lunes, 30 de noviembre de 2009

El gancho o «cliffhanger»

Esta entrada tiene origen en una de Juan Polo, para vayatele, y en los comentarios que la siguieron. Vaya para él y los que sumaron esos comentarios mi agradecimiento.

Aunque ahora se ha puesto de moda usar el término «cliffhanger» (de origen literario y británico) para designar el que un capítulo de una narración seriada acabe con un giro inesperado, en nuestro idioma ya teníamos la expresión «gancho» que, desgraciadamente, se usa cada vez menos. Supongo que esto ocurre porque usar un término en inglés parece que da más empaque o hace parecer a uno más experto, cosmopolita o «técnico», cuando la realidad verdad es que lo único que se consigue es empobrecer el léxico.

Aquí abajo podemos ver a Lucille Ball parodiando uno de esos finales en «cliffhanger» para la revista Life, o sea, quedándose colgada de un risco; y también a un guionista preparando un gran gancho para el final de un capítulo.






Origen del concepto
El gancho no consiste en otra cosa que en partir un punto de giro a la mitad y dejar pendiente su resolución y consecuencias para el siguiente capítulo. Lamentablemente a veces se hace trampa y es un falso giro, que se resuelve con una tontería y no provoca consecuencias ni hace avanzar la acción. Por ejemplo, nuestro héroes entra a robar algo que necesita y es descubierto… chan, ¿qué pasará? Entonces, la siguiente semana, descubrimos que el que lo ha descubierto es un amigo y no pasa nada… pues vaya morro, eso no es un punto de giro ni es nada, es un truco sucio, una trampa ignominiosa que empeora la narración y cabrea al espectador o lector. También resulta bastante pobre situar al héroe en una situación de peligro y resolverla en el siguiente capítulo con una simple escena de acción, dejando que la acción continúe a partir de ahí en el punto donde ya estaba, sin que ese potencial giro haya afectado en nada. Aunque no es tan descaradamente pobre como lo anterior, anula el efecto dramático de ese acontecimiento y no es más que una distracción en la narración, una escena que no aporta nada ni hace avanzar la historia; una trampa un poco más sofisticada, pero igual de vacía, que la de continuar en falso.

Aristóteles, en su «Poética» ya teorizó sobre ello. La trama o «fábula», lo que él llamó mythos, se compone de una serie de elementos (que coincidirían con lo que hoy llamamos puntos de giro) y que podrían ser de tres tipos (para más y mejor información sobre el término «mythos», que en la primera versión de esta entrada explicaba mal, ver, más abajo, el interesantísimo comentario de Uralito):

-La anagnórisis, agnosis o revelación, que es cuando el cambio en la acción se produce por una información (o deducción) que hace que todo cambie para nuestro personaje. Un clásico ejemplo es el final de «El imperio contraataca», cuando Luke descubre que Darth Vader es su padre. Ahora, a raíz de esa película, a este tipo de giros finales tan fuertes y que dan un nuevo sentido a la historia, se le llama también un «Empire», lo que es una solemne gilipollez, pues, de referirlo a una historia, sería justo llamarle un «Edipo», pues es uno de los primeros y más potentes finales en anagnórisis de la historia de la narrativa.

-La peripecia o cambio de fortuna, que es cuando ocurre un hecho (lo ideal es que sea provocado por las acciones del personaje protagonista y no fortuito o causado por otros) que cambia el sentido de la acción y su tono, pasando de positivo a negativo o viceversa. Es el más usado y frecuente, y ejemplos habría mil. Por seguir con ese momento de «La Guerra de las Galaxias», por ejemplo, sería el momento en que Luke decide enfrentarse a Darth Vader para rescatar a sus amigos y es derrotado, aunque consigue huir gravemente herido.

-El pathos, o lance patético, que es cuando lo que ocurre es una muerte, daño, pérdida o sufrimiento. La muerte de Obi Wan Kenobi, en la primera parte, sería un buen ejemplo de ello, igual que la captura y congelación de Han Solo en esa segunda parte de la saga.

Por supuesto, estos tres tipos o elementos que pueden componer un giro pueden darse en conjunto, ordenándose de uno u otro modo. Esto, para Aristóteles, era lo más adecuado. Por ejemplo, en ese final de «El Imperio contraataca» vemos como la acción (enfrentarse a Darth Vader) provoca la peripecia de la derrota y, ésta, la revelación o anagnórisis de que su peor enemigo es su padre, que le ofrece unirse a él. Esto causa un intenso sufrimiento o pathos (físico, al perder la mano, y anímico al ver que tu enemigo es el padre a quien creías un héroe), que será la semilla de las futuras acciones y resoluciones por parte del personaje.

Pues bien, crear un gancho, sería dejar ese giro en suspenso en alguno de sus puntos clave. En medio de la derrota sin conocer cómo será su salvación; justo después de la revelación, sin saber qué implicará eso (si se unirá a su padre o se enfrentará a él): o en medio del sufrimiento del sufrimiento que suponen sus heridas (o la reciente pérdida de su amigo Han Solo) sin saber cómo saldrá de eso o qué consecuencias tendrá ello en el personaje.

Aunque Aristóteles y los dramaturgos griegos no teorizaron sobre el gancho, pues sus narraciones se presentaban como un todo, en una única sesión, sí sabían la importancia de esos pequeños momentos de suspenso, de la necesidad de crear esa tensión en el espectador sobre qué es lo que va a pasar a continuación para que, así, continuase pendiente de la historia. Estas ideas —y las muchas otras que encierra la Poética de Aristóteles—, con el paso de los siglos, han sido ampliadas y refinadas por otros estudiosos y narradores, pero en el filósofo estagirita ya está el germen de toda nuestra moderna teoría narrativa.

Primeros usos
En las «Mil y una noches” la princesa Scheherezade se casa con el Sultán Shahriar. Este poderoso monarca tenía la cruel costumbre de casarse con una virgen cada día y decapitarla al día siguiente, para así casarse de nuevo y estar siempre «de estreno». Pero no contaba con que nuestra heroína debía de saber algo de los principios rectores de la narrativa, pues la buena mujer, tras la debida sesión de sexo, comienza a contarle una historia que al llegar el amanecer queda inconclusa, justo en medio de uno de esos potentes puntos de giro o revelaciones, dejando al sultán terriblemente intrigado. Ante su necesidad por saber cómo continúa la historia le perdona la vida para que siga con esos relatos. Y así, noche tras noche, Sheherezade va enredando al rey en todo un cúmulo de historias, siempre finalizando cada una con un gancho, y cuyas lecciones van sembrando poco a poco la moralidad y la compasión en el tirano, haciendo que finalmente renuncie a su salvaje costumbre. Toda una gran metáfora sobre el poder de la ficción sobre el espíritu humano.

Pude disfrutar en mi infancia estas historias en la edición de tres volúmenes de Aguilar, traducida directamente del árabe por Rafael Cansinos; todo un mundo de historias que realmente enganchan y transforman. Thomas Pynchon homenajeó a Sheherezade de una forma un tanto paródica en esa otra obra maestra que es «Mason&Dixon», siendo su princesa un pastor anglicano gorrón que intenta prolongar su estancia en casa de unos parientes a base de contarles historias a sus hijos y, así, mantenérselos entretenidos.

El término «cliffhanger» aparece en el siglo XIX, cuando este tipo de finales en suspenso eran muy típicos de los seriales literarios que se publicaban en los periódicos o en folletines. Dickens, Dostoievski, Tolstoi, Wilkie Collins o Poe (la «Narración de Arthur Gordon Pym» es ejemplar en el uso de ganchos finales en cada capítulo), entre muchos otros, publicaron así algunas de sus grandes obras.

Sería Thomas Hardy, en 1873, quien crearía el término en la novela seriada «A Pair of Blue Eyes» (podéis encontrarla en castellano como «Unos ojos azules», editada por Mondadori), cuando una de las entregas finalizaba con el héroe en peligro, literalmente colgando del risco de una montaña —que es lo que significa «cliffhanger», quedar colgando de un risco—.

A partir de ese celebrado gancho se comenzó a llamar así, en inglés, a ese tipo de finales de los capítulos de publicaciones seriadas. Wilkie Collins definió muy bien la esencia de ese arte al definir el trabajo del novelista como: «Hacerles llorar, hacerles reír… y hacerles esperar»

En castellano no sé quién sería el primero en usar la expresión «gancho» para ese tipo de finales, pero es evidente su sentido de «enganchar» al lector para que continúe con esa historia en el siguiente número de la publicación.

Con la llegada del siglo XX el cine (y el comic, dentro de las artes gráficas) fue desplazando en popularidad a esas publicaciones seriadas y la gente comenzó a acudir a los cines a ver series de cortos («Fantomas», «Los peligros de Pauline», «Flash Gordon»…) que continuaban de una semana a otra, jugando con ese tipo de finales en gancho.

Luego el relevo se lo tomó la radio y la televisión, que ya desde muy pronto jugaron con esos ganchos que aún se siguen usando hoy en día con el mismo objetivo que cuando nacieron: conseguir ganar el interés del espectador para que acuda la siguiente semana a ver cómo continúa esa historia.

Incluso se llegan a usar en el interior de un capítulo, para dejar algo colgando antes de ir a publicidad y mantener al espectador pendiente de lo qué va a pasar, intentando evitar que cambie de canal y se pase a otro programa. Personalmente viví esa experiencia, pues en una de las series en las que trabajé teníamos control sobre el lugar donde iban los cortes publicitarios (tenían que ser dos) y estructurábamos cada capítulo en función de ellos, dejando potentes ganchos antes de irnos a publicidad.

De fracasar en esto, en nuestra tarea de «enganchar» al público, a guionistas, actores, productores y demás técnicos, nos espera un destino (metafóricamente) similar al de todas las antecesoras de la bella y astuta princesa Sheherezade…

¿Por qué funcionan tan bien los ganchos? Explicaciones neurológicas

En GenCiencia daban una torpe explicación de por qué funcionan los ganchos, según la que estos provocan que nuestro cerebro suelte dopamina y que, cómo la dopamina está relacionada con el placer (nuestro «juez del placer» la llamaban), pues por eso nos da gustirrinín que nos dejen en ese suspenso.

Bueno, algo de eso hay, pero es como decir que el coche acelera porque el oxígeno entra en el motor. Pues sí, que el oxígeno se mezcle con la gasolina es importante para que el motor funcione y así el coche acelere, pero hay mucho más metido por medio, como que el conductor pise el acelerador y que entren en juego otro montón de elementos relacionados con el coche y la carretera. Pues en el caso del cerebro, infinitamente más complejo que un coche, imaginaos…

Aparte de reduccionista, esa explicación centrada en la dopamina pecaba de falaz, en concreto caía en una falacia de «petición de principio», trampa lógica en la que la causa se convierte en el efecto. Sería como decir que algo es placentero porque nos provoca placer al soltar dopamina y, ¿por qué suelta dopamina?, pues porque es placentero; un razonamiento circular que realmente no explica causa alguna.

De estudiante trabaje un tiempo en el departamento de psicobiología como colaborador. Estos temas de neuropsicobiología siempre me fascinaron y por eso me cabrea la tendencia al reduccionismo facilón que se ve en algunas publicaciones generalistas de divulgación, tanto online como en papel. Es algo que pasa en este área de la ciencia y en muchas otras; un amigo, biólogo, cada vez que lee lo de «hallado el eslabón perdido de» en un periódico de gran tirada, se sube por las paredes. Pero vayamos con lo de la dopamina.

La dopamina es un neurotransmisor del grupo de las monoaminas, uno entre las decenas y decenas de diferentes neutransmisores que hacen funcionar nuestro sistema nervioso. Está implicado, en interacción con muchos otros, en varias funciones como el control del movimiento, el sistema endocrino, la lactancia, la memoria, la motivación... y la búsqueda de placer, sí. Ciertos sistemas dopaminérgicos (o sea, grupos de neuronas que funcionan con dopamina) se disparan ante las recompensas primarias (comida, sexo, relajación; todas ellas cosas placenteras de por sí) o ante los estímulos asociados con ellas. Y la clave está en esto segundo: los estímulos asociados a las recompensas primarias, o sea, lo aprendido. Para que algo, como un gancho narrativo, produzca ese disparo dopaminérgico ha de estar previamente asociado al placer, debemos de haber «aprendido» que eso es placentero o bueno. Con lo que la dopamina NO provoca que nos gusten los ganchos, sino que es más bien lo contrario: que nos gusten los ganchos provoca que se dispare la dopamina de esos sistemas.

Así, el que un determinado elemento narrativo (como el gancho) nos produzca placer depende más de nuestra «historia de aprendizaje» respecto a él que del estímulo en sí mismo. Esos ganchos resultarán placenteros en las personas que así los juzguen y que, a base de verlos en uno o otro sitio, sepan que se lo pasan bien con ellos. Igualmente mediará que, por diferentes razones, la serie en su conjunto sea del agrado de esa persona, pues entonces es cuando sí le interesará saber cómo continúa y deseará saber qué les va a pasar a los personajes. Sin embargo, si ese recurso ha sido asociado a un «no me gusta» (como era el caso de Teresa, una de las comentaristas del artículo de vayatele, que odiaba los ganchos) no se producirá ningún tipo de respuesta dopaminérgica ante él. Igualmente el gancho nos traerá sin cuidado si la serie, en su conjunto, no ha conseguido interesarnos o entretenernos lo suficiente.

También es bueno tener en cuenta que en el placer, aparte de la dopamina, intervienen otros sistemas y neurotransmisores (como las endorfinas). De hecho, la respuesta placentera ante un estímulo primario es más o menos sencilla de interpretar y seguir (ante la comida o el sexo, por ejemplo), pero cuando se trata de algo tan complejo como un gancho, ese placer estará mediado por la cultura, la experiencia personal previa, el estado de ánimo del momento, la percepción y análisis de lo que nos cuentan, el enjuiciamiento de si nos gusta o no… Así pues, en la respuesta placentera o de desagrado ante un gancho, intervienen muchísimas estructuras del cerebro y están implicados decenas de neutransmisores diferentes.

Lo de hablar sólo de la dopamina y ponerla de protagonista va mucho con las modas (aparte de los estudios serios sobre ella, que los hay y muy buenos) pues el mal funcionamiento de sus sistemas está relacionada con temas tan interesantes como la esquizofrenia, el Parkinson o las drogas; aparte de que es un neurotransmisor fácil de seguir pues es relativamente escaso en el cerebro (por eso se estudia con más facilidad), pues otros, como el ácido glutámico, están muchísimo más presentes y no es tan fácil aislar su acción.

Así que para responder a la cuestión de por qué nos gustan los ganchos, quizá haya que abrir el foco y acudir a conceptos más globales y que recogen de forma conjunta procesos más amplios que las simples conexiones neuronales o su bioquímica.

¿Por qué funcionan tan bien los ganchos? Explicaciones psicológicas
Artgraffer, otro comentarista de vayatele, acudía al efecto Zeigarnik para explicar por qué funcionan esos ganchos. Este efecto, estudiado por la psicóloga Bluma Zeigarnik a partir de trabajos anteriores de Kurt Lewin, consiste en que nos resulta más fácil recordar tareas o hechos incompletos que aquellos que han sido finalizados. Lo comenzó a estudiar a raíz de una observación de Lewin, que comprobó como los camareros recordaban mejor los pedidos que aún no se habían pagado que aquellos que ya se habían pagado (y estaban, por lo tanto, completos). De sus trabajos se llegó a conclusiones tan útiles como que para estudiar es mejor hacerlo en periodos relativamente breves, con pequeños descansos entre ellos, que en grandes y largas sesiones de memorización sin esas rupturas.

Sin embargo, este fenómeno más bien explicaría que, de seguir varias series, nos acordásemos mejor de los detalles de aquellas que han cerrado el capítulo con un gancho (lo cual es cierto), aunque tampoco nos explica por qué el gancho funciona tan bien a la hora de mantener la atención y fidelidad del espectador.

Para eso podemos invocar otro principio rector de la psicología humana: nuestra tendencia y necesidad a apreciar las formas como enteras y los objetos como parte de un todo reconocible y cerrado.

Sobre esto teorizó mucho la Gestalt, una corriente dentro de la psicología (a la que pertenecían Lewin y Zeigarnik) que estudió los procesos cognitivos como un todo que no se podría explicar con la simple suma de una serie de procesos menores (vista, memoria, reconocimiento…) sino como un proceso superior en sí mismo. La famosa frase: «el todo es más que la suma de las partes» definiría muy bien su punto de vista.

Se hicieron muy populares por el uso de toda una serie de experimentos, ilusiones ópticas y problemas de lógica que ilustraban y demostraban varios de sus principios. Aquí abajo, en estas ilustraciones, vemos algunos de ellos.

Este primero muestra la «ley de la proximidad» o nuestra tendencia a considerar que los objetos cercanos forman parte del mismo todo o grupo.


Este segundo la «ley de la reificación» o nuestra tendencia a buscar figuras básicas y conocidas como ese triángulo, esa esfera y esa serpiente que se insinúan sin estar ahí.


Podría poner muchos más, pero el que más nos interesa es este tercero, la «ley de cierre» nuestra tendencia a cerrar y ver como completos objetos que no lo son.

Aparte de en estos dibujos, esto lo podemos ver en las diferentes culturas humanas. Así, por ejemplo, todas "agrupan" las estrellas en constelaciones (no siempre las mismas, claro), y ninguna queda fuera, pues esa es nuestra tendencia natural: categorizar, agrupar, cerrar, dar lógica y orden a todo lo que nos rodea.

Con las historias pasa lo mismo: queremos historias completas, acabadas, cerradas, en que sepamos lo que pasa... y por eso los finales incompletos, los ganchos, nos crean la necesidad de saber cómo se completa esa narración, o sea, de acudir a la semana siguiente a ver qué pasa y cómo continúa la historia. Más que un placer, es una necesidad… pues el placer ya nos lo han proporcionado a lo largo del resto del capítulo. Con sus giros, esos pequeños misterios y sorpresas (ya cerrados) que han hecho avanzar la historia, con sus personajes, conflictos, tramas… ahora nos dejan a medias, con la acuciante necesidad de volver para poder completar el dibujo, la forma de esa historia.

Pero, claro, para que eso ocurra primero hemos de estar implicados en ese proceso cognitivo, hemos de estar verdaderamente interesados de por sí en la narración, con lo que la serie, novela, película o relato ha de atraernos desde su principio hasta ese fatídico gancho que nos va a dejar con ganar de más.

Así, el gancho, más que placer generaría en nosotros la necesidad de completar la figura narrativa y esa sería la fuerza que nos impulsaría a volver, una y otra vez, como el sultán, a los brazos de nuestra personal Sheherezade.

Resumiendo
Los fenómenos muy sencillos, como la reacción placentera ante la inminencia de una comida que huele a gloria, son más o menos fáciles de explicar en función de sus elementos nucleares o bioquímicos. Pero cuando ya nos encontramos con un fenómeno tan complejo con una narración, en la que están implicadas decenas, quizá centenares, de estructuras y elementos de nuestro cerebro, lo más útil es abordarlo desde una perspectiva más general, acudiendo a conceptos y principios cognitivos que darán mejor cuenta de ello.

Aún así, y es algo que hay que tener muy presente, darán sólo una visión, una faceta más, sobre el fenómeno en cuestión. Es como si la narración fuese un inmenso poliedro con mil caras. La psicología puede dar cuenta de unas cuantas y revelarnos información y hechos interesantes, e incluso sorprendentes, pero aún dejará muchos fuera. La sociología, la historia, la teoría narrativa, el análisis artístico y otras disciplinas iluminarán otras facetas, diferentes o comunes con las anteriores, y así iremos teniendo una visión cada vez más compleja y amplia de todo el fenómeno. Pero nunca será total. Siempre habrá lados, lugares, que quedarán más allá de nuestra visión, de nuestra capacidad de análisis. Y, paradójicamente, esos son los más importantes, los que de verdad crean la magia que convierte una simple historia en una pieza de arte y nos emocionan de forma tan intensa como la propia vida.

Podemos agarrar el agua con la mano si la convertimos en hielo pero, entonces, ya no será agua…

lunes, 23 de noviembre de 2009

Luna nueva Luna llena

Los dos cielos

En mi adolescencia fui muy aficionado a la astronomía y, si algún día, se me da por enseñarle a mi hijo, antes le llevaré a alguna zona alejada de la ciudad, una noche despejada, a contemplar el cielo nocturno de invierno (el más bello). Le pediré que lo mire así, y que disfrute de ese caos de estrellas y manchas de luz; y le advertiré de que, si de verdad quiere aprender algo de astronomía, esa será la última que lo verá así.

Hace ya muchos años que no veo el cielo como un mar de luces, salvaje y sin orden alguno. Para mí está lleno de figuras: constelaciones, agrupaciones de estrellas, planetas, la eclíptica… un cielo ordenado y lleno de sentido, completamente diferente al que veía antes. No es que haya perdido el misterio y la belleza, pero ahora son otros; pero no puedo evitar sentir cierta melancolía por aquel cielo que veía de niño y que, para mí, ya no existe.

Tan sólo algo sigue igual, un elemento que, por su descarada y ostentosa presencia —y su aún más misteriosa ausencia— sigue provocándome las mismas sensaciones que cuando era un niño.

La Luna
Para mí, «Luna Nueva» era el título español de «His Girl Friday». Esta historia, creada por Ben Hecht y Charles MacArthur para el teatro con el título de «The Front Page» (Primera Plana), ha sido muy afortunada en sus adaptaciones y remakes para el cine. La primera fue dirigida por Lewis Milestone en 1931, un par de años después de que la obra triunfase en Broadway, y ya era una gran película. Pero en 1940 Howard Hawks calló la boca a todos esos críticos y cinéfilos que protestan cada vez que oyen la palabra «remake» o que se rasgan las vestiduras cuando un director o guionista cambia algo de la obra literaria original, al hacer una nueva y brillante versión, quizá la mejor hasta la fecha, cambiando importantes elementos de la trama, como el sexo de uno de los protagonistas. Muchos años después, en 1974, Billy Wilder hizo otra magnífica adaptación, un poco más fiel al original, y en 1988 Ted Kotcheff trasladó esa historia al mundo de la televisión; esta última, aunque es la más floja, se deja ver con agrado.


Sin embargo, si hoy hablas de «Luna Nueva», la mayor parte de la gente pensará en la película de vampiros y hombres lobo que se estrenó este fin de semana, con gran éxito, en nuestro país. Sin haber leído el libro ni visto la película supongo que ese título irá o bien por lo de los hombres lobos (aunque en el folklore estos son regidos por la Luna llena) o por la profunda oscuridad que reina en las noches de Luna nueva.

El caso es que, en la cultura y el arte, en todas sus manifestaciones, la Luna siempre ha ejercido un poder tremendo sobre el ser humano. Mucho, muchísimo, se podría decir sobre ella y las visiones que ha inspirado en infinidad de pueblos y artistas.

En el cine ha sido tanto elemento central como periférico.

Podemos ver su papel central en los viajes a la Luna, desde Meliés a «Apolo XIII» (es interesante ver como en un siglo lo que era ciencia ficción ha pasado a ser una historia realista), en las múltiples versiones del hombre lobo, o como metáfora en películas como «Hechizo de Luna». Su papel periférico es aún más omnipresente y amplio como parte de la ambientación y del tono de numerosísimas secuencias nocturnas. En la reciente «Apocalypto» esto llegaba al extremo de que, tras una secuencia en que veíamos un eclipse de sol, venía una escena de persecución nocturna bajo una impresionante Luna llena… algo completamente imposible pues los eclipses sólo se producen en Luna nueva. ¿Licencia poética o despiste?


Su presencia es constante en el cine y ello se debe a que el ser humano, de una u otra manera, de forma racional o irracional, está convencido de que la Luna, en especial la Luna llena, posee una enorme influencia sobre su conducta.

La ilusión de la gran Luna sobre el horizonte
Es común notar que cuando la Luna está sobre el horizonte parece mucho más grande que cuando está en lo alto del cielo. Sin embargo los primeros astrónomos, al usar sus instrumentos para medir su diámetro en una y otra posición, descubrieron con sorpresa que no era así. Es más, cuando está sobre el horizonte es un 1,5% más pequeña que cuando está en lo alto del cielo. ¿Por qué la vemos más grande entonces?


Ptolomeo propuso la teoría de que era a causa de la refracción de la luz en el horizonte, al atravesar la atmósfera de la Tierra, algo que también explicaría el color rojizo o amarillento que toma en esa zona. Sin embargo, en el siglo XI, el astrónomo árabe Alhazen (considerado el padre de la óptica moderna) llegó a la conclusión de que ese no era un fenómeno óptico, sino una ilusión producida por nuestro cerebro, tesis que aún se mantiene hoy en día.

Se supone que esta ilusión psicológica se debe a la suma de dos fenómenos.

El primero está relacionado con nuestra imagen subjetiva de la bóveda celeste. Al no tener referencias en su parte superior de forma casi subconsciente percibimos ese «techo» como más cercano que las zonas próximas al horizonte, donde, al haber objetos de referencia (la propia línea de horizonte es una referencia), estos nos indican lo lejanos que están esos lugares de nosotros. Así, concebimos el cielo como si estuviese achatado en su parte posterior y más alejado en sus extremos. Por eso cuando vemos la luna cerca del horizonte nuestro cerebro interpreta que debería ser más pequeña, pues está más lejos… y sin embargo no es así. Esa disparidad hace que nos parezca enorme. En la siguiente ilustración lo veréis más claro.


A eso se suma que sobre el horizonte la Luna estará seguramente rodeada de otros objetos comunes a nosotros (árboles, edificios, montes) que resultarán minúsculos en comparación con ella… haciendo que aún parezca mayor. Es la llamada «ilusión de Ebbinghaus”, que podéis ver en el siguiente dibujo (los círculos interiores, rodeados por otros, son de idéntico tamaño).


Otras teorías suman más elementos a estas explicaciones (el enfoque de los ojos, los ángulos de visión), pero siempre relacionados con nuestra fisiología, con lo que sí podemos concluir que todas las investigaciones dan la razón a Alhazen, y que esa inmensa Luna que vemos sobre el horizonte no es otra cosa que una ilusión que nada tiene que ver con la realidad.

La distancia de la Luna
Al representar la Luna y la Tierra en dibujos y diagramas, para que ambas quepan y que todo quede más claro, se las suele situar más cerca de lo que realmente están. Así, cuando vemos un dibujo que representa la distancia real a escala, nos solemos quedar muy sorprendidos por lo extraordinariamente lejos que están. Esa falsa percepción de la cercanía es también lo que nos hace sobrevalorar el poder que sobre nosotros ejerce la gravedad de la Luna.


La influencia de la gravedad de la Luna
En muchas ocasiones he oído la tesis de que la Luna influye en nosotros por su gravedad. Si tiene una enorme influencia en las mareas y nosotros estamos compuestos de agua en casi un 90%, algo influirá, ¿no? Por eso, se dice, hay más conductas violentas y partos durante la Luna llena, que es cuando se dan las mareas más vivas.

Pues bien, no es así.

Cualquier objeto sobre la superficie de la Tierra sufre la influencia de varias fuerzas gravitatorias. La más importante es la de la propia Tierra, pues estamos pegados a ella. La siguiente en importancia es la de la Luna, enorme pero lejana, y que supone una diezmillonésima parte de la anterior… y después la del Sol, inmenso pero aún mucho más distante, y cuyo influjo es poco más de la mitad que el de la Luna. Venus también deja sentir su gravedad, pero a una escala ridícula y que apenas afecta en nada.

Esas cifras (0,0000001 parte de gravedad lunar y un poco menos de la solar respecto a la que ejerce la Tierra), sobre un «objeto» tan pequeño como un ser humano, que pocas veces supera los 100 kilogramos de masa corporal (y si los supera, mala cosa) supondrían que la fuerza que la Luna ejerce sobre nosotros sería equivalente a un miligramo; algo que resultan por completo irrelevante y no nos causa ningún efecto.

Pero para la masa de agua de los océanos, con billones de toneladas de masa, esa pequeña fuerza gravitatoria sí es representativa y por eso se producen las mareas. No sólo por efecto de la gravedad de la Luna (aunque sí es su principal motor), sino también por efecto de la gravedad solar, del giro de la Tierra, de las pequeñas diferencias de la gravedad en la corteza... y otras fuerzas que modulan la influencia de la Luna haciendo que las mareas sean muy diferentes en todo el planeta. Así podemos ver como en algunas zonas son muy vivas y en otras muy débiles y, a veces, casi inexistentes. Por ejemplo, en la costa del Pacífico de Panamá las mareas son muy fuertes y, sin embargo, cruzando los pocos quilómetros del istmo, en el Caribe, son tan débiles que apenas se perciben.


Además, si la presencia de la Luna nos afectase con algún otro tipo de energía misteriosa, lo haría también durante el día y no sólo por la noche, y lo haría igual en Luna llena que en Luna nueva (en esos dos momentos su fuerza gravitatoria se combina con más intensidad con la del Sol, al encontrarse ambos alineados respecto a la Tierra), pues está igual de presente la veamos o no.

Los estudios estadísticos con cierta seriedad, de hecho, no muestran incrementos en las conductas violentas (por lo menos no de forma regular ni en todos los lados) ni que haya mayor número de partos durante la Luna llena. Es nuestra percepción la que, al esperar esas cosas, tiende a dotar de más valor lo que ocurra esos días y a no tener en tanta consideración lo que ocurra en un día normal.

Los únicos humanos sobre los que la gravedad lunar sí ejerce una gran influencia son los marineros, en especial los marineros de bajura, que han de estar pendientes de las mareas. Sobre el resto… poco o nada.

La influencia de la luz de la Luna
Descartada la influencia de la gravedad lunar sobre nuestra conducta, bien podría pensarse que la Luna llena ejerce su influencia a través de la especial luminosidad con que llena la noche. Quizá eso sea lo que empuja a todas esas personas «alunadas» a comportarse de forma violenta o extraña.

Sin embargo, para que fuese así, deberíamos ver que esa percepción de la influencia de la Luna existe en todos los lugares… y no es así. En la India la Luna llena significa precisamente lo contrario que aquí, una noche en que se suele tener buena suerte y pasan cosas buenas. La Luna nueva, a la que aquí no se le da mucha importancia (salvo cuando hay un eclipse), es la que allí simboliza el mal y la violencia, y cuando se supone que hay más crímenes y agresiones.

La influencia de la cultura
Y lo anterior me lleva a plantearme que la influencia de la Luna sobre nosotros es real, no a través de su presencia, de su gravedad, su luz o cualquier otra energía mística o misteriosa que se nos pueda ocurrir, sino a través de otra fuerza tan poderosa como las anteriores: la cultura.

La Luna, tan brillante y colgada en medio de cielo de una forma casi antinatural, mudando de aspecto día a día, hasta desaparecer y volver a surgir de la nada, resulta de por sí bella y misteriosa. Además, nuestra cultura, a través del arte, los cuentos, el cine, la televisión, las historias populares y las creencias, desde bien pequeños, crea en nuestro interior una imagen de la Luna mucho más amplia y compleja, llena de significados y sensaciones que, no por ser creadas y psicológicas, con menos poderosas o reales.

Y ahí está el poder de la Luna sobre nosotros, un poder que nace tanto de ella como de nuestra propia alma, como individuos y colectivo. Y esa fuerza, por supuesto, puede llevar a alguien trastornado a comportarse de forma violenta, o a muchas otras personas a sentirse afectadas, para bien o para mal, por su presencia.

Para mí, en medio de ese cielo matemático, de constelaciones, eclípticas y planetas, sigue siendo el gozne que lo hace girar hacia atrás, hacia ese momento de inocencia en que todas aquellas estrellas no eran más que un inmenso caos de luz y oscuridad.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

¿Steadicam o cámara al hombro?

Esta pregunta no se refiere a si es mejor usar uno u otro de esos recursos a la hora de mover la cámara, sino a cuál de ellos reproduce mejor nuestra experiencia subjetiva a la hora de caminar, correr, saltar…

De buenas a primeras podría parecer que la respuesta más lógica es la cámara al hombro, pues nuestra cabeza está sobre los hombros y, por lógica, una cámara colocada junto a ella sería lo que mejor imitaría nuestra visión mientras nos movemos.

Sin embargo esto no tendría en cuenta un trabajo de colaboración que realizan el sistema visual y los sistemas vestíbuluares del sáculo y el utrículo (en el anterior post se explica su funcionamiento), encargados de registrar los cambios de aceleración tanto en el eje vertical como horizontal.

El reflejo vestíbulo-ocular
Probad a fijar la vista en una palabra cualquiera de este texto. Luego moved la cabeza un poco, agitadla ligeramente hacia los lados y hacia arriba y abajo; veréis que, pese a esos continuos movimientos, seguís leyendo perfectamente la palabra sin necesidad de volver a fijar la vista sobre ella conscientemente. Esto ocurre gracias al reflejo vestíbulo-ocular.

Cuando nuestra cabeza de mueve hacia un lado o hacia arriba o abajo (o en una combinación de ambos) el sistema vestibular registra los cambios de aceleración provocados por esos pequeños movimientos e, inmediatamente, envía una orden al músculo que mueve los ojos para que contrarreste cada uno de esos movimientos con otro idéntico en el sentido contrario. Así se equilibra nuestra visión en medio de las continuas sacudidas y titubeos que nuestra cabeza hace constantemente.

La base neural de este reflejo la podéis ver en este diagrama:


El movimiento es registrado por los sistemas vestibulares y de ahí salen señales que, tras hacer sinapsis (esto es, resumiendo mucho, que una neurona provoca la activación de otra) en varias zonas del tronco cerebral, llegan hasta el músculo oculomotor, haciendo que se mueva en el sentido contrario al registrado en el vestíbulo.

Así, si los otolitos se mueven hacia la izquierda, el músculo oculomotor hará que el ojo se mueva, exactamente el mismo tiempo y con la misma intensidad, hacia la derecha; lo mismo arriba y abajo, o en diagonal. Al tratarse de señales eléctricas esto ocurre a una enorme velocidad, permitiendo que podamos fijar la vista en un punto mientras corremos (si no sería difícil mantener el equilibro), leer mientras vamos en un tren y, sobre todo, conseguir que nuestro campo visual se mantenga estable pese a los pequeños movimientos de cabeza que, inevitablemente, se producen cuando caminamos o corregimos nuestra posición al estar en reposo.

Por supuesto, este sistema, al ir a nivel subcortical, es «inconsciente» y no está sujeto a nuestro control; de hecho, no podríamos dejar de hacerlo aunque quisiésemos. No tiene nada que ver con las órdenes conscientes que le damos a los músculos que controlan los ojos para fijar la vista en un punto y otro y, sin que nos demos cuenta, se suman a dichas órdenes, corrigiendo y ajustando el movimiento consciente del ojo a las pequeñas variaciones en el campo visual que puedan provocar las pequeñas sacudidas de la cabeza o el cuerpo. Hacer estos movimientos oculares de forma consciente sería una verdadera pesadilla, y nuestra vista sería muy poco funcional en movimiento.

Resumiendo
Así, nuestra vista no se comporta como una cámara al hombro, que sufre y registra todos los movimientos, sino como una steadicam, que corrige esos movimientos para dar una mayor estabilidad a la imagen.

Por eso, la cámara el hombro no es lo ideal para representar nuestra visión subjetiva (para eso es mejor la steadicam), pero sí tiene su utilidad como recurso bien cuando queremos representar eso, alguien con una cámara al hombro (caso de REC), para emular el estilo de los reportajes, grabados con esas cámaras al hombro (como hace Paul Greengraas en muchas de sus películas), para dotar de violencia y sensación de caos a lo que estamos viendo (como se hace en algunas escenas de batalla o peleas) o para alguna otra diablura que se le pueda ocurrir al director. Pero, para emular la visión subjetiva del ser humano, lo más exacto sería usar una steadicam. Un buen ejemplo es esta impresonante escena de «Uno de los nuestros», en la que, literalmente, acompañamos a Henry Hill en su metafórica entrada a un club que, de alguna manera, también resume su trayectoria vital hasta el momento.

martes, 17 de noviembre de 2009

El ¿sexto? sentido

Tanto en la célebre película de Shymalan como en el hablar popular, en nuestro idioma y muchos otros, por «sexto sentido» se entiende una percepción especial más allá de nuestras habituales capacidades, bien sea una intuición o algún tipo de contacto con realidades espirituales —que es de lo que va la película—.

Tradicionalmente, en la filosofía, la ciencia antigua y la literatura, se ha considerado que existían cinco sentidos: vista, oído, tacto, gusto y olfato. De hecho, en el arte, la representación de esos cinco sentidos a través de alegorías, ha sido un tema recurrente en todas las épocas. Ilustro esta entrada con imágenes de esos cuadros.

(Jan Brueghel, el viejo)

Por eso, el sexto lugar, de existir, debería corresponder a algo muy especial, un sentido extra que nos pusiese en contacto con lo no racional.

Sin embargo, a poco que hagamos un poco de introspección, veremos que existen sentidos más allá de esos cinco que nada tienen que ver con el mundo espiritual. Si vamos en coche y éste va frenando, notaremos que hay un cambio en la velocidad sin necesidad de tocarlo, oírlo o verlo. Igualmente sabremos si hace frío o calor, si tenemos un brazo en alto o si tenemos ganas de orinar (o tirarnos un pedo) o nos duele la cabeza.

En la neurología y la ciencia moderna, de hecho, la palabra «sentido» ha dejado de tener demasiado sentido (ya lo sé, qué facilón; pero no pude resistirme) y en lugar de ello se habla de «vías aferentes»: los circuitos neurales que, desde sus receptores, llevan información hacia el cerebro. En contraposición están las «vías eferentes», que son las que llevan las órdenes del cerebro hacia el resto del cuerpo. Aún así, a veces, por comodidad y tradición, se le sigue llamando «sentidos», aunque lo correcto sería ya hablar de sistemas que englobarían tanto los receptores (convierten la información externa —o interna— en señales eléctricas), sus vías nerviosas aferentes (llevan esa información al cerebro) y los centros cerebrales encargados de procesar esa información y crear la sensación subjetiva de la vista, oído, tacto, olfato... e integrarlas en el todo de la percepción.

Pasemos a ver cuáles con esos «sentidos» o «sistemas aferentes» y dar algún pequeño apunte (no exhaustivo, pero sí curioso) de cada uno de ellos:


(Gerard de Lairesse)
Vista
Es nuestro sentido principal, tremendamente complejo y sofisticado tanto en su estructura como en su funcionamiento y las interacciones que establece con el resto del cerebro. De hecho, la mitad del neocórtex o córtex superior se dedica en exclusiva al proceso de ver, aparte de otros núcleos y zonas del cerebro que también colaboran en ello… y llega una pequeña lesión del tamaño de un guisante para ocasionar problemas devastadores en nuestra visión.

Nos puede dar la impresión de que ver es algo pasivo y sencillo, que viene dado, pues aprendemos a hacerlo de recién nacidos y con un cerebro casi virgen que va siendo «entrenado» poco a poco desde la nada. Sin embargo las escasas personas que han recuperado la vista tras toda una vida de ceguera o de nacer ciegas (son casos muy raros, poco más veinte en dos siglos) no fueron capaces de usar la vista con eficiencia y pasaron a ser muchísimo más torpes que cuando eran invidentes; el proceso de aprender a ver les llevó de dos a tres años de continuo esfuerzo y dificultades, y algunos jamás fueron capaces de superarlo y acabaron acostumbrándose a cerrar los ojos para poder manejarse en su vida. Una tontería como saber que un perro de frente es el mismo que de lado, tan natural para nosotros, para esas personas resultaba confuso y sorprendente… y eso mientras luchaban por asimilar miles de datos visuales más. Tengamos en cuenta que la percepción de un ciego, basado en el tacto y el oído, es fundamentalmente secuencial, una cosa va tras otras, mientras que en la vista toda la información llega de repente, muy numerosa y cambia al momento siguiente, a veces de forma radical.

Probablemente, ver sea la actividad más compleja que realizamos y la que nos consume más recursos y capacidad.

(Jan Lievens)

Oído
Se dedica a traducir las variaciones de presión en el fluido que nos rodea (habitualmente el aire, pero también puede ser el agua) a esa experiencia subjetiva que conocemos por sonido.

Para el buen funcionamiento de la parte «mecánica» de este sistema, la que traduce la energía mecánica en eléctrica, es importante que la presión exterior del fluido sea la misma que la presión en el interior de nuestro oído medio. Y para eso está el conducto llamado «trompa de Eustaquio», que lleva aire desde la boca y la nariz hacia el oído medio, haciendo que así los niveles de presión dentro y fuera de nuestra cabeza sean semejantes. Por eso oímos mal en el agua (pese a que en ella se transmite mejor el sonido), y los cambios de altura repentinos y los resfriados nos causan esa sensación de «oídos taponados» que no es más que una seria diferencia de presión entre el interior y el exterior del sistema auditivo.

Olfato
Uno de los sentidos llamados «químicos», pues lo que hace es reaccionar ante las pequeñas partículas invisibles y gases que, flotando por el aire, llegan hasta nuestras fosas nasales a través de las narices. Tenemos centenares de receptores diferentes y cada uno reacciona más o menos ante cierto tipo de moléculas. La suma de esas reacciones diferenciales es lo que llamamos «olor». Así que sí, cuando oléis a caca… es que, literalmente, tenéis caca (y los gases producidos por su descomposición) dentro de la nariz. Sin duda, nuestro sentido más sórdido.

Gusto
El otro sentido químico.

Existen cuatro tipos de papilas gustativas que se disponen de forma desigual por la lengua. Eso llevó al mito de que cada una reaccionaba ante un tipo de sabor y, a partir de su distribución, se podría hacer un mapa de sabores en la lengua; mapa que, seguro, habréis visto en alguna ilustración. Pues bien, ambas cosas son falsas.

Existen cuatro tipos de papilas, sí, pero sólo dos de ellas tienen capacidad de percibir sabores… y cada una de ellas puede percibir todos los «sabores», pues todas tienen los receptores necesarios para reaccionar ante ellos.

La respuesta diferencial ante una sustancia de los receptores acoplados a la proteína G hará que percibamos algo como dulce, amargo o umami (sabor asociado al glutamato, muy típico en la cocina oriental); y la respuesta diferencial de otros receptores basados en canales de iones, hará que algo nos parezca salado o ácido. Recientemente se ha descubierto otro tipo de receptores que parecen responder ante el sabor graso, y se estudia la posible respuesta a otros sabores relacionados con el calcio e incluso con el metal. La lengua y la boca también reaccionan a la sequedad (como la que producen los vinos astringentes), al calor, al picante, etc. Y la sensación final subjetiva del «sabor» no deja de ser la suma del sentido del gusto, del olfato (la comida, al descomponerse en la boca, excita muy vivamente al olfato) y esas otras sensaciones de calor, sequedad… que se producen en la boca. Y, cómo no, la propia textura de la comida, que nos llega a través del tacto.


(Scott Waugh)
Tacto o presión cutánea
La piel (y la lengua, garganta y mucosas) está cubierta de muchos tipos de receptores que reaccionan ante diferentes tipos de presión y contacto (no es lo mismo que nos toquen, rocen, pinchen, etc.) y la suma de todas esas respuestas es lo que llamamos tacto.

Es interesante ver que la cantidad de receptores y córtex que se dedican a procesar la información de una determinada parte del cuerpo no se corresponde en absoluto con el tamaño real de dicha parte. Así, nuestros labios «táctiles», en el cerebro, ocupan más espacio que las piernas. Os dejo, en la siguiente ilustración, en diagrama con el homúnculo cerebral del tacto.


Receptores cutáneos de vasodilatación
Son los que nos indican, con una tenue sensación de acaloramiento, que se están dilatando los capilares cutáneos; o sea, que nos estamos poniendo colorados. También se disparan antes fiebres localizadas, como las provocadas por un golpe o la picadura de un insecto.

Receptores internos de vasodilatación
En ciertos vasos sanguíneos y capilares internos (como las que van al cerebro y lo rodean) existen estos sensores que, al activarse, nos alertan de que algo va mal y, de paso, nos provocan los famosos dolores de cabeza y migrañas.

Temperatura
En la piel, aparte de los receptores dedicados al tacto y a la vasodilatación, existen otros que se encargan de registrar la temperatura exterior. Por ahora se conocen dos grupos, uno que reacciona ante temperaturas superiores a nuestro calor corporal y otro que reacciona ante temperaturas por debajo. De la información que envían al cerebro sale nuestra sensación de calor o de frío (o de estar a gusto).


Aceleración
Como podéis ver en la anterior ilustración, en el oído interno hay una serie de estructuras que en conjunto se llaman el «laberinto».

La cóclea o caracol está relacionada con el sistema auditivo, y las demás con nuestra percepción de la aceleración y del equilibrio.

El sáculo y el utrículo (en conjunto también se llaman el «vestíbulo») están llenos de endolinfa, un líquido. En él «flota» una especie de diminuta piedrecilla llamada «otolito». Cuando nos movemos, por la inercia, ese otolito también se mueve dentro del líquido, provocando el disparo de unos receptores nerviosos enganchados a él desde las paredes. Así, la inercia del movimiento es traducida a señales eléctricas que, inmediatamente, viajan al cerebro.

Por su posición, el utrículo se encarga de medir la aceleración en el plano horizontal (como cuando aceleramos o frenamos en un coche) y el sáculo lo mismo en el plano vertical (como cuando nos sentamos o nos ponemos de pie).

Equilibriocepción
Los tres canales semicirculares se encargan de darnos información sobre nuestra posición en el espacio. En este caso los canales están prácticamente llenos de endolinfa y los receptores están en las pequeñas protuberancias del final de cada canal.

Si os fijáis (echándole un poco de imaginación, pues el dibujo no es ninguna maravilla) los tres canales representan los tres ejes espaciales que usaríamos para señalar la ubicación de un punto en el espacio: la vertical, la horizontal y la profundidad. En función de cómo estemos inclinados respecto a la gravedad, el líquido que casi los llena se distribuirá más hacia un lado u otro, y los receptores se dispararán más o menos ante su presión, informando así al cerebro de nuestra posición en el espacio.

La colaboración de este sistema y el anterior (de la aceleración) es fundamental para que podamos mantener el equilibrio y nos orientemos en el espacio.

Las infecciones del oído interno (un catarro mal curado puede causar una) pueden provocar, por ello, mareos y vértigos. También, cuando la información visual no se corresponde muy bien con la de estos órganos, o los tenemos muy puteados durante un viaje, aparece el famoso mareo y las nauseas. Las astronautas, como os podéis imaginar, al estar en gravedad cero, dedican buena parte de su entrenamiento a domesticar estos sistemas y así evitar, o al menos controlar, los mareos que inevitablemente les van a causar.

Propiocepción
Se llama así a la percepción de nuestra postura y de en qué lugar y en qué posición están las diferentes partes de nuestro cuerpo: si tenemos los brazos levantados, la cabeza girada, las piernas separadas o no, etc.

La base de este sistema son una serie de receptores que responden al estiramiento de los músculos, informando al cerebro de la actividad de estos hacia uno u otro lado, o si se contraen o dilatan. Esta información se combina con la de equilibriocepción y la aceleración para darnos la experiencia subjetiva de la posición de nuestro propio cuerpo en el espacio.


(Simon de Vos)
Dolor
Hay tres tipos de receptores del dolor: cutáneos (en la piel), somáticos (en huesos y articulaciones) y viscerales (en los órganos y tejidos) que se encargan de informarnos del daño sufrido por esas zonas.

A Joseph Heller, en «Trampa 22» no le parecía un sistema demasiado eficiente como para ser obra de un creador supremo. Si nosotros, vulgares seres humanos, hemos conseguido que un coche informe de su malfuncionamiento o daño con una simple lucecita o un pitido, ¿por qué andar jodiendo con el dolor? Sin duda, a un creador supremo se le habría ocurrido algo más ingenioso que el dolor… pero, mientras, es lo que hay. No es un mal sistema, pero lo malo del dolor, es que duele.

Otros receptores internos
En los pulmones hay receptores que nos informan del ritmo respiratorio; en el esófago otros controlan la deglución y avisan de la inminencia del vómito o del reflujo gástrico; en la faringe se disparan cuando comemos, para cerrarla y evitar que nos atragantemos; en el recto nos informan de la necesidad de evacuar; en la vejiga urinaria, pues lo mismo; los del tracto gastrointestinal nos mantienen informados de la sensación de estar llenos y de la presencia de gases para que obremos (o no obremos) en consecuencia…

Otras especies
Y todo lo anterior es en relación al ser humano, pues hay especies animales que, además de estos, poseen otros sentidos, como la capacidad de las aves de captar campos magnéticos o la de las abejas para reaccionar a la polarización de la luz.

Resumiendo
Todos esos sentidos o sistemas aferentes llevan información al cerebro, donde se integra para crear nuestro universo perceptivo, no sólo el mundo en el que estamos y nos movemos, sino también la propia imagen de nosotros mismos dentro de él.

Además, algunos de nuestros sentidos interaccionan a niveles anteriores al cerebro, enviando y recibiendo información entre ellos directamente sin que medie nuestra voluntad. En el próximo post (que publicaré mañana) hablaré de una de estas colaboraciones entres sentidos que, ésta vez sí, tiene que ver con el cine y nuestra experiencia al ver ciertas cosas.

Y, ya sabéis, cuando os ponéis de lleno a algo, muy centrados, no es que vayáis a poner los cinco sentido en ello… pondréis los ¿dieciocho?

domingo, 15 de noviembre de 2009

El «Locus de control» y la definición de los personajes

Aunque en la narración (sea esta una película, un capítulo de una serie de televisión o una novela) los personajes se construyen a través de la acción y la trama, es normal que antes de ponernos con a escribir esas historias nos preguntemos cómo son esos personajes y que comencemos a construirlos mientras desarrollamos esas tramas o incluso antes.

En televisión es muy típico el crear una «biblia» para las series. Es un documento en el que se recoge toda la información previa al desarrollo de dicha serie: de qué va, el tono, estilo, tema y tramas principales… y, cómo no, la descripción de los personajes. También es normal que para el proyecto de una película o una novela, bien sea para nosotros o para presentar un documento más formal, tengamos que pensar y poner por escrito cómo son los personajes de nuestra historia.

Sobre el tamaño de las «biblias» y de esa documentación previa las opiniones difieren y es una cosa muy personal. Un importante guionista español, autor de varias series de muchísimo éxito, me comentaba que con dos o tres páginas debía llegar, y que el resto solía ser paja para que la productora o televisión de turno no pensase que somos unos vagos y que el proyecto pueda tener una presentación más vistosa que con esas dos o tres magras hojitas. En el otro lado estaría John Cheever, que para su relato corto «El nadador» —unas 15 páginas— llegó a reunir más de 150 páginas de anotaciones sobre los personajes y la trama.


La descripción de los personajes

A la hora de poner por escrito la descripción de un personaje en la «biblia» o un proyecto se cae, a veces, en rodearlo de una verdadera nube de adjetivos que acaba por ser más confusa que aclaratoria, además de hacer que la lectura sea un verdadero peñazo. Hay que pensar que si el documento va a ser leído por otros, especialmente si hemos de persuadir a esos otros (productores, ejecutivos de televisión) de que merece la pena que nos lo compre, ha de resultar entretenido y de lectura agradable.

Por ello no está de más usar un poquito de técnica literaria y, si pega bien, dar ligeros toques de humor que hagan más amena la lectura. También ha de ser clara y transmitir una visión lo más certera posible de los personajes que tenemos en mente.


Personalmente me gusta hacer el ejercicio de usar la menos cantidad de adjetivos posibles y que la descripción se base en sustantivos y verbos, y que los adjetivos que haya se refieran a ellos. Tampoco es cuestión de enloquecer con esto, pues a veces un adjetivo es necesario y muy ilustrativo.

Es bueno comenzar con el nombre y apellidos (algo que resulta muy práctico a la hora de escribir, aunque parezca nimio) y rasgos externos que sean relevantes y destacados en el personaje, como si es gordo (y eso juega en la trama de alguna manera) o muy guapo, si viste raro o llamativo, su raza o nacionalidad si no es la común en el lugar donde se desarrolla la historia, su profesión, si tiene alguna enfermedad que le marque (una ceguera nocturna o una enfermedad cardíaca) que vayan a tener cierto peso en la historia. Que alguien sea daltónico, si eso no va a pintar nada, ni siquiera para un chiste no tiene sentido contarlo (por ejemplo, los daltónicos ven la bandera jamaicana igual que la española… lo que puede dar para algún divertido gag si un personaje es nacionalista; de hecho, un amigo mío confundió un local de porreros seguidores de Bob Marley con un garito facha por culpa de ese detalle… y menos mal que no le pasó al revés).

Estos rasgos tan físicos y externos, sobre todo si en el primer capítulo de una serie se presentan muchos personajes, pueden ayudar al espectador a quedarse con ellos; el rubio, la rubia, al gordo, el bajito, el poli (salvo que sea una serie policíaca, claro… pues todos serán polis), el que viste hortera o de traje, el asiático, el guapo, la que viste de putón, etc. En «Perdidos», por ejemplo, esto se hizo muy bien: cada personaje podía ser definido por una palabra desde el primer momento, diferenciándose de los demás ya antes de que llegásemos a conocer sus nombres, rasgos o historias personales.


Una vez fijados esos datos «externos» podemos pasar a pensar unos cuantos rasgos de personalidad para situar un poco más al personaje en su manera de ser. Creo que con unos pocos, dos o tres, debería llegar para una primera pincelada, pues si empezamos a sumar más el dibujo comenzará a ser confuso, latoso e incluso contradictorio.

A partir de ahí podremos profundizar más con —de haberlo— ese rasgó único que le hace interesante o diferente, elementos biográficos e incluso ideológicos, conflictos latentes y cosas pendientes a resolver, debilidades, su “saldo contable” con otros personajes (favores debidos, lealtades y deudas personales… en otro post hablaré de las “contabilidades” que usa Boszormengy-Nagy para analizar las relaciones familiares y sociales), etc.

Todo esto hay que hacerlo muy ameno y claro; que le descripción siempre vaya hacia dentro, no dando vueltas y más vueltas. Hay que estructurarla igual que una historia, un pequeño cuento corto en que se nos va desvelando, poco a poco, ese misterio que es un ser humano.

Y, en paralelo a todo lo anterior, lo más importante: preguntarse a uno mismo cómo va a jugar eso en la historia, pues, de no ser relevante para la misma, puede llegar a ser incluso contraproducente ponerlo por escrito, pues no estamos coartando de forma innecesaria.

Últimamente, a la hora de definir personajes, he disfrutado —y aprendido— mucho revisando cómo lo hace Melville en «Bartlevy» o Robert Walser en alguno de sus cortísimos relatos recogidos en «La Rosa». Seguro que cada uno tiene sus libros favoritos, con esas maravillosas descripciones que nos atrapan como si de un relato de intriga se tratase. Esa es una gran fuente para aprender.

Por mi trabajo he tenido que escribir unas cuantas «biblias» y proyectos, y aún he leído muchos más (algunos, realmente excelentes) y entre los rasgos cardinales que definen a los personajes he visto de casi todo, pero, curiosamente, casi nunca he visto usado uno de los conceptos claves en la moderna psicología de la personalidad: el «locus de control».


El locus de control

«Locus de control» significa «lugar de control» («locus» es «lugar», en latín, por lo que su plural sería: los «loci de control») y, si he de ser sincero, me resulta un tanto pedante y forzado meter un latinajo en medio de la expresión, con la otra parte en castellano, pero así es como se conoce este concepto en psicología.


Este concepto fue planteado por primera vez por Julian B. Rotter (el de la foto) en 1954 y, posteriormente, ha sido desarrollado e investigado por él y muchos otros, convirtiéndose en uno de los temas más estudiados en las teorías de psicología de la personalidad.

Se puede definir como la creencia de una persona acerca de cuál es la causa de los buenos o malos resultados en su conducta y, en general, de lo que le pasa en la vida. Puede ser:

- Locus de control interno: cuando la persona piensa que esos resultados son causa directa de su propia conducta y aptitudes.
- Locus de control externo: cuando la persona piensa que esos resultados son causa de factores externos: el azar, el destino, los demás.

Rotter insiste en que tengamos en cuenta que esto no es una dicotomía, sino los dos puntos extremos de una escala en la que situar a las personas en función de si atribuyen los resultados de sus acciones a factores internos o externos.

Así, si un alumno pensase que el suspenso en un examen se debe a que lo hizo mal, diríamos que tiene un locus de control interno. Si estuviese convencido de que ha suspendido por culpa de que tuvo muy mala suerte o de que el profesor le tiene manía, su locus de control sería externo. Si creyese que lo llevaba mal y que, encima, no tuvo demasiada suerte… pero estaría en un punto medio.

El anterior es un ejemplo para entendernos, pues para medir el locus de control de una persona se ve su tendencia a explicar la totalidad de resultados de su conducta y de las cosas que le pasan.


El locus de control y los «estilos de explicación»

Durante las siguientes décadas Rotter y otros muchos psicólogos estudiaron el locus de control y cómo este determinaba la personalidad y, ya a finales de los setenta, varios autores añadieron otras variables que lo completaban a la hora de estudiar cómo la gente se explica a si misma los resultados de su conducta y las cosas que les pasan. Partieron de tres ejes:

- El eje personal, semejante al locus de control. ¿Cuál es la causa de esos resultados? ¿Yo o el azar, destino, otros, etc.? Lo visto: «suspendí porque no llevaba preparado el examen» (interno) vs «suspendí por mala suerte» (externo)
- El eje de constancia: ¿esto que me ha pasado es siempre así o es algo pasajero? Aplicado al examen sería: «esta vez suspendí» (inestable) vs «siempre suspendo» (estable)
- El eje de alcance: si de un resultado se sacan conclusiones para todo el resto de las cosas que hacemos, o lo tomamos como algo vinculado a una conducta concreta: «suspendí este examen pero hay cosas que se me dan muy bien» (específica) vs «suspendí porque todo se me da mal» (global)

Aquí usé el ejemplo de un suspenso, pero también puede aplicarse a algo positivo, como aprobar, tener buena suerte, caer bien a la gente, etc.

La combinación de dónde una persona suele situarse en estos tres ejes a la hora de explicar su conducta da como resultado muchas categorías de personalidad que nos sirven para ver cómo es una persona a la hora de interpretar lo que le ocurre. También nos ayudará a deducir cómo reaccionará ante ciertos eventos futuros… algo que puede resultar de bastante utilidad no sólo a un psicólogo, sino también a un guionista o escritor a la hora de mantener la coherencia en la conducta de un personaje al enfrentarlo a diferentes situaciones.

Estos tres ejes pueden dar lugar a muchos tipos o formas de ser, pero hay dos típicas (que han sido muy estudiadas por sus implicaciones clínicas), un tanto extremas, que sirven de buen ejemplo de una categorización. Ante un revés puede hacer un:

- Estilo de explicaciones pesimista: interno, estable y global: «siempre hago todo mal»
- Estilo de explicaciones optimista: externo, inestable y específico: «la culpa de que suspendiese este examen es que tuve muy mala suerte»

Estos mismos ejes, aplicados a un resultado positivo, nos daría un resultado aparentemente diferente: el «siempre hago todo bien» parece digno de un optimista o de un soberbio, pero esa persona, si se conduce de esa forma en todo, estará siempre al borde de la crisis, pues ante el más mínimo revés se verá sumido en la desesperación, dando bandazos anímicos constantemente. El otro, que piensa que ha tenido una chiripa cojonuda para aprobar ese examen, estará más protegido ante futuros reveses.


También hay personas que se mantienen en un astuto punto medio, con capacidad para cambiar de una visión externa a interna en función de si el resultado es positivo o negativo; para mí sería casi un cuarto eje: la flexibilidad de adaptar las explicaciones al resultado. Una persona con este instinto de conservación se echaría siempre los méritos de sus éxitos y culparía a los hados y demás de sus fracasos, mientras que un fatalista pensaría que sus logros se deben a la suerte y sus fallos a que es un desastre. Y ni uno ni otro extremo son buenos, pues ambos dan una percepción muy distorsionada de la realidad que, al chocar con ésta, podrá acabar por causar importantes problemas en la conducta y conflictos con los demás.

Supongo que lo más sano o adaptativo es mantenerse en un racional y cabal punto medio de todos estos ejes, para extraer buenas conclusiones de nuestra conducta y poder, así, adaptarla de forma realista al futuro. Los extremos siempre pueden ser problemáticos… pero también nos pueden ayudar a generar interesantes personajes.


Implicaciones de «locus de control» en la conducta

Una de las principales líneas de investigación a partir del concepto de locus de control fue la de buscar qué conductas se podían esperar en una persona en función de si su locus tendía a ser interno o externo.

Así se vio que las personas con un locus de control interno tendía a sentirse más en control de la situación, a aceptar retos más difíciles y asumir más riesgos que las que tenía un locus externo, en general menos activas y más prudentes.

Respecto al estado de ánimo resultó sorprendente ver que eran los que tenían un locus de control externo los que caían más fácilmente en el desánimo y la depresión. De buenas a primeras podría parecer que alguien que culpa a los hados o a los demás del fracaso de sus acciones debería de tener mayor resistencia a la depresión que alguien que se culpa a sí mismo. Sin embargo no es así, más bien al contrario. La razón de esto la podemos encontrar en una serie de experimentos que llevó a cabo Martin Seligman (el de la siguente foto) en 1975 y que le llevaron a descubrir los mecanismos de «indefensión aprendida».


En esos experimentos usó tres grupos de perros: el grupo de control y dos grupos experimentales.

Por si alguien no lo sabe, un «grupo de control» es un grupo de sujetos experimentales al que no se le aplica ningún programa experimental y que se usa para medir el efecto de la propia situación de laboratorio o de experimentación en los sujetos. Así si, por ejemplo, probásemos varios medicamentos contra la gripe, el grupo control no recibiría ninguno (se le daría un placebo: un falso medicamento sin efectos de ningún tipo) y se usaría para ver si los otros medicamentos son realmente eficaces o las mejorías se deben al mero hecho de ser atendido y tratado.

En el experimento de Seligman al grupo de control se le colocó en las mismas jaulas y arneses que a los demás grupos, y por el mismo tiempo, sin que esto les llegase a afectar como a los otros grupos.

Aparte del de control hizo dos grupos. Al grupo 1 le daba descargas eléctricas que paraban cuando el chucho accionaba una palanca. A grupo 2 le daba esas mismas descargas, pero esta vez se detenían cuando el perro del grupo 1 accionaba la palanca, sin importar lo que esos pobres animales de grupo 2 hiciesen con sus palancas. Así, todos los perros recibían la misma cantidad de electricidad, pero sólo los del grupo 1 podían tener control sobre ellas.

El resultado fue que los perros del grupo 2, que no podían controlar las descargas, caían en un estado de absoluta apatía y desesperación, semejante a la depresión clínica, mientras que los demás perros (los del 1 y los del grupo control) estaban más tranquilitos y activos. En posteriores pruebas de aprendizaje los perros deprimidos ya no respondían al castigo y ni siquiera intentaban escapar de él; se habían resignado a esa fatalidad que no podía controlar. A esto Seligman le llamó «indefensión aprendida» y le situó como una de las más potentes causas de la depresión: el ver que no podemos controlar lo que nos pasa y que, hagamos lo que hagamos, el resultado va a ser negativo.


Así, aunque las personas con locus de control interno se culpen de sus fracasos, sienten que pueden controlarlos y superarlos. Sin embargo, una persona con locus de control externo, pese a los éxitos que tenga, se verá más fácilmente arrastrada a la apatía, la tristeza y la depresión al sentir que no posee un control real sobre su propia vida.

En otras áreas de la conducta y la visión del mundo, una persona con locus de control interno tenderá a esperar una gran regularidad en lo que nos rodea y en la conducta de los demás, sorprendiéndose mucho (a veces de forma muy negativa) ante las cosas que se salgan de esa norma. Una persona con un locus de control más externo se extrañará menos ante las conductas excepcionales y los sucesos extraños; su propia conducta también será más impredecible.

Las personas con locus de control interno también tienden a cuidarse más y estar más pendientes de su salud, mientras que los otros son más dejados.

Otra cosa que se observó es que los loci de control a veces se agrupan por familias, con familias enteras son locus externo o interno. Esto ocurre, más que por razones genéticas, por el aprendizaje de esos estilos de conducta dentro del seno de la familia.


Uso de estos conceptos en la definición de personajes

Si en una «biblia» o un proyecto ponemos que un personaje tiene un locus de control interno o que su estilo de explicaciones personales es interno, estable y global, pues al lector —probablemente nuestro potencial cliente— le sonará a chino e incluso puede resultarle ofensivo que vayamos de listillos. Como mucho podríamos usar esos conceptos a través de alguna perífrasis o «traducción» a un lenguaje coloquial.

Sin embargo estos conceptos sacados de la psicología de la personalidad quizá puedan resultar útiles en algún momento que estemos atascados creando personajes o definiéndolos. Podremos jugar con los ejes de los estilos de explicación, para ver que nos sale, o ver cómo son los locus de control de nuestros personajes.

Lo interesante de utilizar estos rasgos, aparte del sólido apoyo experimental que tienen, es que no nos hablan del personaje en sí mismo, sino en relación a su propia conducta, al mundo que les rodea y a los demás. Nos dirá cómo ese personaje valorará sus acciones y cómo reaccionará a los resultados de ellas. Son estilos de conducta que, una vez instaurados en la personalidad, difícilmente cambian, con lo que al aplicarlos a personajes de ficción quizá puedan sernos de ayuda para que su conducta sea coherente, realista e, incluso, en algún momento, sorprendente.

No pretendo que esto sea una panacea para construir personajes o algo que se vaya a usar siempre, pero puede ser una pequeña herramienta que, en algún momento, puede ayudar a reflexionar sobre los personajes y a darles un par de vueltas desde otra perspectiva.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Citas falsas VIII - Epílogo: un caso paradigmático

«Tócala de nuevo, Sam» o ¿por qué aparecen y persisten las falsas frases célebres? – Epílogo: un ejemplo paradigmático

En los anteriores post clasificamos las falsas citas en función de diferentes criterios, atendiendo a cómo se original y por qué perviven estos errores. Sin embargo y como suele ocurrir al intentar constreñir la compleja realidad en categorías, seguramente hay citas que difícilmente encajaran en ninguna, o que podrían muy bien encajar en varias de ellas pues todas esas categorías no son en absoluto excluyentes.

Por eso, en este último post sobre el tema, me he propuesto analizar una única frase que es muy representativa de esto, pues encajaría muy bien como ejemplo en cualquiera de los anteriores post.

La frase en cuestión es «El fin justifica los medios», que se suele citar como de Maquiavelo.

La frase original, en «El Príncipe», no era esa y además estaba en un contexto que la hacía cambiar su significado completamente. Vendría a decir algo como «al valorar una acción uno debe considerar los resultados finales», que, como se puede ver no tiene mucho que ver con la que ha llegado hasta nosotros.

Para este cambio de sentido, aparte de lo de sintetizar y mejorar la eufonía, fue clave una mala traducción de la palabra «fin» que, en su idioma original, significaba más «consecuencias» que «objetivos».


Así pues vemos que la original quería decir, casi, lo contrario de la que ha llegado hasta nosotros. En «Teoría de la moral» toda acción tiene tres elementos claves: la intención (o los objetivos), el acto en sí, y las consecuencias. Las escuelas morales «consecuencialistas», entre las que se podrían encuadrar las verdaderas ideas de Maquiavelo o el utilitarismo de Stuart Mill, ponen en énfasis en la última parte de ello: la valoración y predicción de las consecuencias para valorar la moralidad o conveniencia de una acción. Sin embargo la frase «el fin justifica los medios» pone su énfasis moral en el primer elemento: la intención y los objetivos. A esta última corriente, la «moral de la virtud» (pues virtuosa es la intención) también pertenece al frase del jesuita Hermann Busenbaum «cuando el fin es lícito, los medios son lícitos», que tiene mucho más que ver con el espíritu de la frase «el fin justifica los medios» que los propios pensamientos de Maquiavelo. ¿Por qué se da esa confusión?


Hasta el siglo XX las ideas originales de Maquiavelo apenas fueron realmente estudiadas y llegaban al público, incluso al público más o menos culto, a través de una forma casi paródica. La causa está en que, en su día, Maquiavelo se enfrentó a los sistemas morales y políticos defendidos por la iglesia y fue muy crítico con ella, con lo que ésta no dudo en desacreditarlo a través de citar frases suyas fuera de contexto para hacerlo parecer un tipo realmente malvado, una verdadera «minería de citas» que acabó por crear un «hombre de paja»… y de ahí el adjetivo «maquiavélico» y su mala fama.

De hecho, lo único a lo que podría aplicarse la famosa frase en los escritos de Maquiavelo es a un párrafo en el que dice que, de tener que tomarse medidas crueles o represoras por circunstancias excepcionales, estas deberían ser rápidas, efectivas y de corta duración, para reducir al máximo su efecto dañino en la población. Algo mucho más suave, comedido y relativista que la contundencia de la frase «el fin justifica los medios», que sin embargo sí describe muy bien las acciones de los creadores de la inquisición…

Se puede ver que si alguien se merece el calificativo de "maquiavélica" es la Iglesia antes que el propio Maquiavelo...

No es de extrañar que un autor teatral, contrario al sistema, tan eclesial, de la «moral de la virtud», para atacar esas ideas pusiera en boca del «pérfido» Maquiavelo la famosa frase que, paradójicamente, tenía más en común con las ideas de la misma iglesia que había desacreditado a Maquiavelo. Un curioso caso de «injusticia poética».


Como podemos ver la historia de la frase «El fin justifica los medios» contiene mejoras de la frase original, problemas de traducción, falsas atribuciones de autoría, personajes de ficción, descontextualización, minería de citas, falacia del hombre de paja y cambios intencionados para cambiar por completo el sentido de la frase con el objetivo de desacreditar y hacer daño. Todo un compendio de lo que hemos estado viendo hasta aquí resumido en esas cinco palabras que, desde hace siglos, se vienen citando de forma errónea.

martes, 3 de noviembre de 2009

Citas falsas VII - cambios intencionados

«Tócala de nuevo, Sam» o ¿por qué aparecen y persisten las falsas frases célebres? – Parte VII: cambios intencionados

Hasta ahora hemos visto como muchas frases célebres de películas, libros, discursos… acaban siendo citadas de forma errónea por razones que tienen que ver nuestros procesos cognitivos normales. Un proceso que ocurre de una forma natural y que no es intencionado, y que bien podría ilustrarse, con ciertas salvedades, mediante la teoría de la evolución por selección natural: al replicarse y citarse la frase original se van produciendo cambios (causados, como ya vimos, por el azar, la simplificación, la búsqueda inconsciente de eufonía, la necesidad de síntesis o de dar más importancia, la omisión del contexto, la traducción, etc.) y de todas las resultantes, original y «copias modificadas» queda la que mejor funciona —la más «apta»— en el mundo de los epigramas.

Sin embargo hay casos en que no es así, y en los que la aparición de la falsa cita no es natural, si no que se debe a una manipulación consciente y deliberada… con propósitos no siempre buenos.


Mejoras o ediciones conscientes

Muchas veces un escritor, ensayista, comunicador, político, guionista… busca una buena frase para ilustrar una de sus ideas o el apoyo de esa autoridad y, a sabiendas, la cambia haciéndole una especie de «edición» a propósito, no por maldad ni por cambiarle el sentido, sino para que sencillamente suene mejor o quede más clara. Veamos un par de ejemplos.

Así Hobbes, cuando cita a Plauto en el prólogo de su obra «De Cive» —no en el «Leviathan», como ponen en la wikipedia y un montón de sitios más—, reduce la frase original, «Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit» («Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro»), a la más elegante y manejable «Homo homini lupus» («El hombre un lobo para el hombre»).

Como ya vimos en un post anterior, los guionistas de «Apolo XIII» cambiaron el tiempo verbal de la famosa frase para crear la más elegante: «Houton, tenemos un problema».


Sátiras con éxito

A veces las sátiras tienen más éxito que la realidad y se acaban confundiendo con la realidad misma. Carl Sagan le comentaba al popular cómico Johnny Carson que, en la imitación que había hecho de él en televisión, la frase «Billones y billones», dicha por el humorista de forma exageradamente melodramática para parodiar la forma en que Sagan se refería a la inmensidad del cosmos, había tenido tanto éxito que se la repetían por la calle y ya se la atribuían en muchas publicaciones cuando realmente él nunca la había dicho.


Durante la última campaña presidencial de Estados Unidos fue bastante célebre la frase de Sarah Palin, «Desde mi casa puedo ver Rusia», un tremendo disparate. La realidad es que ella dijo que desde algunas islas de Alaska se podía ver Rusia (lo cual es cierto) y que la autora de la susodicha frase fue la humorista Tina Fey, imitándola a ella en el Saturday Night Live.

Igualmente famosa es la respuesta de María Antonietta al comentario de que la gente estaba tan pobre y demacrada porque no comían pan: «Qué coman pasteles». Pues no, la señora no sería muy inteligente quizá, pero no llegaba tan lejos. El verdadero autor es Rousseau, en su autobiografía, y ni siquiera se refería a que ella fuese la autora de la frase sino que al usaba como sátira contra una abstracta «gran princesa». Y, por cierto, ni siquiera eran pasteles… eran brioches.

Freud, además de un gran escritor, parece ser que tenía un acerado sentido del humor. Se cuenta que en una conferencia sobre el significado de los sueños no paraba de juguetear con un cigarro cuando un asistente le preguntó qué simbolizaba ese cigarrillo. El célebre psiquiatra le respondió con la famosa alocución «un cigarro a veces es sólo un cigarro». Pues no… no hay constancia de ello y parece ser que la primera vez que aparece la frase es en un periódico, tiempo después de la muerte de Freud.


Ya aterrizando en el cine y nuestro país, hace años se repetía mucho la supuesta frase de Stallone, interpretando a Rambo, «No siento las piernas», dicha por el cómico Santiago Urrialde. No sé si Santiago —que tenía muchísima gracia— lo haría a propósito o no, pero la frase jamás se dice en ninguna de las partes de Rambo (hay una secuencia en que un amigo suyo pierde las piernas, eso sí), sino en «El Cazador» de Michael Cimino. Pero, claro, puestos a parodiar un arquetipo militarista, Rambo da mucho más juego que el menos conocido, y más dramático, personaje interpretado por John Savage.


Minería de citas y falacias contextuales

Se usa la expresión de «minería de citas» para denominar la costumbre de muchos periódicos y revistas que, literalmente, escarban entre el texto o lo que ha dicho alguien para buscar una frase epatante y llamativa con que encabezar un artículo… aunque, a veces, esa frase tomada fuera de contexto pueda dar lugar a malentendidos o se pierda algo el sentido.

Eso llega a un extremo muy simpático en las frases promocionales que, en los carteles, ponen algunas películas, teóricamente sacadas de críticas en revistas y periódicos, frases que, como es lógico ponen muy bien la película. Sin embargo, de haber tomado la crítica en su conjunto, podría verse que la opinión de ese crítico no era tan favorable como la frase aislada parecía indicar. Llega al extremo cuando se cogen palabras sueltas como «brillante», «imprescindible» o «asombrosa» que, en función de su contexto, pueden decir cosas muy pero que muy diferentes.

Pero los casos anteriores no llegan a ser graves y hasta pueden resultar simpáticos. Sin embargo esta minería de citas a veces se realiza como parte de una labor, habitualmente relacionada con la política y el poder, más interesada y en la que mucho más está en juego. Y puede hacerse en dos direcciones: positiva y negativa.

El caso de la minería positiva está relacionado con la búsqueda de la cita de una autoridad que apoye nuestra postura o nuestras ideas… y si no la encontramos, pues cogemos una cita un poco fuera de contexto y listo.

Esto es algo que le ha pasado muchos grandes científicos y divulgadores de la evolución, que son citados fuera de contexto por creacionistas y demás partidarios del «diseño inteligente» para hacer ver que sus ideas tiene el apoyo de esos científicos tan respetables.

Un ejemplo bien curioso y descarado es esta cita de Carl Sagan que usan los Testigos de Jehova: «La evidencia fósil podría ser consistente con la idea de un Gran Diseñador»: Más claro agua… sin embargo al ver el contexto de la frase, la cosa cambia:

«La evidencia fósil podría ser consistente con la idea de un Gran Diseñador; quizás algunas especies quedan destruidas cuando el Diseñador está descontento con ellas e intenta nuevos experimentos con diseños mejorados. Pero esta idea es algo desconcertante. Cada planta y cada animal está construido de un modo exquisito; ¿no debería haber sido capaz un Diseñador de suprema competencia de hacer desde el principio la variedad deseada? Los restos fósiles presuponen un proceso de tanteo, una incapacidad de anticipar el futuro, lo cual no concuerda con un Gran Diseñador eficiente (aunque sí con un Diseñador de un temperamento más distante e indirecto)»

Como podemos ver, Sagan dice precisamente lo contrario de lo que los creacionistas pretenden con esa cita tan descaradamente sacada de contexto.

Pero si esto es ruin, aún más ruin y devastador es el uso negativo de la minería de citas, que suele estar relacionado con la creación de «falacias del hombre de paja», o sea, desacreditar al adversario o su posición sacando sus frases fuera de contexto.


Un letal maestro de este arte fue Julius Streicher. Desde el periódico Nazi «Der Stürmer» se dedicó a rescatar todo tipo de frases de los textos sagrados y demás escritos hebreos para, ya durante la república de Weimar y, luego, con Adolf Hitler en el poder, publicarlas fuera de contexto y alarmar a la población ante el peligro que suponían los judíos, algo que contribuyó al estado de opinión general que hizo posible el genocidio judío. Su influencia fue tan grande que durante los juicios de Nuremberg se le consideró uno de los grandes instigadores del Holocausto, por lo que fue sentenciado a muerte y ejecutado.


Falsificación

Y, si en ese avance a través de libros y documentos no aparece alguna cita que sirva a los propósitos del minero de citas, algunos van más allá y crean la frase en cuestión. Es fácil poner una opinión propia en boca de alguna celebridad muerta, pues no podrá negarla.

Así, en una sencilla búsqueda a través de la red, podremos encontrar varias citas en que Einstein defiende la dieta vegetariana (que no practicaba) o incluso la astrología (en la que no creía), posturas que jamás compartió y sobre las que no existen verdaderas frases suyas a favor.

Sin embargo, como más daño puede hacer una cita falsa, igual que en el anterior apartado, es cuando se usa para desacreditar al enemigo. No debemos pensar que el poder de este tipo de falsificaciones es algo sin importancia, pues su influencia en la historia —como ya pudimos ver en el caso de Julius Streicher— puede ser grande.

Son tristemente famosos «Los Protocolos de los Sabios de Sion», una falsificación creada por la policía secreta zarista para desacreditar a los líderes comunistas, mucho de ellos judíos. Ese libro son las supuestas actas de una reunión secreta entre una serie de judíos que conspiran para dominar el mundo. Pese a no ser más que una burda falsificación, que incluso plagiaba, casi palabra por palabra, una obra satírica anterior («Diálogo entre Montesquieu y Maquiavelo» de Maurice Joly), esa obra tuvo un impacto enorme en la historia, siendo una pieza clave en los pogromos rusos y el Holocausto judío. Pese a su probada falsedad, aún hoy mucha gente los cita para justificar su antisemitismo.


Otra célebre falsificación es la «Carta de Zinoviev», una supuesta carta de la Internacional Socialista a la izquierda británica, de tono apocalíptico y conspirativo, y que provocó la caída del gobierno laborista de Ramsay MacDonald en 1924.

Evidentemente, una cita no tiene el poder de un libro o de una carta, pero bien usada puede hacer bastante daño. Así, mucha gente durante la segunda guerra mundial, se creyó a pies juntillas que Churchill había dicho que «sólo creo en las estadísticas que hago yo mismo», algo que le retrataba como un mentiroso. La frase había sido creada y difundida por Goebbels, el astuto ministro de propaganda Nazi, para desacreditar al líder británico ante la opinión internacional… especialmente la norteamericana, aún reacia a entrar en la guerra.

Recientemente se puso en boda del presidente iraní Mahmoud Ahmadinejad «Israel debe ser borrada del mapa», terrible frase que invita extremar las posturas beligerantes en Oriente Medio y que favorece a los halcones de la guerra. Sin embargo la frase real era: «el régimen sionista debería ser borrado de las páginas del tiempo», cuyo contenido es mucho menos beligerante y radical. El peligro y la mala intención de ese error de citado es evidente.

Resumiendo

Al contrario que en todos los anteriores apartados, en que las citas cambiaban de una forma más o menos «natural», resultando muchas veces en una mejoría de las mismas, en este caso los cambios intencionados, la sátira, la minería de citas y la descontextualización, y la falsificación son herramientas que, si bien alguna vez se han usado para bien de esas citas y las ideas que representan, habitualmente se emplean para la mentira pudiendo, en ocasiones, resultar muy peligrosas.

Afortunadamente, en el universo de las citas erróneas, estos casos no son los más abundantes… aunque hemos de ser extremadamente críticos cuando veamos aparecer una cita tan contundente, definitiva y potencialmente controvertida como las de estos últimos ejemplos.

Aunque con este post doy por terminado el contenido de estos posts dedicados a las falsas citas, en el próximo, a modo de epílogo, analizaré una frase que, con cinco sencillas palabras, ilustra todas y cada una de las grandes categorías que se han tratado en esta serie de entradas.