viernes, 28 de mayo de 2010

Música de cine – Marvin Hamlisch

Que él éxito y la popularidad son algo azaroso, volátil e injusto es un hecho que pocos se atreverían a discutir. Y ya en casos como el de Marvin Hamlisch, uno se pregunta qué debe hacer alguien para ser recordado. Hace poco, hablando con un amigo que sabe mucho (de hecho, muchísimo más que yo) de música y de cine, le cité a Marvin Hamlisch, y no le sonaba ese nombre, si bien enseguida reconoció varias de sus melodías.
Y es que el hombre, hoy, y más en este país, no es demasiado conocido. Y eso que ha compuesto canciones inolvidables, exitos de Broadway, orquestaciones para celebres shows de Las Vegas, y las bandas sonoras de películas tan recordadas como «Tal como éramos», «Gente corriente», «Chorus Line», «El golpe», «La decisión de Sofía», «La espía que me amó», «Toma el dinero y corre», «Bananas»… o mi favorita de entre todas ellas —y su debut en el cine—, la impresionante «El nadador». Y, por todo ello, ha ganado tres Oscars, cuatro Grammys, cuatro Emmys, tres Globos de Oro, un Tony y un premio Pulitzer… siendo él único músico de la historia que ha obtenido toda esa colección de diferentes galardones.

Y, aún así, no son demasiados los que se acuerdan de él. ¿Qué más podía hacer el hombre?

Sus padres descubrieron su talento musical cuando, con cinco años, y en un sencillo piano que parecía de juguete, era capaz de reproducir sin esfuerzo las melodías que oía por la radio. Tras una rápida formación musical, en la que destacó sin problema (fue el alumno más joven de la historia en la famosa academia musical «Juilliard School»), comenzó a trabajar de pianista y arreglista para gente como Barbra Streisand y el productor San Spiegel, quien le encargó la que sería su primera película. Esa, tampoco demasiado conocida, obra maestra que es «El nadador» de Frank Perry (aunque fue Sydney Pollack quien tuvo que acabar la película).

Hamlisch acertó plenamente al crear una partitura para una orquesta muy pequeña, subrayando el intimismo de la historia, y llena de ritmos pop que alternaban los pasajes más líricos y bellos con otros más dramáticos y angustiosos. La música viste perfectamente las imágenes de Frank Perry, acercándola aún más al espíritu del magistral relato de John Cheever en el que se inspira. Aquí podemos ver el tráiler, en el que, de fondo, suena en algún momento la música de Hamlisch. Merece la pena escucharla entera… no digamos ya ver la película, si no la conocéis.



A partir de ahí los éxitos y los premios de sucedieron tanto en Hollywood como en Broadway y Las Vegas, y durante una época de su vida fue extraordinariamente popular, para después ir cayendo, poco a poco, en cierto olvido. Y eso que sigue vivo y, aún el año pasado, tras casi una década de silencio, compuso la banda sonora de la película de Soderbergh «The Informant!». Todo un evento que fue bastante ignorado por la mayoría de las revistas y blogs de cine (leyéndolos, a veces, da la impresión de que el cine fue inventado hace 30 años).

Pero bueno, consolémonos pensado que cada vez que se oigan sus melodías, quizá no el nombre, pero sí la voz de Marvin Hamlisch seguirá sonando entre nosotros.

Esta es su versión de un tema de piano de Scott Joplin, «The Entertainer», para «El golpe» (música que Hamlisch rescató para la película, dándole una popularidad que nos ha llegado hasta hoy).



A continuación tenemos el tema principal de la película «Tal como éramos», cantado por su amiga —y protagonista de la película— Barbra Streisand, una canción que ha conocido decenas de versiones desde entonces.





Y para acabar el famosísimo tema «One», de «Chorus Line».

jueves, 27 de mayo de 2010

Música de cine - Giovanni Fusco

«La música es la luz, el alma, de la película; es la voz del misterio que se esconde en el fondo de las imágenes»

Las anteriores palabras corresponden a Giovanni Fusco quien, al contrario que Korngold, consideraba que la música de cine era una forma de composición musical tan importante y digna como un concierto o una pieza de cámara; de hecho, la forma de composición más representativa de la música orquestal del siglo XX.
Quizá esa diferencia de opiniones se deba, en parte, a la dispareja formación de ambos músicos. Ambos eran verdaderos genios de la música, niños prodigio, que podían tocar una partitura de buenas a primeras mientras la leían. Los dos tenían una sólida formación académica y teórica, en la que destacaron sobre el resto de sus compañeros, y desde muy jóvenes crearon piezas de cámara y conciertos. Pero Korngold venía de una tradición centroeuropea neo-romántica, mientras que Fusco se educó con Alfredo Casella, miembro de la llamada «generación de los ochenta», un grupo de músicos italianos nacidos en torno a esa década del XIX y que incorporaron la vanguardia a la música italiana. Fusco, desde el principio, descubrió que música sólo había una; por eso, más allá de los esquemas clásicos o de la división entre música popular y culta, o clásica y de vanguardia, en sus composiciones incorporó todo tipo de instrumentaciones, de ritmos y estilos, desde el clasicismo de las bellas melodías orquestales a ritmos de jazz o de twist —jugando incluso con improvisaciones—, a elementos tomados de la música estocástica y dodecafónica, o al uso de instrumentos electrónicos y de ruidos grabados o producidos por todo tipo de objetos. Y todo eso siempre al servicio de la expresión, no de la experimentación por la experimentación, manteniendo una sólida personalidad, una voz propia que no se dejase extinguir por toda esa mezcla de estilos y sonoridades. Ni siquiera por la fuerte personalidad de los directores de cine con los que trabajaría, con cuyas obras la música de Fusco mantiene una relación de tú a tú.

Giovanni Fusco comenzó su relación con el cine muy pronto, tocando el piano en películas mudas con sólo nueve años. Luego, ya fascinado por ese nuevo medio, el medio de expresión por excelencia del siglo XX, en 1936 compuso su primera banda sonora: «El camino de los héroes», un documental de Corrado D’Errico. A partir de ahí, junto a su producción de música pura, creo numerosas piezas sonoras para el cine.

Quizá las más enriquecedores y donde fue consolidando un lenguaje musical realmente personal y diferente a todo cuanto se había hecho hasta entonces, fueron las nacidas de su fructífera relación con Antonioni: «L’Avventura», «I vinti», «Il grido», «Le amiche», «Eclisse», «Deserto Rosso», «Cronaca de un amore»… En todas ellas la música es una voz más, que suele hablar cuando todas las demás callan. Los recursos que usa Fusco son numerosísimos, desde la orquesta a los instrumentos de la música popular, desde las piezas tonales a colecciones de ruidos incidentales, desde canciones y ritmos de twist a etéreos lamentos que él llamaba «canciones sin palabras». Ambos, Antonioni y Fusco, no pararon de investigar y experimentar, en uno de los diálogos músico-director más productivos y fascinantes de toda la historia del cine.

En este fragmento de «L’avventura» podemos ver como esa música, tan sorprendente y rompedora en ese momento como las imágenes de las que participa, parte tanto de la música tradicional italiana como de los ritmos de la música popular juvenil de la época.



En los créditos iniciales de «Deserto Rosso» combina los ruidos de fondo con la orquesta y la voz (una de sus «canciones sin palabras»), creando una enigmática pieza, casi atonal, que redefine perfectamente esas imágenes con las que la película comienza a introducirse en nosotros.



En la línea opuesta, demostrando su talento para la melodía, para «Eclisse» compuso este pegadizo twist que sería cantado por la célebre Mina. Quizá su pieza más popular.



La fama internacional le llegaría con sus dos colaboraciones con Alain Resnais, «Hiroshima mon amour» y «La guerre est finie». En ellas, un poco al estilo de Messiaen en su «Cuarteto para el fin de los tiempos» —si bien no tan rabiosamente atonal—, más que con melodías trabaja con fragmentos, con piezas que aparecen ya arrancadas y que, más que finalizar, se desvanecen en otras o simplemente desaparecen, como si fuesen los lamentos de los personajes de esas historias. El propio Alain Resnais le escribió una carta a Fusco en la que le comentaba que cada vez que escuchaba esa banda sonora le gustaba más; estaba asombrado de cómo «había penetrado en el corazón de la película; sin tu contribución la película corría el riesgo de convertirse un maniquí, en algo sin vida». De hecho, es difícil imaginar las siguientes imágenes sin esa música que parece surgir de lo más profundo de ellas.



En 1968, con sólo 62 años, la carrera de Fusco fue segada de golpe por un ataque al corazón. Italia había perdido a uno de sus grandes músicos. Quizá sean más populares otros compositores italianos y sus relaciones con ciertos directores, como Nino Rota con Fellini, Ennio Morricone con Leone, Alessandro Cicognini con De Sica, o Pino Donaggio con De Palma; pero la relación de Giovanni Fusco con Antonioni, y luego con Resnais, con justicia, está a la altura de cualquiera de ellas… sino más.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Música de cine - Roy Webb

Este mes, entre el trabajo, unas obras en casa y la llegada (o regreso) del buen tiempo, he tenido muy descuidado el blog. Bueno, eso y el titubeo, pues debo de tener una media docena de entradas a medio hacer que, espero, irán saliendo poco a poco a partir de la semana que viene. Esta semana estaré especialmente liado por motivos laborales, escribiendo, y, como ya conté una vez, suelo hacerlo acompañado de música. Una buena parte de ella es música de cine, bandas sonoras, así que, como ya hice otras dos veces, dedicaré esta semana a hablar muy brevemente de estos compositores que me acompañan con sus creaciones.
Mi criterio, un tanto aleatorio, será el mismo que la primera vez: que sean importantes, poco populares (o menos de lo que merecerían) y que me gusten. Allá vamos.


Roy Webb
A finales del siglo pasado, un niño caminaba las aceras de Nueva York de la mano de su madre. Lo llevaba a un gran teatro. Aún faltaban unos años para que el cine comenzase a llenar las calles y avenidas, primero con las máquinas de Edison y luego ocupando teatros y salas como aquella misma en la él que iba a entrar. Pero ya había magia en aquel lugar en el que, a través de la música, se contaban grandes historias. Al crío, desde aquella primera visita a la ópera, le fascinó ese mundo. Cruzaba una puerta y pasaba del ruido de la gran ciudad a la vieja Italia de Verdi, a la Germania cuajada de bruma de Wagner, o a las divertidas costas de Penzance. A pocos niños les gustaba la ópera, pero el pequeño Roy era diferente. Callado, tímido, sensible… y seguiría siendo así toda su vida. Un buen hombre de maneras suaves y que se llevaba bien con todo el mundo. Por eso resulta tan sorprendente que de su talento musical saliese la música que, en su tiempo, mejor definiría el horror y la maldad.
Empezó su carrera en Broadway, la misma calle que tantas veces había recorrido con su madre para ver alguna obra de Gilbert y Sullivan, componiendo música incidental para obras de teatro y musicales, donde destacó lo suficiente como para llamar la atención en Hollywood.

Fue reclutado por la «Radio Pictures», que acabaría convirtiéndose en la «RKO», y allí pasaría el resto de su vida creativa, como director musical de la empresa y compositor de la música de más de 200 películas. Muchas fueron comedias o melodramas ligeros, pero donde Roy Webb destacó fue en el puñado de bandas sonoras que compuso para las historias de cine negro y terror de la «RKO». De hecho, fue el autor de la partitura de «Stranger in the Third Floor», considerada la primera película de cine negro americano. Su tétrica y atmosférica música, ya desde el primer momento, sentó los raíles por los que discurrirían los acompañamientos musicales de buena parte de ese género.

Un par de años después se reuniría con el productor Val Newton, el director Jacques Tourneur y el guionista DeWitt Booden, para debatir cómo hacer una película fantástica de terror con los magros medios que tenían a su disposición en aquel momento. Así, a cuatro manos, y ya conteniendo indicaciones relativas a la fotografía, la puesta en escena y la música, nació el guión de «La mujer pantera», un hito dentro del cine de terror y suspense. El fuera de campo, la oscuridad, las sombras, la música y el sonido, se encargaron de crear la experiencia más aterradora que los espectadores de cine habían vivido jamás. Ningún maquillaje o efecto especial del momento pudo igualar lo que la música (y los silencios y efectos sonoros) de Webb y la puesta en escena de Tourneur evocaban en nuestra imaginación. Se puede decir que el moderno cine de terror y suspense nació ese día, igual que el uso de la música para crear atmósfera, anticipar la tensión y subrayar los sustos, tan común hoy en ese género.

En esta escena podemos ver como la música y las sombras crean una acción que, de haberse visto directamente, habría resultado muy pobre para los medios de la época. Pero así funciona.



En estas otras dos escenas, célebres y copiadas hasta la saciedad, el silencio musical se ve compensado por el sutil uso de los efectos sonoros, que funcionan como una verdadera música de tensión. En la primera es el viento, el taconeo y la repentina llegada del autobús (primera vez que se usó ese golpe de efecto, de falso susto, tan común hoy). En la segunda el del agua y el eco de los gritos.





Una década después, Vincent Minelli rendiría tributo a aquella reunión en su película «Cautivos del mal», con una de las secuencias más memorables de la historia del cine: cuando el personaje de Kirk Douglas, también con un presupuesto miserable para hacer una película de terror, llega a la conclusión de que la mejor manera de retratar al monstruo (hombres pantera, en lugar de mujer pantera) es no mostrarlo y jugar con las sombras y los sonidos…
Así que cuando regreséis a la película de Minelli —algo que se debe hacer cada cierto tiempo—, pensad que esa conversación fue real y que la mantuvieron Val Newton, Jacques Tourneur, DeWitt Booden y Roy Webb.



Roy continuó trabajando con Tourneur y Val Newton en sus siguientes películas —tanto en las de horror y fantásticas, como en esa joya del cine negro que es «Retorno al pasado»— y también colaboró con Orson Welles en «El cuarto mandamiento» (ya había usado algunas piezas de Webb en «Ciudadano Kane», para la escena del noticiario del principio), con Edward Dmytryk en «Murder, my Sweet», con Robert Siodmark en «La escalera de caracol», con Schoedsack en «El gran gorila», con Nicholas Ray en «Infierno en las nubes» o con Alfred Hitchcock en «Encadenados», banda sonora que el propio Webb consideraba como una de sus mejores.



Todo el mundo que le conocía se sorprendía de que un hombre tan sensible, tan bueno y agradable, pudiese evocar el terror, el mal y la oscuridad con tal fuerza en sus composiciones. Y, quizá por ello, el diablo le pasó factura en uno de los finales de carrera más tristes de la historia de la música.

En 1951 ardió su casa, y en el incendio se perdieron todas sus viejas partituras y los trabajos que, en aquel momento, estaba haciendo. Y esa misma sensibilidad que Roy Webb había sido capaz de avivar para componer, lo condenó. Se deprimió de tal manera que abandonó para siempre la composición, pasando las dos restantes décadas de su vida retirado de la música. Aunque fue nominado en siete ocasiones, no ganó ningún Oscar, ni siquiera uno conmemorativo u honorífico. Le habían olvidado. Una injusticia.

Pensemos en ello cuando veamos la citada escena de «Cautivos del mal». Roy Webb estaba allí, él fue uno de los que planteó esas ideas; no lo olvidemos y se le hará justicia… igual que se le hace cada vez que suenan las notas de sus partituras.

Pero acabemos con una anécdota un poco más positiva. Roy Webb estudio en la universidad de Columbia. Unos años después y como tributo a la etapa de su vida que pasó allí, compuso una pieza musical para los «Columbia Lions», el equipo de deporte de ese campus: «Roar, Lion, Roar», que aún se sigue cantando en todas las celebraciones deportivas de Columbia. En la letra colaboró otro egregio estudiante de Columbia, el guionista Corey Ford, y otro distinguido miembro del negocio del cine, Howard Dietz, la cantó unas cuantas veces durante sus años universitarios; y por eso, cuando llegó a director de publicidad de la Metro Goldwyn Mayer, decidió usar el rugido de un león como símbolo de esa «major». Otro eco, omnipresente, del talento de Roy Webb.

miércoles, 5 de mayo de 2010

La revolución silenciosa

Lola Mariné, desde su blog gatosporlostejados, nos recomendó la lectura del libro de José Antonio Millán, «Perdón , imposible», que trata sobre el uso correcto de los signos de puntuación. Algo importante pues, si una mala ortografía tan sólo nos puede causar vergüenza, una mala sintaxis y puntuación puede convertir un texto en ilegible o cambiar por completo su sentido —y, posiblemente, a lanavajaenelojo le interesaría especialmente un breve capítulo (lo único que se le puede reprochar a ese libro es su brevedad, pues uno de queda con ganas de mucho más) en el que habla de los errores de traducción en la puntuación, pues también existen y se comenten con mucha frecuencia—.
Además de hablar de normas y de darnos consejos, el autor también hace un poco de historia de la puntuación, algo que me resultó mucho más interesante de lo que me podría haber figurado. Ya intuía, a base de ver inscripciones en tumbas y monumentos antiguos, que los romanos y griegos no usaban signos de puntuación, por lo que leer un texto latino, de aquellas, tenía mucho de arte pues había que descubrir donde estaban las separaciones entre palabras, frases, párrafos, etc.

Por ello, los textos, antes de ser leídos en voz alta, se estudiaban y preparaban para después declamarlos correctamente. Petronio, en el «Satiricón», cuenta la alta estima en que tenía el rico Trimalción a un muchacho que sabía leer «a simple vista», o sea, que era capaz de leer en voz alta un texto de buenas a primeras, algo semejante a lo que hacen hoy unos pocos músicos, que son capaces de tocar con soltura una partitura que jamás han visto, sin estudiarla ni ensayarla previamente. En ambos casos, todo un despliegue de virtuosismo.

Se supone que la aparición de los primeros puntos y comas se debe a las marcas que, para orientarse en su posterior lectura durante la misa, hacían los sacerdotes de la Edad Media sobre la Biblia y los misales. Y, aunque antes ya habían comenzado a separarse las palabras, hasta la implantación de la imprenta no se comenzaron a usar de forma sistemática los signos de puntuación.

Los escritores aún tardaron un tiempo en asumir eso de la puntuación y ésta, en muchos casos, era responsabilidad de los componedores de las imprentas. Así, si tenemos una edición del Quijote bien anotada, veremos que hay frases y párrafos de esta gran obra maestra que están sujetos a la interpretación de los editores, pues Cervantes ni usaba signos de puntuación ni separaba los bloques de texto en párrafos (estos fueron introducidos en el Quijote a mediados del XIX); tan sólo marcaba los capítulos. Otros autores, al contrario, ya usaban la puntuación, como Quevedo, que vigilaba muy de cerca a sus componedores para que «no le cambiasen ni una coma». Seguramente, el origen de esta frase, venga de esa época.

De toda esa información histórica sobre la escritura y la puntuación lo que más me sorprendió, y hasta llegó a conmoverme, es un breve fragmento de las «Confesiones» de San Agustín. En él relata cómo se sorprendió al ver a San Ambrosio ante un manuscrito, sentado en soledad y mirándolo en completo silencio, sin mover los labios. Se le acercó y le preguntó qué estaba haciendo. San Ambrosio le dio una respuesta que, aunque hoy resulta natural, en aquel momento fue sorprendente. Estaba leyendo.

San Agustín se asombró de que alguien pudiese leer en voz baja y para sus adentros, pues era algo que jamás había visto u oído que se pudiese hacer. Los textos, hasta entonces, eran una forma de fijar la voz para luego reproducirla a través de una persona que, tras estudiarlo bien para saber dónde se separaban las palabras y frases, lo leyese en voz alta para los demás. Era una forma de aportar algo a la conversación, de traer las palabras de otros a la conversación. Pero apenas se había considerado como una forma de diálogo íntimo, silencioso, entre el autor y el lector.

Esa sencilla acción de San Ambrosio, leer para sí mismo en silencio, mentalmente, sin siquiera mover los labios, es uno de los actos más revolucionarios y profundos de la historia. Y quizá San Ambrosio no fuese el primero en hacerlo, pero sí fue el que, a través de San Agustín, legó su hazaña a la posteridad. No es de extrañar que se le suela representar con un libro.

Nuestras acciones, lo que aprendemos y hacemos, configura la estructura de nuestro cerebro y sus funciones. Y leer, leer mentalmente, (afortunadamente) es hoy algo tan natural y común que no nos damos cuenta del gran paso que supuso para nosotros. De lo diferentes, quizá mejores, que nos han hecho los libros y sus voces silenciosas.

Alguna vez, leyendo un libro sin ilustraciones y con páginas y páginas llenas de abigarradas letras, en la mirada sorprendida y curiosa de mi hijo (un bebé de 22 meses) puedo atisbar la de San Agustín, preguntándose qué estaría haciendo San Ambrosio, a punto de cruzar una puerta que, para siempre, cambiaría, sino el rostro, sí la mente de la humanidad.

Pocos inventos, pocos hechos, han sido tan revolucionarios.