, lo que yo llamo el «andamiaje», restos de los pasos que va dando el pensamiento analítico para llegar a la solución que necesitamos y que, en el fondo, es lo único que realmente importa. Y esos pasos no sólo serán conceptos, ahora superfluos, que hemos usado para llegar a la idea que buscábamos, sino que también sus conectores lógicos, preposiciones, artículos y conjunciones que flotarán sobre el texto de manera vaga e innecesaria, enturbiándolo.
También los giros, la lógica narrativa, las anticipaciones, los conflictos, los símbolos, lo que sienten los personajes, los datos de interés de la documentación que hayamos empleado, las discusiones y reflexiones que hayamos tenido… han de aparecer todas de forma natural, clara, casi casual o inevitable como parte de las acciones de los personajes y de la lógica del mundo que habitan, sin que se vea nuestra mano ni el complejo contenido y la ardua elaboración que todo eso ha tenido. Todo debe parecer natural y fluido, que son los personajes los que se mueven por sí mismos y que nuestra mano nada ha tenido que ver en ello. Hay, pues, que retirar todo ese andamiaje que ha quedado alrededor de la historia que hemos acabado construyendo.
Sé que esto suela un tanto abstracto, así que voy a poner unos cuantos ejemplos.


Un par de frases de mierda.

En una historia que he escrito, una madre les habla a sus hijos de la existencia de unas espeluznantes criaturas que se esconden en el bosque del norte del pueblo. Y decía que la niña pequeña «cada vez que salía de casa apretaba con fuerza la mano de su madre mientras miraba hacia el norte con miedo». Pues bien, ahí por lo menos se me habían quedado un par de feas piezas de andamiaje.

¿Apretaba… con fuerza? ¿Es que hay otra forma de apretar? Estaría bien matizar el verbo si el apretón fuese suave o excesivo, pero no es el caso. Y, ¿miraba hacia el norte… con miedo? Joder, acabo de dedicar páginas y páginas a construir una historia que le cause pavor a ese cría para tener que decirlo de nuevo de una forma tan burda. Esas dos piezas de andamiaje me sirvieron para construir la escena, para figurarme cada movimiento y sentimiento de la niña, pero ya no son necesarias y, al reescribir, hay que quitarlas. La frase, ahora, dirá de esa niña que «cada vez que salía de casa apretaba la mano de su madre mientras miraba hacia el norte». No es una frase genial pero, al menos, funciona mejor que en su anterior versión y, quizá, ya no sea una frase de mierda.

En otro punto de esa historia se hace una larga descripción de un hacha y de lo que el hacha significa y, entre otras cosas, en la primera versión, se decía que los antiguos forjadores de metal, seguidores de cultos chamánicos, creían que en el interior del hacha convivían dos espíritus: el del metal de su filo, que habría pertenecido a las rocas, y el de la madera de los árboles, que habría pertenecido a los árboles. Ese concepto me gusta, pero lo puse con todo el andamiaje que me había llevado hasta él. Todo ese rollo de los primitivos forjadores y sus creencias. Pero, ¿es de verdad necesario contar eso? No, sin duda que no. El concepto, lo potente, es lo de los dos espíritus. Así, al final, la frase se centra en decir exclusivamente que el hacha posee dos espíritus: el de la madera de su empuñadura y el del metal de su filo. Árbol y roca. Y ya está. ¿Para qué contar más? Lo otro sólo echaba sombra y enturbiaba lo importante.

Generalizando, al reescribir, es normal encontrarse con todo tipo de descripciones, matices, adverbios, preposiciones, conjunciones y adjetivos de sobra, que hay que eliminar sin piedad. Cuando un párrafo o frase comienza por «entonces» o «después», el 99% de las veces es andamiaje. La sucesión de los párrafos, uno tras otro, ya indica que uno es después o a continuación del otro en el tiempo.

También es bueno vigilar si nos pasamos poniendo los nombres de los protagonistas demasiadas veces, cuidar mucho los gerundios (herramienta útil al pensamiento pero que puede ser peligrosa para la escritura pues muchas veces se usa erróneamente para acciones que van a continuación una de otra y no de forma simultánea), ver si las descripciones se basan en aburridas y sosas generalidades y no en cosas concretas y con enjundia, huir del abuso de los puntos suspensivos (en los diálogos no indican pausa, pues para eso están la coma, el punto y el punto y coma, sino que su función es otra —enumeración, suspensión o indeterminación—), atender a la información que ya se da de forma visual o narrativa para no redundar con ella en el diálogo («¿Te gusta mi collar?» Suele ser una forma cutre y redundante de decir «¿Te gusta?», señalando el collar… salvo que estemos con un guión de radio, claro), no repetir información, evitar los coloquialismos vacíos, etc. Todo eso es andamiaje que hay que retirar pues «tapa la vista» de lo que realmente queremos mostrar. Y en el arte, todo lo que no suma algo nuevo e interesante, resta.

Y si de verdad me aplicase el cuento habría sacado la «y» que encabeza esta frase y me habría limitado a citar a Truman Capote con aquello de que se escribe con la pluma pero «se reescribe con el hacha».


Un par de ejemplos de cine
En «Los sobornados» de Fritz Lang, que es una obra maestra, se les colaron un par de pequeñas piezas de andamiaje en una secuencia del principio de la película. Una escena entre el protagonista y su mujer. Para contarnos lo bien que se llevan y lo felices que son, los vemos sonrientes todo el rato, cariñosos, comiendo del mismo plato, compartiendo el mismo cigarrillo… y por si todo eso no fuera necesario, ¡lo verbalizan! Sí, se lo dicen el uno al otro, lo bien que se llevan, lo mucho que se quieren y lo felices que son. Evidentemente hay sobran unas cuantas piezas de andamiaje… menos mal que la película enseguida remonta el vuelo hacia alturas inauditas.
En «El delator», dirigida por John Ford a partir de un guión de Dudley Nichols, y protagonizada por un inmenso, en todos los sentidos, Victor MacLaglen, llegamos a una crucial escena en la que Gypo Nolan acaba de delatar a un amigo, un buscado activista del IRA, a cambio de dinero. Espera en el cuartel mientras unos soldados han ido a detener al del IRA. Ese hombre intenta huir, hay disparos y muere. Mientras, la espera es tensa. Suena el teléfono. Lo coge un soldado que, lacónicamente, informa de lo que ha pasado. En el rostro de Gypo se juntan tal cantidad de emociones que sería casi imposible describirlas. El oficial del ejército, con una mirada de desprecio, pone el dinero sobre la mesa y, con un bastón, lo acerca hasta Gypo que, tras dudar un momento, lo coge y sale.

En la escena, tal y como estaba en el guión, había bastante diálogo acerca de lo que acababa de hacer Gypo y sus sentimientos encontrados. Necesitaba desesperadamente ese dinero para irse del país con una mujer de la que está enamorado, pero las cosas se han torcido más de lo que esperaba y ese hombre que ha muerto era un buen amigo… y sabe que en cuanto el IRA lo descubra, irán a por él. Los soldados, pese a lo bien que les ha venido, lo desprecian y le compadecen. Todo eso, más o menos, salía a relucir a través de unos diálogos bastante buenos que Ford eliminó en su totalidad. ¿Por qué? Porque eran andamiaje, tanto para esta secuencia como para las anteriores y las posteriores. El espectador ya sabía todo lo que se decía, lo había visto y sentido, y muchas cosas que se anticipaban iban a ser desarrolladas luego con mucha mayor profundidad. Ford prefirió dejar a la acción sola, sin diálogo, seca, pura, pues el espectador ya conocía todo lo que necesitaba para entender a Gypo y sus terribles sentimientos. El efecto de esa escena, ese tenso silencio, esa cara sin casi expresión alguna, resulta mucho más poderoso que cualquier diálogo.
Ford, en general, era todo un maestro de retirar el andamiaje, habitualmente poco, que pudiesen dejar los excelentes guionistas con los que trabajaba. Sus retoques al guión solían consistir en eliminar: frases, planos, escenas… ir a lo esencial, a la clave.

Se suele decir que en la primera versión es bueno dejar por escrito todo lo que se nos ocurre, todo lo que nos viene a la mente. Habrá ideas malas, que eliminaremos, y, sobre todo, habrá innumerables piezas de andamiaje, algunas pequeñas como una simple preposición, y otras más grandes, frases, párrafos y escenas enteras, que deberán caer bajo esa hacha de la que Capote hablaba.

jueves, 10 de junio de 2010

Bunny Lake, psicopatía y psicosis

A continuación voy a hablar sobre la película de Otto Preminger «Bunny Lake is Missing» y si no la habéis visto y queréis disfrutarla sin saber nada de la trama, dejad de leer y conseguid la película en inglés subtitulada y, bajo ningún concepto, se os ocurra ver como la han titulado en castellano. Los que ya la conozcáis o no os importe que os destripe la trama por completo, podéis continuar.

Dicho de otra manera: ¡¡¡OJO SPOILERS!!!

La película comienza con una mujer, recién llegada a Londres desde Estados Unidos, que va a recoger a su hija, Bunny Lake, a la escuela donde la había dejado esa mañana a primera hora. O eso dice, pues la niña no aparece y nadie parece ni reconocerla a ella ni saber nada de la criatura. La madre se angustia y comienza a buscarla con la ayuda de su hermano, el tío de Bunny Lake, que ya lleva viviendo más tiempo en esa ciudad. Pronto, ante la falta de pruebas o testigos y la actitud de la mujer, nos preguntamos si realmente existe esa niña y le ha pasado algo, o si es sólo un producto de la menta enferma de su supuesta madre.

Finalmente todo se resolverá cuando descubramos que el hermano de la protagonista, el tío de Bunny, ha sido quien ha secuestrado a la niña y ha hecho creer a todo el mundo que nunca llegó a existir, con el objetivo final de matarla y recuperar así el afecto y la atención de su hermana. Entonces nos damos cuenta de que el verdadero loco es él, enamorado de su hermana y celoso de esa niña que iba a apartarla de él.

En el tenso clímax, la madre de Bunny utilizará el amor enfermizo que su hermano siente por ella para manipularlo y conseguir liberar a su hija.

«Bunny Lake is Missing» no fue recibida con grandes críticas y el propio Preminger renegó de ella. De hecho, la historia tiene unas cuantas lagunas narrativas, se juega demasiado con el azar y la lógica de la historia se estira hasta límites exagerados; por no hablar del incoherente comportamiento del personaje del hermano, tema del que hablaré más adelante. Sin embargo, es una película que merece la pena y son muchas más sus virtudes que sus defectos.

Pocas veces se ha usado el cinemascope de una forma tan elegante y concisa, con una puesta en escena a base planos amplios y medios que hacen discurrir a los personajes entre escenarios cada vez más abigarrados y asfixiantes, consiguiendo transmitir de forma muy eficiente la angustia que se va apoderando de la protagonista. Y eso sin abusar del montaje ni de la música, ambos muy sobrios y nada estridentes.
Varios de los lugares donde transcurre la acción, como el tétrico «hospital de muñecas» (que realmente existía en Londres) o el claustrofóbico ático donde se refugia el personaje de Lawrence Olivier, son todo un hallazgo visual y van puntuando el camino de esa madre que busca a su hija, deslizándose desde la realidad más prosaica y cotidiana hacia lugares cada vez más extraños y aterradores. Del sosiego al pavor. De la razón a la locura. Porque ese es el tema principal de la historia: la locura… y casi todo el tiempo se juega a ello con una sutil y brillante ambigüedad, hasta que al final la cosa se desmadra.

El abismo
Durante buena parte de la película nos preguntamos si existe Bunny Lake o es tan sólo un producto de la mente trastornada de su supuesta madre. Preminger no nos da ninguna respuesta previa, pues no nos muestra a la niña, situándonos así en el lugar de un testigo de la conducta de esa mujer que dice buscar a su hija. Podemos creerla o podemos dudar de ella. ¿Es una mujer cuerda, víctima de una conspiración, o una mujer enferma? La película, durante sus dos primeros tercios, juega con astucia y elegancia esa ambigüedad, hasta que al final se resuelve hacia un lado: la niña sí existe y ha sido secuestrada por su tío, el verdadero loco —y un loco muy peligroso— de la historia. De todos modos hemos visto lo cerca que ha estado esa mujer de caer por la abrupta pendiente que nos lleva hacia la locura... y también nos damos cuenta como su hermano, ya hace años, ha caído en esas profundidades de las que ahora emerge para poner en peligro todo el mundo que rodea a Bunny Lake y su madre.

La madre comienza con un comportamiento normal y racional, emocionalmente muy estable. Y, aunque acabaremos descubriendo que no estaba loca, su conducta, impulsada por sus angustiosas circunstancias y por el hecho de que todos comienzan a tratarla como si de verdad estuviese loca, se va haciendo cada vez más nerviosa, irracional, tensa, extrema… de tal manera que se mete en un círculo vicioso, una bola de nieve que la hace parecer una verdadera enferma mental a ojos de todos y, lo que es peor para ella, nos damos cuenta de que, de haber seguido un poco más en esa desesperante situación, la pobre mujer habría acabado deslizándose cuesta abajo por la pendiente que lleva a la verdadera locura; un abismo que se cobija bajo nuestra sombra y está siempre ahí, invisible, hasta que la vida, con sus golpes, lo abre a nuestros pies. Y la película lo retrata de forma brillante.
Y si la madre se salva «in extremis» de ese abismo, el que descubrimos que no se ha salvado y que ha sido tragado hace tiempo, es su hermano. Durante buena parte de la película se ha mostrado como un buen hombre, cariñoso y preocupado por su hermana, que trata de ayudarla en todo… cuando realmente es el criminal en la sombra, el que maneja los hilos para deshacerse de su pequeña sobrina —Bunny Lake— y ser así correspondido en el amor incestuoso que siente por su hermana.

En la película esto provoca una escena final realmente pasada de rosca y que sólo se salva por la habilidad de Preminger para dotar de tensión y equilibrio a ese momento. Hasta ese instante el hermano se había comportado fríamente, manipulando y tergiversándolo todo con gran astucia para engañar a su hermana y a todo el mundo; un hombre inteligente, perverso y con una gran capacidad para fingir y engañar. Y sin ningún escrúpulo a la hora de conseguir sus fines. O sea, la conducta propia de un psicópata. Pero al final, al ser descubierto por su hermana, el velo cae y pierde el control y el contacto con la realidad. De repente se cree que vuelve a tener 10 años y que está jugando con su hermanita en el patio de su casa. Un ser infantil y patético —aunque peligroso—, completamente ido, que ya no es capaz de articular ningún tipo de plan mínimamente astuto o lógico y que se deja manejar hasta límites extremos. El psicópata, de repente, ha desaparecido y ha dejado paso a un psicótico… que jamás, hasta entonces, había estado presente.

Dentro de la película, como espectador, no me importa disfrutar de ello, viendo como los actores y el director sacan adelante una situación tan delirante. Como psicólogo, no puedo evitar sonreírme, pues eso no tiene pies ni cabeza. Y, como guionista, me escama ese uso de la supuesta locura para justificar una incoherencia tan grande dentro de la conducta de un personaje. La locura, como narrador, me parece un tema mucho más profundo y ominoso, y me disgusta ver como aquí, tras un desarrollo tan sumamente brillante, de repente toma la forma de un exagerado «Deux Ex Machina»: el hermano se vuelve mucho más loco para dar una vía de escape a Bunny Lake y su madre.

En la reciente serie de televisión «Harper’s Island» copiaron, precisamente, lo peor de esta película de Preminger: el final… y ahí también tenemos un personaje que, hasta el momento, ha sido un frío y despiadado psicópata pero que, en los minutos finales, se vuelve completamente loco con la única función narrativa de dar una vía de salida a la protagonista y que ésta pueda salvarse. Y seguro que podríamos encontrar muchos más ejemplos en el cine y la televisión de este pobre uso de la locura para generar paupérrimos «Deux Ex Machina»… que, no sé, quizá podrían llamarse «Folie ex Machina».

Psicopatía
Curiosamente, ni en el DSM-IV-TR ni en el ICD-10 (los dos directorios de trastornos mentales y de la conducta en uso) recogen la psicopatía como un categoría y, como mucho, lo englobarían dentro del «trastorno de personalidad antisocial» (TPA), si bien ambos conceptos no deben confundirse. Digamos que todo psicópata manifiesta una personalidad antisocial, pero que no todas las personas con un trastorno de la personalidad antisocial son, ni de lejos, psicópatas. Quizá sea porque consideren que la psicopatía, más que un trastorno del orden mental, sea un trastorno del orden moral…

El TPA suele definirse por un patrón de conducta que suele comenzar a aparecer alrededor de los 15 años y que se caracteriza por el desprecio de los derechos ajenos y de las normas sociales y de convivencia. Suele resultar en personas deshonestas, manipuladoras, egoístas y egocéntricas, impulsivas, irritables, agresivas, muy imprudentes con la seguridad de los demás y carentes de remordimientos por el mal que puedan causar. Un esquema conductual que encaja en el de muchos delincuentes que, ni de lejos, llegan al extremo del psicópata.

Igualmente, hay rasgos del «trastorno de personalidad límite» (TPL) que pueden solaparse con la psicopatía. El TPL se caracteriza por la dificultad para manejar las emociones propias, tolerar la soledad, mantener relaciones estables, confiar en los demás y controlar los impulsos autodestructivos; suelen ser personas inestables, manipuladoras, impulsivas, agresivas, con una constante sensación de vacío y que incluso pueden llegar a desarrollar ideas paranoides. Sin embargo, de aquí a la conducta propia de un psicópata, aún media un buen trecho.

Tampoco nos olvidemos que los manuales de diagnóstico tienen un valor estadístico y de comunicación entre profesionales. Intentan categorizar el complejo e inabarcable universo de las conductas humanas en una serie de categorías para, así, poder estudiarlas, hablar de ellas e intentar prevenir su aparición y curso, aparte de generar técnicas para manejarlas y, de ser posible, superarlas si son dañinas o molestas para el que las padece y los que le rodean. Esas categorías se van modificando para adaptarse a una realidad siempre cambiante y a la visión, confiemos que cada vez más sabia, que los profesionales tienen sobre ella. Los límites son, a veces, difusos y complejos, y por eso no ha de tomarse a la ligera el decir que alguien tiene un TLP o un TPA, o que es un psicópata.

El psicópata, aunque comparte muchas de las características del TLP y del TPA, posee además una frialdad extraordinaria, una completa falta de empatía y compasión, y una total ausencia de vínculos afectivos reales. Los demás son meros instrumentos para ellos y, aunque pueda relacionarse e incluso depender de otras personas, no las apreciará ni sentirá una necesidad emocional de estar con ellas; las utilizará y desechará como si fuesen un objeto cualquiera que acaban de encontrarse. Todo lo que le rodea se percibe como ajeno e insignificante; destruirlo no tiene, pues, ninguna importancia… más allá del placer o beneficio que pueda proporcionar. Esta frialdad lleva a que el psicópata, en muchos casos, tenga un mayor nivel de integración social y una conducta aparentemente más normal que la persona que sólo manifiesta un TPA o TPL. También es posible que el psicópata comience a manifestar esa tendencia a edades más tempranas, con un frío sadismo hacia animales, otros niños e incluso adultos.

El matar, el crimen, es una desgraciada y casi inevitable consecuencia de esa frialdad y esa completa falta de empatía y remordimientos. No es que el psicópata sienta la necesidad impulsiva de matar por matar (a veces, sí, pero muchas menos de lo que nos hacen creer las películas y series; por ello, «Dexter» no es un psicópata al uso, no tanto por su «código» como por esa supuesta necesidad de matar por matar), si no que no le importa hacerlo, para él no tiene más importancia que darle al interruptor de la luz si necesita que la habitación se ilumine. Si quiere algo, aunque sea insignificante, y para ello ha de matar, matará… y normalmente lo hará con astucia, pues sus facultades intelectuales no suelen estar mermadas y sabe que ser cogido no le beneficiará en absoluto.

Sobre el origen de esta aterradora conducta psicopática hay numerosas teorías que suelen coincidir en que la interacción de elementos biológicos (genéticos o lesiones/afecciones cerebrales) y ambientales (infancias traumáticas, abusos, entorno violento…).
Se suelen categorizar a los asesinos en serie psicópatas en función del motivo de sus crímenes:

- Por puro hedonismo (sea por placer y sexo, emociones fuertes o control), donde encajaría muy bien Ted Bundy, que violaba y asesinaba a sus víctimas.

- Por cumplir una misión, como la del famoso Unabomber, con cuyos crímenes intentaba limpiar la sociedad.

- Por obtener un beneficio, como Belle Gunnes, que durante años vivió de las herencias y pertenencias de sus maridos, novios y amantes asesinados (aparte de sacar de en medio, también, a sus varios hijos).

- Impulsados por creencias dementes, como la barcelonesa Enriqueta Martí, que mataba niños y comía su carne para lograr la eterna juventud.

Evidentemente, estas categorías no son cerradas, y un mismo asesino psicópata podría caer en varias de ellas… o en todas, como el terrible H.H.Holmes, que durante la exposición universal de Chicago, a fines del XIX, impulsado por una peculiar misión (misión) inspirada por Satanás (creencia demente), robó (beneficio), violó , torturó (hedonismo) y mató a numerosas mujeres en una particular consulta-hostal que había instalado en esa exposición.

Psicosis
En la antigua psiquiatría se diferenciaba entre las enfermedades mentales en las que el paciente era consciente de ellas —las neurosis— y en las que perdía por completo el contacto con la realidad y no se percibía a sí mismo como enfermo o trastornado: las psicosis.

Aunque la psiquiatría y la psicología han evolucionado mucho —el concepto de neurosis ha quedado un tanto obsoleto— la visión que se tiene de las psicosis sigue estando más o menos cerca de ese viejo concepto, si bien ahora se reconoce que muchas personas aquejadas de ellas, pese a su gran distanciamiento emocional e intelectual de la realidad, son conscientes de que algo malo y grave les pasa.

Sin entrar en mucho detalle o profundidad en el tema, pues llevaría demasiado espacio para una entrada de este tipo, se puede decir que las psicosis tienen dos grandes grupos de síntomas: los positivos y los negativos.

Los positivos son los que más fácilmente asociamos con este tipo de trastornos: alucinaciones, delirios, ideaciones paranoicas, catatonia… Tengamos en cuenta que la sola presencia de alguno de estos síntomas no es suficiente para considerar que existe una psicosis, pues puede ser debido a otras causas psicológicas o neurológicas.

Los síntomas negativos tienen que ver con el pensamiento y la capacidad para manejarse intelectualmente. El pensamiento fluye de forma dispersa y desorganizada, a veces muy lento y a veces demasiado deprisa, sin ser capaces de organizarse en una secuencia lógica y coherente. Y esto, como es lógico, se refleja en la conducta y las relaciones con los demás.

Por cierto, no nos olvidemos de lo ya explicado antes sobre este tipo de categorías diagnósticas. Hay que tratarlas con mucho cuidado, pues son etiquetas que, una vez colocadas en los demás, pesan sobre ellos como una losa. Y hay tratamientos que atenúan mucho los síntomas y problemas de las psicosis, haciendo que muchas de esas personas puedan llevar una vida digna e integrada.

El cine y la televisión, a veces, cuando se acerca a este tipo de pacientes suele centrarse en los vistosos y espectaculares síntomas positivos, y descuidar los negativos, que también suelen estar presentes.

Un caso muy reciente es la extraordinariamente bien rodada y muy entretenida «Shutter Island», donde el protagonista tiene toda una serie de complejísimos delirios y alucinaciones que en absoluto se ven acompañados por la sintomatología negativa (pensamiento disperso, incoherente, dificultad para expresar ideas complejas…) que debería haber estado presente en alguien que hubiese desarrollado una psicosis tan elaborada como esa. Conste que esto no ha de ser una crítica a la película en sí, pues es eso, una película y no un documental sobre la esquizofrenia; en el cine soy partidario del «se non è vero è ben trovato».

Psicosis y Psicopatía
Existen algunos casos en que en el psicópata también aparecen rasgos de psicosis, o que la psicosis ha acabado por convertirse en una conducta criminal. Un ejemplo terrible es el de Ed Gein. Su pensamiento estaba realmente perturbado y la gente lo tenía por un pobre retrasado que malvivía en la granja de su difunta madre. Allí, el hombre, mató a varias mujeres para arrancarles la piel y comer su carne, intentando recuperar así el alma de su madre. Espeluznante caso que inspiró tanto al Norman Bates de «Psicosis» como al Buffalo Bill de «El Silencio de los Corderos».
Otros psicópatas también oían voces o tenían ideas delirantes. Esto podía deberse a algún tipo de problema psicológico o neurológico que nada tenía que ver con la psicosis y sus síntomas negativos, con lo que pudieron seguir viviendo con relativa normalidad… siempre callando ante los demás la presencia de esas voces e ideas (o sólo difundiéndolas cuando sabían que podrían ser, más o menos, entendidos). En algunos otros casos sí podría sospecharse de la presencia de una verdadera psicosis, pues toda la conducta de esas personas era muy errática, pero, igual que Ed Gein, vivían en solitario y en relativo aislamiento, con lo que tardaron bastante tiempo en llamar la atención de los demás.

Pero el caso es que en todos ellos advertimos una cosa: coherencia en la conducta a través del tiempo. Un frío psicópata siempre se comportará con frialdad y sin dejarse llevar por las emociones, como el ficticio Hannibal Lecter o el real Ted Bundy. Un psicópata o criminal con rasgos de psicosis estará poseído por esos problemas emocionales y siempre aparecerá como alguien trastornado y extraño, como el caso del verdadero Ed Gein o del ficticio Norman Bates.

Pero un frío psicópata que durante toda la película ha manipulado, actuado, mentido y engañado, no debería comenzar a comportarse de repente como un chiflado, y mucho menos uno que puede ser manipulado a través de unas emociones de las que, en principio, carece. Y eso es lo que ocurre en el caso de Bunny Lake o de Harper’s Island. El psicópata se psicotiza para facilitar que el héroe pueda sobrevivir a la aventura.

De todos modos, el cine nos ha dado a grandes psicópatas, personajes aterradores que nos dejan entrever las profundidades de los abismos del mal y de la locura. De entre todos ellos mi favorito quizá sea Harry Powell, el de «La Noche del Cazador», inspirado en el caso real de Harry Powers, un hombre casado —su mujer no sabía nada de lo que había hecho— que asesinó a dos viudas, y sus tres hijos, a las que conoció por carta a través de un servicio postal de contactos. Un demonio elevado a la categoría de mito a través de la piel de Robert Michum. «HATE-LOVE». Escalofriante.

martes, 8 de junio de 2010

Purificación

Cuando acabe de escribir estas líneas saldré a la calle y me dirigiré a alguna librería a comprar la última novela de Thomas Pynchon publicada en nuestro idioma, «Contraluz». Un tochazo de casi 1.400 páginas de prosa endemoniadamente compleja, con decenas y decenas de personajes y tramas, a cada cual más extravagante, que se cruzan y enredan hasta el infinito. Como suele ser habitual en este autor la crítica se ha dividido. Para algunos es la primera gran obra maestra del siglo XXI (igual que consideraron «Mason & Dixon» como la última gran obra maestra del siglo XX), y para otros es un infame galimatías sin sentido. Suele pasar con Pynchon.

Los admiradores de Pynchon somos como la masonería, pero sin necesidad de disfraces ridículos ni de pasar por rituales y celebraciones horteras. Cada uno puede tener sus propias ideas y gustos, a veces radicalmente diferentes a los de los demás, y lo lleva más o menos en secreto. No luces pins, ni llevas camisetas ni signos que te identifiquen como tal, pero cuando, por una detalle en la conversación, un comentario o el lomo de un libro que asoma bajo el brazo o en la estantería, te das cuenta de que te has encontrado con otro «pynchoniano», de repente, surge una inevitable corriente de simpatía. Te sientes un poco más en casa.

Pynchon no es un escritor fácil. Es un cabrón enrevesado y duro de roer. Y un genio. Un puto genio. Uno de los mejores prosistas de la lengua inglesa. Un autor con una imaginación y una inventiva asombrosas. Un verdadero superdotado que con 23 años ya había escrito «V», una novela que a otros les llevaría una vida entera comenzar a imaginar. Sus novelas son como una montaña enorme y llena de precipicios y riscos de imposible acceso; escalarlas cuesta, y cuesta mucho. Pero la subida, la aventura, es única. Cada frase, cada párrafo, es un prodigio. Y, el conjunto, la vista desde esa cima que nos ha costado tanto alcanzar, es sobrecogedora. Y sabes que no habrá muchos que, como tú, hayan llegado hasta allí. Por eso, cuando te cruzas con otro, sientes eso, esa conexión «pynchoniana». Por eso ahora veo con otros ojos a Keanu Reeves, a Mark Knopfler, a Arturo Pérez Reverte, a los guionistas de Star Trek, a Liza Simpson…

Pues bien, pronto comenzaré esa nueva escalada, que pinta que va a ser la más dura y formidable de todas. Sé que la novela me absorberá, pues cuando lees a Pynchon algo cambia en tu cerebro y, al levantar la vista de la página, te da la impresión de que todo a tu alrededor, el mundo entero, se ha movido unos pocos centímetros hacia un lado.

Así que, antes de zambullirme en esa inmensidad, como rito de purificación me leo un relato que es todo lo contrario a la abrumadora voluptuosidad de Pynchon. Un cuento corto, cortísimo, casi un poema de 60 palabras precisas, matemáticas, exactas, estremecedoras. «La mano», de Leonard Michaels.

La Mano

«Abofeteé a mi hijo pequeño. Mi cólera era terrible. Como la justicia. Entonces advertí que no sentía la mano. Le dije: “Mira, quiero explicarte las complejidades”. Le hablé con seriedad y cuidado, sobre todo lo de los padres. Cuando terminé me preguntó si quería que me perdonase. Le dije que sí. Me dijo que no. Como triunfos de la baraja.»


Buff... qué escalofríos cada vez que vuelvo a leerlo. Y, ahora, a por Pynchon. Ya os contaré si sobrevivo…

Pianistas de burdeles

Ayer por la tarde me llevé la grata sorpresa de ver que este blog se citaba en otro al que sigo desde hace tiempo, «bloguionistas», un rinconcito de internet que reúne las colaboraciones de un generoso grupo de guionistas que no tienen problema en compartir con todos nosotros su talento, su experiencia y su tiempo. Y lo hacía uno de sus más venerables colaboradores (todos lo son), «pianista en un burdel», un verdadero pionero en esto de los blogs de guionistas. Todo un detalle que me llenó de alegría y agradecimiento. Me sentí como si Mamet hubiese dicho en público, «coño, este blog no está mal…».

Por eso, no se me ha ocurrido otra forma de mostrar ese agradecimiento, que dedicarle un pequeña entrada. Como a él no tengo el placer de conocerle personalmente, ni sé su verdadera identidad, hablaré de su «nick», pues «pianista en un burdel», por las razones que os contaré a continuación, me parece uno de los mejores pseudónimos de guionista que conozco.

Conocí su blog personal hace años, y ya me pareció simpático el «nick» por lo que allí se indicaba: «No le digáis a mi madre que soy guionista, ella cree que soy pianista en un burdel». Irónico y simpático. Sin embargo no fue hasta hace un año, más o menos, cuando leí «Warlock», de Oakley Hall, que me di cuenta de lo adecuado y agudo que resultaba.

Llegue a este libro por una chorrada tan grande como el leer, en el prólogo de “Hundido hasta el cielo”, éste de Richard Fariña, que había sido el libro favorito de Thomas Pynchon durante su juventud universitaria… y como este señor es uno de mis escritores favoritos, pues me fui corriendo a la librería en busca de la novela de Oakley Hall. Aunque ni Richard Fariña ni Oakley Hall habían sido publicados en nuestro idioma durante muchísimos años, en un astuto alarde editorial, por si a otros tipejos les pasaba lo mismo que a mí con ese prólogo, ambos libros se editaron en castellano con un margen de tiempo muy estrecho y, así, enseguida pude disfrutar con la lectura de «Warlock», experiencia que recomiendo a cualquiera.

Éste es una de los pocos grandes «western» que nos ha legado la literatura americana; de hecho, muchos críticos la consideran la «Ilíada» del «western», el gran canto épico de este género. Al poco de su publicación fue adaptada a una genial película del mismo título, que aquí se llamó «El hombre de las pistolas de oro». Curiosamente, aunque es algo que apenas está presente en la novela, el guionista Robert Alan Arthur introdujo el tema de la homosexualidad (él, de hecho, era homosexual), convirtiendo esta película de 1959 en el primer western que nos cuenta una imposible historia de amor homosexual… por mucho que «Brokeback Mountain» pretendiera serlo. Además, estos «vaqueros» no pierden el tiempo paseando ovejitas, son pistoleros, de los que desenfundan rápido y matan a sus enemigos sin pestañear, aunque luego vistan de terciopelo, se miren con deseo y se pirren por las cortinas de encaje.

Volviendo al tema, en esa extensa novela, entre muchas otras cosas, se nos cuenta el enfrentamiento entre dos propietarios de «saloons», esa particular fusión de taberna, prostíbulo, casino y teatrillo musical que había en el oeste americano (no me extraña que los yanquis también inventasen los centros comerciales, fusión, precisamente, de todo los locales comerciales que no había en un «saloon»; uno es el conjunto complementario del otro y viceversa…). El motivo de ese enfrentamiento, de un odio brutal que nunca conocerá la reconciliación y que acabará trayendo la ruina a todos, es bien sencillo y uno de ellos nos lo explica en una sola frase de cuatro palabras: «intentó robarme al pianista».

Efectivamente, el pianista de los burdeles del oeste podría parecer un ser insignificante en medio de todos esos pistoleros y prostitutas… pero era la pieza clave, y la más escasa y difícil de conseguir. Podías tener el mejor whisky, las putas más guapas (y guarras), el local más grande, que como no tuvieses un buen pianista el local se vaciaría. Le gente necesitaba de esa constante musiquilla de fondo para estar a gusto, para sentirse en un lugar diferente. Y, como comprenderéis, en el oeste no había muchos pianistas. ¿Quién, en medio de un ambiente tan hostil, querría ser pianista? Lo que parece mandatorio es aprender a disparar, a montar a caballo, a ser un tipo duro… y no ese delicado ser amante de la música que es el pianista. ¿Y dónde van a aprender a tocar en ese mundo fronterizo y peligroso? Los pianistas, en el oeste, eran bichos raros, muy pocos… y esa escasez los hacía más valiosos que el oro. De hecho, el cartel de «no disparen al pianista» no era ninguna ironía ni ninguna broma, estaba ahí porque el pianista era la posesión más valiosa y difícil de sustituir del «saloon». Si alguien lo mataba o lo hería, mataba al local… y ese imbécil temerario que había osado agredir al pianista, aunque fuese sin querer, sería inmediatamente linchado.

Es tentador, como guionista, identificarse con ese pianista de los burdeles del oeste. Parecemos la última mona, ahí pegados a nuestro ordenador, tecleando, timidotes y sin relacionarnos con casi nadie en los rodajes. Molan mucho más los actores, el director, los cámaras… pero, qué cojones, están bailando nuestra música. Aunque al final ni la noten, aunque se olviden de que está ahí y sólo vean sus personajes y sus planos… nosotros somos los que dimos a las teclas y, si no hubiésemos estado, mala cosa. El gran guionista gallego de televisión, cine y comics, Carlos Portela, dijo una vez que el guión era como el papel higiénico: todos se lo pasan por el culo, pero cuidadito con que falte.

Y así son los pianistas de los burdeles, quizá no son los que más molan, ni llevan pistola ni son famosos, y hasta se burlan de ellos a veces… pero sin su presencia el «saloon» no existiría.

Muchas gracias, pianista.

viernes, 4 de junio de 2010

Música de cine – John Corigliano

La anterior iba a ser la última de esta pequeña serie de entradas sobre músicos de cine, pero acabo de enterarme de algo —con bastante retraso— que me ha impulsado a escribir unas líneas sobre este músico neoyorkino de ascendencia italiana: este año, por fin, se ha editado la banda sonora de la película «Revolución» (Hugh Hudson, 1985), con 25 años de retraso. Una pieza que los amantes de la música de cine venían demandando hace mucho tiempo, tanto por su calidad como porque es una de las tres únicas colaboraciones de este gran compositor con la industria cinematográfica.
John Corigliano ha consagrado su carrera a la composición de música orquestal y de óperas, que le han valido un inmenso prestigio y reconocimiento. Además, se ha dedicado a la docencia, labor que, indirectamente, acabó por legarnos uno de sus mejores trabajos para el cine y una de las bandas sonoras más bellas de los últimos años.

A finales de los años 70 el director Ken Russell acudió a un concierto donde se interpretaban piezas de Corigliano, un autor que ya tenía un gran prestigio en el mundo de la música, pero que nunca había mostrado interés por el cine. Lo que escuchó allí le pareció que encajaría perfectamente en su siguiente proyecto, la película «Altered States». Consiguió ponerse en contacto con él y le conveníó para que crease la partitura para la película, que acabó estrenándose en 1980.
Esta primera banda sonora de Corigliano sorprendió a todo el mundo en Hollywood. Lo típico en aquella época (y aún hoy) para reflejar los estados alucinógenos y los delirios, era utilizar música electrónica y elementos tomados de la psicodelia, sin embargo Corigliano renuncia a ello y trabaja exclusivamente con la orquesta y sus recursos. Crea dos tipos de piezas. Unas de suave corte romántico, son melodías sutiles y muy atmosféricas, para los momentos en que conocemos a los personajes y las relaciones sentimentales entre ellos. Las otras, para las numerosas escenas con alucinaciones, son composiciones de vanguardia, atonales y oscuras, disonantes e incómodas de escuchar, que producen un poderoso impacto emocional en el espectador.

Aunque en el extranjero autores como Takemitsu o Fusco ya habían incorporado esos elementos de la música contemporánea al cine, y en Hollywood se habían usado algunas piezas muy abstractas de Ligeti (en «2001» y «El Resplandor») o de Penderecki (en «El exorcista»), ésta fue una de las primeras bandas sonoras americanas en usar de forma tan radical el estilo y las técnicas de la música orquestal de vanguardia. La Academia valoró ese esfuerzo y la nominó, si bien resultó demasiado moderna para sus miembros, que prefirieron los alardes pop del musical «Fama».
Cinco años después, otro cineasta, Hugh Hudson, arrastró a Corigliano a una nueva aventura cinematográfica: «Revolución». Por las prisas de llegar a las fechas previstas, la película se estrenó de forma precipitada, con un montaje que no convencía ni al propio director y una campaña publicitaria que la vendía como una historia de aventuras cuando tenía mucho más de drama intimista contra el telón de fondo de la guerra. Fue un fracaso tanto de público como de crítica, y lo único que se salvó un poco de la quema fue la banda sonora de Corigliano, que jugaba con elementos de la música clásica de la época en que transcurría la película y otros más modernos. Sin embargo, y como todo el negocio había sido un fiasco, la banda sonora no se editó. Eso, unido a todos los problemas que había tenido durante la producción, enojó a Corigliano, que decidió apartarse del cine para siempre y dedicarse a sus otras composiciones y su labor docente.

Uno de sus alumnos, Elliot Goldenthal, sí se dejó hechizar por el cine y se convirtió en compositor de bandas sonoras, incorporando en ellas muchas de las técnicas y recursos estilísticos que había aprendido con Corigliano. La creciente popularidad y prestigio de Goldenthal fueron reconciliando, poco a poco, a Corigliano con el cine.

Por eso, cuando el canadiense François Girard le invitó a componer la banda sonora de su proyecto «El Violín Rojo», aceptó regresar. En la película seguimos la historia de un violín —ficticio, aunque inspirado en el «Mendelssohn Rojo»— según va cambiando de manos a través de tres siglos y cinco países. Son cinco historias, cada una con su propio espacio, época e idioma, unidas por un pedazo de madera y un único lenguaje que se mantiene constante a lo largo del tiempo: la música del violín rojo.
Corigliano basa su composición en una bellísima melodía, el tema de Anna, la esposa fallecida del constructor del violín. Es la primera música que se desliza fuera de las cuerdas del violín, un recuerdo por los que se han ido (y los que se irán), por lo que no ha sido ni será… un triste lamento que comienza con una etérea voz de la que parece ir naciendo, poco a poco, el sonido del violín, y que acaba por arrastrar en un dramático crescendo a toda la sección de cuerdas de la orquesta. Este tema se irá repitiendo a lo largo de las cinco historias. Con él da la impresión de que Corigliano hace lo mismo que hizo Elgar con sus variaciones Enigma, si bien de una forma menos críptica y, creo, más bella. Existe un tema central de siete acordes que podemos intuir y hasta podemos tararear, pero ese tema jamás suena completo o entero en la película… siempre falta una nota, un arpegio, o la música se desvía y emprende una sutil variación; da la impresión de que, perpetuamente, está a punto de cerrarse y sonar completo, pero nunca lo hace. Aún así, a través de las sombras que proyecta, podemos verlo. Quizá por ello, ese tema ya de por sí tan triste, acaba teniendo mucha mayor profundidad, resultando desgarrador por momentos.

Corigliano evita el tópico de usar la música propia de esas épocas, y centra toda la partitura en variaciones a partir de ese intemporal tema, incorporándoles, eso sí, pequeños elementos propios de las culturas y tiempos que retrata. También crea otras melodías y piezas, más modernas y con elementos de vanguardia, para otros momentos de la película. Eso sí, en todos ellas lo que sí resulta omnipresente es la presencia del violín como instrumento solista.

La banda sonora se centra en las cuerdas y el violín (magistralmente interpretado por Joshua Bell), es suave y sutil, sin usar ni abusar de la orquesta al completo, sin tocar apenas la percusión y los metales de viento. Es una composición compleja y exigente, misteriosa, distante de los alardes y rimbombancias musicales tan propias de la música de cine de hoy en día. Sin embargo, esta vez sí existe un tema principal, y de gran belleza, con lo que le resultó más asequible conquistar los corazones de los miembros de la Academia y obtener su primer Oscar.

Desde entonces Corigliano ha vuelto a apartarse del cine y no ha vuelto a componer nada para la pantalla. Sólo esas tres bandas sonoras, distintas, personales, extrañas, misteriosas, entre las que brilla esta extraordinaria pieza para violín, voz y orquesta:

jueves, 3 de junio de 2010

Música de cine – Carl Stalling y Raymond Scott

Si es cierto eso que decía Rilke de que la infancia es la verdadera patria de un hombre, Carl Stallind y Raymond Scott podrían ser acreditados como los compositores de buena parte del himno nacional de mi generación. Los que tengan una edad más o menos semejante a la mía, recordarán su niñez como un tiempo en el que sólo había dos canales de televisión y muchos aparatos aún eran en blanco y negro. En ellos, «a la hora de los niños», entre otras cosas, sonaban las melodías que acompañaban las frenéticas aventuras del pato Lucas, de Bugs Bunny, Silvestre, Piolín, Porky, el Correcaminos, el Coyote y tantos otros personajes de los cortos de animación de la Warner.

Carl Stalling comenzó su andadura musical con Walt Disney, o también podríamos decir que Walt Disney comenzó su andadura como animador con Carl Stalling, pues ambos se reunían para crear las historias y la música que las acompañaría como si fuesen una sola cosa. Se dieron cuenta de que la animación les daba una oportunidad única para unir música e imagen con una precisión jamás vista. Un movimiento, una caída, un ruido, un salto…. podría ocurrir no ya en el segundo que deseasen de la melodía, sino en la décima de segundo precisa, en el fotograma exacto.

Debatían sobre si primero debían componer la partitura y ajustar a ella las imágenes o, al contrario, elaborar una composición para una historia ya creada. A veces lo hacían de una forma y a veces de la otra, pero en muchas ocasiones, guión, animación y música iban surgiendo de la mano, al unísono. No en vano, a esas piezas las acabaron llamando «Silly Symphonies». No hacían música, no hacían animación… hacían un producto artístico nuevo en el que ambas cosas se integraban de tal manera que se hacían una. No tiene sentido oír esa música sin ver los dibujos e, igualmente, la animación, sin ella, parece muerta.

Disney, así, fue pionero en el uso de unos «storyboards» tremendamente detallados, en los que cada viñeta tenía una duración exacta (un segundo, dos) para que el músico conociese el tiempo preciso de cada acción. Y Stalling fue pionero en el uso del metrónomo para componer, para que así la posterior ejecución de sus partituras —siguiendo el ritmo exacto del metrónomo— se ajustase al fotograma con los dibujos.

Otro ingenio que creó Stalling fue el «click track» (Max Steiner y Scott Bradley —éste, también compositor de animación— también participaron en el desarrollo de esa tecnología), un sistema para sincronizar la grabación de las melodías y los efectos sonoros con la imagen. Básicamente consiste en grabar una pista sólo con pequeños «clicks» que se repiten de forma periódica, una especie de traslación del metrónomo a esa pista de la banda sonora. Luego, en los fotogramas de la película, sobre la imagen, también se hacen unas pequeñas marcas que se habrán de corresponder con el lugar donde van esos clicks… y, así, imagen y sonido podrán sincronizarse al fotograma. Hasta la llegada de los procedimientos informáticos (que no hacen otra cosa que «traducir» esto a la tecnología digital) éste fue el principal método para sincronizar la música y el sonido de las películas.

De esta etapa de colaboración con Disney, una de las piezas más conocidas es esta danza de los esqueletos:



Podemos ver como este nuevo estilo de animación que creo Disney va completamente de la mano de la música: ritmos rápidos y cambiantes, velocidad y precisión en los movimientos, estilización de las formas, integración de los efectos sonoros en la música…

Disney y Stalling eran dos carácteres muy fuertes, con lo que las discusiones acabaron por distanciarles. Stalling continuó por libre y, tras una temporada como compositor independiente, la Warner lo fichó para dirigir el departamento musical de todas sus producciones animadas. Ahí pasó el resto de su vida creativa.

El mismo estilo que ya había comenzado a perfilar con Disney lo desarrolló hasta el límite en la Warner. Su música se hizo aún más rápida, frenética, llena de cambios en el ritmo y sin parar de incorporar nuevas melodías dentro de una misma pieza, a veces de estilos completamente diferentes (jazz, clásica, folklore, eletrónica...). También fue muy creativo a la hora de usar instrumentos nada convencionales, como ukeleles, maracas, o primitivos ingenios de música electrónica, y, cómo no, los ruidos provocados por los personajes. La relación entre la imagen y los movimientos se hizo aún más íntima, hasta el punto de que es difícil decir que si la música acompaña a los dibujos, o estos se esfuerzan en seguir el ritmo que les impone la melodía… Imposible pensar en todos esos personajes de la Warner sin la música de Carl Stalling sonando de fondo. Por ello, todas esas piezas se acabaron agrupando en un par de series llamadas «Looney Tunes» y «Merrie Melodies».



La producción de Carl Stalling es inmensa y se acerca al millar de piezas de animación compuestas y arregladas. Para mantener el ritmo y el nivel recurrió a un truco que ha dividido a la crítica al hablar de su talento: la broma musical. En sus composiciones incluyó numerosas citas musicales de temas clásicos, del folklore y de la música popular de su tiempo, que parodiaba o encajaba acompañando las acciones de sus personajes. Solían hacer referencia al tono (parodiando, por ejemplo, la gravedad de Wagner y de otros autores épicos) o algún elemento de la historia, ilustrándolo. Por ejemplo, si aparecía una mujer elegantemente vestida (o un personaje masculino con ropas femeninas) podía hacer sonar la popular tonada de «The Lady in Red» de Allie Wrubel; si llovía era muy posible que apareciese el «Preludio de las gotas de lluvia» de Chopin; o cuando aparecían personajes afroamericanos, de fondo, es escucharía alguna breve lectura del popular «Blues in the Night» de Harold Arlen. Esto no sólo le llevó a crear su personal estilo de citas musicales, sino que acercó muchas piezas clásicas y del jazz al conocimiento del gran público.

Aquí vemos como hace una enloquecida versión de las «Danzas Húngaras» de Brahms, para acompañar una versión aún más enloquecida del cuento del lobo y los cerditos.



Otra cosa que se vio forzado a hacer, ante la gran cantidad de piezas musicales que necesitaba incorporar a las imágenes, fue al de comprar catálogos musicales para utilizar a su manera. Y uno de ellos, el que usó de forma más extensa y enriquecedora, fue el de Raymond Scott.
De hecho, a Raymond Scott no le gustaban los dibujos animados y él no llegó a escribir ni una sola nota para ellos. Pero, al vender su catálogo musical a la Warner, su música acabó haciéndose inmensamente popular gracias a los personajes de los «Looney Tunes» y las «Merrie Melodies», hasta el punto de que hoy muchos le recuerdan como el hombre que llevó el «swing» a los dibujos animados. Y, bueno, él si creó esas piezas musicales, si bien el que las incorporó a la animación fue Carl Stalling.

Scott no sólo fue un gran intérprete y compositor, también fue un brillante ingeniero de sonido e inventor de instrumentos musicales electrónicos. Para él la composición no tenía nada que ver con el clásico músico, sentado junto a su piano escribiendo partituras. Le gustaba rodearse de los aparatos de grabación más modernos y crear nuevos sistemas para modificar el sonido y para crear otros nuevos. La música del siglo XX, en su opinión, no nacía en la partitura, sino en el momento de ser ejecutada y, sobretodo, grabada. Alguno de sus discos, de los años 50 y 60, son tan modernos que bien podrían pasar por algunas de las creaciones experimentales de la música electrónica de los 70. Todo un pionero.

Su formación y su estilo eran el jazz, ritmos vivos y juguetones, que se veían reinventados con la incorporación de sus nuevos instrumentos electrónicos y todo tipo de efectos sonoros incorporados durante la grabación. Un nuevo y sorprendente estilo de música que encajó a la perfección con los dibujos animados de la Warner.

Aquí podemos ver la primera aparición de sus temas en este corto de 1949, protagonizado por un simpático gusano doblado por el popular cantante y actor de la época, Jerry Colonna. Varios de los recursos musicales que podemos oír en esta pieza son hoy tremendamente populares y empleados con mucha frecuencia en los cortos de animación, pero pensemos que en aquel momento eran toda una innovación.