martes, 20 de abril de 2010

El aprendizaje no asociativo

Casi todo el aprendizaje se basa en asociaciones. Respuestas reflejas con estímulos condicionados, conductas con refuerzos y castigos, conceptos con objetos, palabras con conceptos, unos conceptos con otros... Así, desde la simple campana que el perro de Pavlov acabó asociando a su comida, hasta las más complejas teorías filosóficas y científicas.

Sin embargo existe un tipo de aprendizaje que no es asociativo y que se basa en un cambio en nuestra respuesta ante un estímulo que se presenta de forma continua y repetida. Ante ese persistente estímulo no solemos permaneces impasibles y, o bien generamos una respuesta de «habituación» o una de «sensibilización».

Habituación
La habituación consiste en la atenuación e incluso desaparición de nuestra respuesta ante un estímulo repetido. Suele darse ante estímulos sencillos y poco molestos, que forman una especie de telón o ruido de fondo de nuestra vida.

Un ejemplo clásico y muy intuitivo es la ropa. Cuando nos la ponemos, la sentimos: el pantalón (o la falda) rozando nuestras piernas y ajustándose a la cintura, la camisa o la camiseta cayendo sobre nuestra piel y en los brazos, los calcetines, los zapatos… pero en cuanto ya llega un rato sobre nosotros, al ser su contacto continuo y poco molesto, nuestro cerebro genera una respuesta de habituación y bloquea toda esa información redundante para poder centrarse en otras cosas de interés. Dejamos de percibir la ropa y su ligero peso sobre nosotros hasta que, por alguna razón (como leer este blog y que se os ocurra probar a «sentir» la ropa conscientemente) el cerebro da la orden intencionada de buscar esas percepciones, o la ropa se mueve al cambiar de postura o ser retirada de nuestro cuerpo. Entonces volvemos a notar todas esas sensaciones.

Otro ejemplo, que aparece en algunas películas, es el del tren que pasa junto a una casa. Su ruido nos molesta al principio, pero a base de pasar un día tras otro nos acostumbramos y casi llegamos a ignorarlo. Lo sé bien porque los dieciocho primero años de mi vida pasaron relativamente cerca de una vía del tren. En algunas películas se ha usado este efecto para generar comedia, haciendo que los personajes, ante un ensordecedor tránsito del tren, que lo hace temblar todo, continúen con sus cosas como si no pasase nada. Lo del tren ha llegado al extremo de que muchas personas que vivían al lado de vías de ferrocarril o de metro ligero, al modificarse el trayecto de éstas, sentían una sensación de molestia, como si les faltase algo, a las horas que antes pasaba ese tren y que ahora ya no pasaba. Afortunadamente, al cabo de unos días, también se «habituaban» a esa tranquilidad.

Algo parecido les pasa a los que están habituados, en la ciudad, a dormir con el ruido de tráfico. Cuando viajan y duermen en un lugar muy silencioso, les cuesta conciliar el sueño sin ese continuo ronroneo del tráfico, hasta que consiguen habituarse a ese silencio. Todo esto es consecuencia de nuestras respuestas de habituación.

En el cine, si nos fijamos atentamente, en cada escena de una película (o serie), de fondo hay pequeños ruiditos y sonidos que acompañan la acción (el fondo del tráfico, conversaciones, objetos, viento, agua, árboles, un ligero zumbido, etc.) y que nos pasan por completo desapercibidos al centrarnos en la acción y los diálogos. Sólo las percibimos claramente al principio de la escena o cuando se produce un cambio significativo en ese fondo sonoro, o cuando intentamos percibirlo intencionadamente, claro.

Un uso muy astuto e intencionado de esa respuesta de habituación puede verse en la película «Hasta que llegó su hora» («Once Upon a Time in the West») de Sergio Leone. Cerca del principio vemos a una familia, un padre y sus hijos, que preparan la llegada de la nueva esposa del hombre. Hablan del futuro y de sus expectativas mientras, de fondo, se oyen el continuo canturreo de los grillos y cigarras del lugar. Ese ruido, poco a poco, va pasando desapercibido al centrarnos en el contenido del diálogo, hasta que, de repente, cesa por completo; se hace el silencio más absoluto alrededor de esa familia. Eso genera una poderosa respuesta de alerta en el espectador (y, al poco, en la familia), y esa ruptura de la respuesta de habituación nos avisa de que algo raro pasa. Y, efectivamente, así es. La aparición de Henry Fonda y sus secuaces, que asesinan a la familia, dará la razón al repentino mutismo de los grillos y las cigarras, y satisfará las expectativas creadas por el repentino cese de esa repuesta de habituación.

Sensibilización
La sensibilización es el caso contrario al anterior: nuestra respuesta se incrementa ante un estímulo repetido, algo que puede pasar en dos casos:

De forma natural, ante un estímulo que suele ser muy complejo, estridente o molesto de por sí, o uno que ocurre en un momento especialmente crítico. Esto es tanto para bien como para mal: por un lado tenemos el odioso «bipbip» del despertador, que nos arranca del sueño; pero por otro lado están las caricias o el contacto de alguien a quien deseamos, que nos resultaran cada vez más placenteras.

También puede ocurrir de forma antinatural, ante un estímulo que normalmente provocaría habituación. Esto puede deberse a un estado alterado de nuestro cerebro, bien sea a causa de alguna droga o su efecto posterior (como la resaca); por culpa del cansancio, la fatiga u otro estado transitorio; o motivado por alguna enfermedad física o psicológica.

Ernst Lubitshc nos da una simpatiquísima lección de lo que es la sensibilización en su película «El bazar de las sorpresas» («The shop around the corner»), cuando un viajante la propone al dueño de la tienda que venda unas elegantes cajitas de cigarros que, cada vez que se abren, hacen sonar la popular melodía «Ojos Negros». El dueño rechaza el invento alegando que para un fumador eso implicaría escuchar la cancioncilla unas 20 veces al día, lo que a la semana y al año haría un número enorme de veces. El fumador en cuestión, a base de oír una tras otra vez la canción, acabaría odiándola (o sea, sensibilizándose) y tirando la cajita a la basura.

Los que tenemos críos pequeños (terriblemente resistentes a la sensibilización) sabemos lo que es eso. Adoro el corto de Pixar de los pajaritos, pero tras verlo unas 20 veces seguidas, porque mi hijo no paraba de pedirlo, he comenzado a pillarle un poco de manía a los bichejos en cuestión. Por no hablar de esas metálicas melodías y cancioncillas que suenan cuando toca las teclas de ciertos juguetes. Abominables. Los padres sí que sabemos lo que es la respuesta de sensibilización…

Una buena aplicación práctica de la sensibilización en el cine se la debemos a Bernard Herrmann y ese impresionante ostinato de cuerdas que sustituye al sonido de las cuchilladas en la escena de la ducha de «Psicosis». Cada vez que se repite ese estridente sonido de violines se nos hace más molesto y nuestra respuesta se hace más extrema, aumentando la sensación de tensión, peligro y daño. Ese sonido también hace de bisagra (una bisagra ya anunciada en la anterior secuencia entre la chica y Norman, excepcionalmente comentada en esta entrada de laescueladelosdomingos) y cambia definitivamente la perspectiva con que está narrada la película: del punto de vista de chica al de Norman, de una mente sana, aunque haya cometido un delito, a una enferma, que comenta un atroz asesinato. Y esa respuesta de sensibilización, algo más propio de un estado alterado que de uno normal, más propio de Norman que de su víctima, es la que marca definitivamente el tono del resto de la historia. La historia de un loco, prisionero del recuerdo enfermo de su madre y de los traumas sexuales que eso le generan.

No era la primera vez que el cine intentaba representar las respuestas de sensibilización que una mente enferma o alterada tiene ante la realidad, cuando todo parece especialmente intenso y cualquier sonido o imagen se hace anormalmente molesta o placentera (o una combinación de ambas cosas). Algo así, y sin sonido, consigue transmitirnos Murnau, en «Amanecer», mediante la anárquica superposición de numerosísimas imágenes de tráfico, luces, personas, bailes, que de repente se agolpan en la cabeza del protagonista cuando es tentado por su amante para matar a su mujer. Placer, miedo, culpa, tentación… todo se agolpa en la mente de ese atribulado hombre.



En contraste con esta escena, en que todos esos estímulos se clavan tan doloramente en la mente del protagonista, hay una escena análoga en que él y su mujer atraviesan la ciudad íntimamente abrazados. Pero ahora, con ella, que es buena y lo ama de verdad, todo ese ruido y ese caos que se concentra alrededor de ellos, no les afecta; lo coches ni les rozan, los gritos no les perturban, las paredes no les detienen; están impasibles, alejados, a salvo y, poco a poco, esa ciudad se va desvaneciendo alrededor de ellos hasta que llegan al campo y la luz del día les rodea. Se podría decir que el héroe de nuestro relato, con ella, es capaz de «habituarse» a ese ruido que lo amenaza. Será con la aparición de su amante cuando ese ruido se vuelva amenazador, cuando se «sensibilice» y esa tentación le lleve hasta las fronteras del crimen y la locura. Dos mundos, dos momentos, genialmente representados por Murnau a través de estas dos significativas escenas.
Esta segunda y breve escena podeis verla aquí, a partir del minuto 2:30.


Eso ha sido imitado muchas veces, añadiendo música disonante, extremando los efectos de sonido, y saturando la imagen y las luces, para representar, en multitud de películas, esa percepción alterada y excesivamente sensibilizada que tienen las personas que sufren de ciertos trastornos o intoxicaciones.

El poder de la habituación y la sensibilización es que, al no ser un aprendizaje asociativo, resulta casi intuitivo, primario, y su uso es especialmente poderoso al ir directamente a nuestras sensaciones y emociones antes que a nuestro intelecto. Por eso es tan efectivo su (buen) uso en el cine. Aunque, ojo, su mal uso, evidentemente, será percibido como especialmente tosco o chapucero. Así es el arte a veces, un ejercicio de todo o nada, y quien no se arriesgue a fracasar estrepitosamente, tampoco podrá obtener grandes logros.

domingo, 18 de abril de 2010

El Sombrerero (Loco)

Con el estreno de la nueva versión de «Alicia en el País de las Maravillas», de Tim Burton, se ha vuelto a poner de moda esa inmortal obra de Lewis Carroll y sus extravagantes personajes. Y, por las fotografías de revistas y periódicos, el que parece haberse puesto más de moda es el popularmente conocido como Sombrerero Loco, posiblemente porque está interpretado por Johnny Depp, principal estrella de la película, si bien en la novela se le llama sencillamente «el Sombrerero». Conozcamos un poco más sobre este personaje y las razones de su locura.
El Sombrerero aparece por primera vez en el capítulo séptimo de «Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas», si bien ni este capítulo ni este personaje aparecían en el manuscrito original de la obra («Las aventuras de Alicia bajo tierra», hoy disponible en edición facsímil o a través del proyecto Gutenberg), si no que fueron posteriormente añadidos por Carroll al reescribir el manuscrito para su publicación.
En un capítulo anterior el gato de Cheshire ya avisa a Alicia de que se va a encontrar con el Sombrerero, y que está loco. Es la única vez que esas dos palabras aparecen tan seguidas, si bien el comportamiento del personaje y el título del capítulo en que aparece («A Mad Tea Party», que podríamos traducir como «una merienda de locos») parecen confirmar lo que decía el gato.

En esa merienda o reunión para tomar el té, Alicia se encuentra con tres personajes: un lirón, que se pasa casi todo el tiempo dormido (parece ser un guiño al wombat que el pintor Dante Gabriel Rossetti, buen amigo de Carroll, tenía como mascota… y que se pasaba todo el día durmiendo), la Liebre de Marzo y el Sombrerero. Estos dos últimos son los que, con sus continuos disparates y ocurrencias, parecen estar locos y dan sentido, o más bien sinsentido, al título del capítulo.

Una broma lingüística, las frases hechas
En el título del capítulo ya podemos ver una broma lingüística de las que tanto le gustaban a Carrol. En el inglés de su época existían dos frases hechas para referirse a alguien de conducta excéntrica o desordenada: «loco como un sombrerero» y «loco como una liebre de marzo». La primera se usaba normalmente en la época de Carroll, si bien la segunda era un tanto arcaica (aunque tras el éxito de Alicia volvió a ponerse de moda). Está claro que el que ambos personajes protagonicen esa merienda, y que los dos estén un poco locos, es una clara referencia a esas expresiones populares.

El origen de «loco como una liebre de marzo» tiene que ver con que en ese mes es cuando las liebres entran en celo, comportándose para sus rituales de apareamiento de una forma mucho más agresiva y extraña que el resto del año.

La expresión «loco como un sombrerero» tiene unos orígenes más inciertos. Algunos lingüistas piensan que viene de la asociación del sustantivo «hatter» (sombrerero) con el antiguo verbo «hatter», que se usaba para indicar que alguien tenía una conducta molesta con los demás. Otros la relacionan con el vocablo anglosajón «atter», que significa «veneno», y haría referencia a los síntomas de locura que aparecen al consumir algunas sustancias tóxicas.

Algunos estudiosos asocian la expresión con Roger Crab, un sombrerero que en el siglo XVII vendió todas sus propiedades, regaló el dinero a los pobres y se dedicó a vivir en el monte siguiendo una estricta dieta vegetariana.

Otra teoría, que es la que aparece recogida con más frecuencia en los medios, revistas e incluso en algunas entrevistas con el actor Johnny Depp, tiene que ver con una causa médica.


Una broma médica, la hidrargiria
Los sombrereros, a lo largo del siglo XVIII y XIX, usaban mercurio para preparar el fieltro de los sombreros, con lo que, si no tomaban las debidas precauciones, podían acabar sufriendo los síntomas de la hidrargiria, un envenenamiento progresivo con mercurio.

Aunque los síntomas más visibles de este trastorno son cutáneos: escamaciones y manchas en la piel, también suele verse acompañado por manifestaciones neurológicas, como sensaciones de picores, calor, quemazón… que puede provocar gestos y conductas de lo más extravagante en las personas que lo sufren. En casos graves puede aparecer la amnesia anterógrada, o sea, que el enfermo no sea capaz de retener cosas nuevas en su memoria, con lo que el pobre nunca sabrá qué es lo que iba a hacer o lo que le acaban de decir, estando en permanente estado de confusión e incapacitado para llevar una vida normal. En este caso su «locura» es mucho más grave, evidente y llamativa.

Sin embargo, el origen concreto del personaje del Sombrerero, aunque pueda participar un poco de todo lo expuesto hasta aquí, más que con la enfermedad tiene que ver con un homenaje que Carroll le hizo a un conocido suyo de Oxford.

Una broma personal, Theophilus Carter
Theophilus Carter era conocido de todo el mundo en Oxford. Era un tratante de muebles que también se dedicaba a inventar trastos y aparatos de dudosa utilidad. Uno de los más célebres fue una «cama-despertador» que, a través de un complejo mecanismo, expulsaba literalmente al durmiente de la cama, tirándolo en una bañera de agua fría cuando sonaba la alarma del despertador.

Este invento fue homenajeado por Nick Park en sus series sobre «Wallace y Gromit», donde aparece una cama que sigue la idea de Carter, si bien el protagonista es directamente introducido en su ropa, y no en una bañera de agua fría. En la versión de Disney de «Alicia en el País de las Maravillas» también podemos ver como el Sombrerero disfruta utilizando algún simpático invento de dudosa utilidad… como esa tetera con tres pitorros para servir todas las tazas de té a la vez; simpático homenaje de Disney a Carter.
En la novela, la obsesión del Sombrerero con el tiempo y los relojes también puede ser vista como un guiño a ese peculiar invento de la cama-despertador. Además, en su capítulo, los muebles tienen una gran importancia, en evidente referencia a la profesión de Carter.

Theophilus, además, era conocido por su conducta extravagante y sus bromas, y por la gran chistera que le gustaba lucir cuando estaba en su establecimiento. Por todo eso, algunas personas se referían a él con el mote de «Mad Hatter», el Sombrerero Loco.

Carroll hizo viajar a su ilustrador, Tenniel, hasta Oxford, para retratar a Carter y que fuesen sus rasgos los que aparecían en el rostro de su personaje el Sombrerero, inmortalizando así a su peculiar conocido. Además de esos rasgos faciales, Tenniel le añadió la etiqueta del precio al sombrero, no queda claro si como despiste o porque el sombrerero usaba su cabeza a modo de improvisado escaparate. Ese precio, 10 chelines y 6 peniques, un precio razonable para la época, ha sido tomado como punto de partida en ciertos ambientes de Oxford y otros lugares para celebrar el «día del Sombrerero Loco» el 6 de octubre (en la notación inglesa de las fechas, primero se pone el mes y luego el día), una especie de segundo día de los inocentes.

En tiempos de Carroll circuló la leyenda de que el Sombrerero Loco era una caricatura del político liberal William Gladstone (Carroll era conservador), algo que fue desmentido tanto por el autor como por Tenniel. Y quizá por ello, en la continuación, «Las Aventuras de Alicia a Través del Espejo, y lo que encontró allí», sí aparecen verdaderas caricaturas de Gladstone y, su oponente político, Disraelí.

El matemático americano Norbert Wiener, padre de la cibernética, en su autobiografía, comenta que Bertrand Russell se parecía muchísimo a esa ilustración del Sombrerero Loco, y que, además, sus dos colegas de Cambridge, McTaggart y Moore, se parecía respectivamente al Lirón y a la Liebre de Marzo… con lo que ese grupo de tres pensadores era conocido en la universidad como el «Trinity’s Mad Tea Party» (algo así como «la Merienda de Locos del Trinity»).

Una broma astronónica, el lunático
Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas tienen lugar el 4 de mayo de 1862. Según el estudioso de Carroll, Alexander L. Taylor, ese día el calendario lunar iba dos días por detrás del calendario solar… con lo que cuando el Sombrerero dice que su reloj va dos días atrasado (un chiste muy simpático, pues los relojes de la época sólo daban la hora y no incluían los días) también hace referencia a que él sigue el calendario lunar… una broma sobre su locura, pues eso lo convierte en un «lunático»

Hatta
El Sombrerero vuelve a aparecer en el capítulo XI de «Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas», como testigo en el juicio contra el «Paje de Corazones» por robar unas tartas, y también en la continuación de esta novela, la aún superior «Las aventuras de Alicia a Través del Espejo, y lo que encontró allí», si bien allí su nombre se abrevia y pasa de ser «Hatter» a ser «Hatta», y trabaja como mensajero del rey. La Liebre de Marzo también aparece, abreviada de «March Hare» a «Haigha», y trabaja en lo mismo que su viejo amigo: mensajera del rey. El monarca explica que necesita dos mensajeros, pues uno se encarga de llevar los mensajes y otro de traerlos.
Podemos ver como ya en la concepción del personaje, sin entrar en sus complejos y divertidos parlamentos, se concentran toda una serie de juegos lingüísticos, bromas personales y sutiles referencias astronómicas con las que Carroll y Tenniel pusieron la primera piedra de este entrañable Sombrerero Loco.

Para saber más y disfrutar plenamente, tanto de él como de toda la obra, aconsejo la lectura de la versión anotada por Martin Gardner, para mi gusto, la mejor. La traducción que ha hecho a nuestro idioma Francisco Torres Oliver, cuidadamente editada por Akal, con las ilustraciones originales de Tenniel, es estupenda... aunque un poquillo cara. Pero merece la pena.

sábado, 17 de abril de 2010

Hipnosis

Hace ya tiempo, con motivo de la segunda entrada relativa al mundo del sueño y los sueños, Majo me pidió que hablase un poco de la hipnosis. Así que, por fin, allá vamos.

Podría decirse que la hipnosis es un tema bastante relacionado con el anterior, pues la palabra tiene su origen en «Hipnos», personificación del sueño dentro de la mitología griega. Y así debió de ver este fenómeno James Braid, quien acuñó el término «hipnosis» a mediados del siglo XIX, considerándola un estado cercano al sueño, a medio camino entre éste y la vigilia, durante el que toda nuestra mente estaría focalizaba en una sola cosa —un pensamiento, una tarea, una sensación…—. Sin embargo, y pese a sus nobles intenciones de llevar a cabo una aproximación racional a algo que, hasta el momento, era terreno de la superstición y la charlatanería, erró un poco el tiro ya que la realidad de la hipnosis, como veremos, ha probado ir por otro lado.

Podemos rastrear el origen de la práctica de la hipnosis muy lejos en el pasado y en casi todas las culturas, en los estados de trance practicados por muchas religiones, vinculados a creencias mágicas y a explicaciones de corte sobrenatural. A finales del siglo XVIII, Franz Mesmer lanzó la hipótesis de que tras esos fenómenos se escondía una suerte de magnetismo animal. Para evocarlo, al principio, usó imanes, pero luego llegó a la conclusión de que le bastaba con pasar las manos cerca del cuerpo de la persona a «mesmerizar». Sus prácticas llegaron a tener tal éxito y popularidad que el rey Luis XVI encargó una investigación para ver qué había de cierto en ello.

El estudio experimental que se hizo sobre las técnicas de Mesmer es ejemplar en cuanto a su planteamiento y ejecución. A un grupo de personas se les aplicaban las prácticas de Mesmer, mientras que a otro se le decía que se le iban a aplicar, sin llegar a usarlas en ningún momento con ellos. Todas estaban en el mismo ambiente, recibían la misma información y tratamiento verbal, y no veían lo que ocurría a su alrededor. El resultado fue contundente, pues ambos grupos reaccionaban de la misma manera, con lo que los efectos del supuesto magnetismo animal eran debidos a la pura sugestión verbal.
Quizá eso llevó a Hippolyte Bernheim —considerado como el padre de la hipnosis moderna— a plantear la hipótesis de que la hipnosis, que había definido James Braid, no era un estado de la mente diferente a la vigilia, sino un proceso de sugestión inducido verbalmente, en un ambiente un tanto teatral que, así, potenciaba su eficacia.

A partir de ahí, y durante más de siglo y medio, el debate en torno a la hipnosis se ha mantenido alrededor de esos dos polos opuestos: de si realmente se trata de la inducción de un estado diferente a la vigilia o el sueño, o si es un proceso de sugestión.

Parte de las escuelas de psicoanálisis, al igual que muchas otras teorías más espiritualistas, esotéricas o «new age», apuestan fuerte por lo primero. Es necesario que exista ese otro estado, diferente a la vigilia, que nos permita acceder a estancias inexploradas, reprimidas o poco usadas de nuestra mente. Una especia de sueño controlado o dirigido. De otra forma, de tratarse tan sólo de una sugestión, como postula la otra teoría, buena parte de los resultados de esa hipnosis a la hora de desvelar los secretos enterrados en el inconsciente serían muy cuestionables, si no directamente falsos, al ser fruto de esa sugestión inducida por el hipnotizador.

Pero el poder de la sugestión no debe tomarse a la ligera y es muchísimo más poderoso de lo que nos podemos figurar de buenas a primeras. En un sencillo experimento se usó un escáner para monitorizar las áreas del cerebro responsables de dar respuesta ante el incremento de calor sobre nuestra piel. A dos grupos de sujetos experimentales se les colocó una almohadilla hinchable alrededor del cuello y se les dijo que se iba a llenar de agua caliente para registrar la respuesta cerebral a ese calor. El experimentador les iba informando verbalmente de cómo el agua iba entrando en la almohadilla y elevando el calor. La diferencia entre los dos grupos es que a uno se le metió agua caliente y, al otro, agua fría. Sin embargo, por la sencilla sugestión verbal inducida por el experimentador, casi todos los sujetos de ambos grupos dijeron sentir calor. Sus respuestas cerebrales también fueron las correspondientes al calor, incluso cuando en la almohadilla había agua fría. En otros grupos, de control, no había sugestión verbal alguna, y los sujetos experimentaron calor o frío en función de agua. Tal es el poder de una sencilla sugestión verbal en el, casi teatral, ambiente del laboratorio.

El famoso efecto placebo, de hecho, es una sugestión beneficiosa. Hay gente que para no marearse se pone una tirita en el ombligo… y les funciona. Lo de la tirita es una chorrada sin base alguna, evidentemente, pero lo que sí es poderoso y efectivo es la autosugestión a que esa persona se somete. Lo mismo pasa con los famosos medicamentos sin principio activo alguno que se dan para ciertos trastornos de base psicológica, los provenientes de la homeopatía (el agua mineral más cara del mundo), ciertos remedios caseros que no deberían funcionar, o algunas prácticas de santones y curanderos, que acaban teniendo resultado en ciertas personas para ciertas cosas gracias a la enorme fuerza de la sugestión. El peligro es cuando se pretende aplicar eso en casos no susceptibles a la sugestión, como las enfermedades infecciosas, traumatismos, cánceres, etc.
Igualmente poderoso es el efecto contrario, denominado por Walter Kennedy, en 1961, reacción «nocebo». Consiste en sufrir efectos negativos e indeseados a través de la sugestión. Aunque Kennedy se refería a los efectos secundarios de ciertos medicamentos, que parecían ser extremos y muy exagerados en ciertos pacientes a los que se había prevenido de ese riesgo, también se podría aplicar a nuestra vida diaria. Recuerdo el caso de una compañera de escuela que se «emborrachó» al tomar, sin querer, una Coca-cola y una aspirina... una especie reacción nocebo basada en una tonta leyenda urbana.

Eso sí, no todas las personas son igualmente sugestionables. Existen escalas para medirlo. Están basadas en la presentación de una serie de sugestiones, dentro de un marco de hipnosis, que van de la más sencilla a la más compleja y potente, en una escala del 1 al 12. Las más usadas son las escalas de Stanford y de Harvard. En ésta última, durante un estudio realizado en mi facultad cuando era estudiante, puntué un «1». O sea, que no soy nada sugestionable. Nunca disfrutaré de las bondades del efecto placebo, pero también me ahorraré las molestias del nocebo. E, igualmente, no soy hipnotizable… pues la ciencia ha acabado por dar la razón a los teóricos que, con Bernheim, defendían que la hipnosis es una forma de sugestión.

Con la llegada de la investigación neurológica a través de electroencefalogramas, escáneres y demás, se ha podido ver cómo reacciona nuestro cerebro ante la hipnosis. Todos los estudios han sido contundentes a la hora de negar la hipótesis de un estado diferenciado. La respuesta del cerebro a la hipnosis es idéntica a la respuesta del cerebro a la sugestión.

Dentro de la ciencia, hoy, la hipnosis se define por las siguientes características:

—Es un estado de la vigilia.

—La atención está focalizada en algo.

—Se disminuye la percepción de la periferia.

—Se aumenta considerablemente la capacidad de sugestión.

Esto no desacredita en absoluto los potenciales de la hipnosis para ciertas terapias o investigaciones, sino que lo delimita y aclara, facilitando que se use con mayor efectividad y honestidad. Aparte quedan los espectáculos de mentalismo, que se suelen basar en la complicidad de los participantes, estudiados efectos cinéticos, rápidas fórmulas de sugestión y elaborados trucos de ilusionismo. Nada que ver con la verdadera hipnosis.
Hipnotizar, y lo sé por experiencia, pues fui (malamente) hipnotizado e hipnoticé a otras personas, es un proceso verbal, largo y complejo, que lleva bastante tiempo y requiere formación, entrenamiento y una base previa de psicología y/o medicina. No todas las personas responden igual a la hipnosis. Y realmente puede ser útil para acercarse e intervenir en cierto tipo de trastornos, —como algunos somatoformes, las antiguas neurosis de conversión, por ejemplo— en las personas fácilmente sugestionables. Pero también puede ser muy perniciosa para otras cosas en ese mismo tipo de personas, como la recuperación de recuerdos o traumas de la infancia, como veremos más adelante.

Como era de esperar, desde los círculos de algunas corrientes psicoanalíticas (no todas, claro), de terapias «new age» o de pensamientos vinculados al esoterismo, se hace oídos sordos a estos contundentes resultados y se sigue defendiendo la teoría del estado diferente. Desgraciadamente, mientras que la ciencia y el rigor se divulgan a través de publicaciones y medios que no tienen demasiada difusión o popularidad, la charlatanería y la superstición resultan mucho más atractivas y, con más frecuencia, se cuelan en los medios de gran tirada y, cómo no, en las películas.

Por su teatralidad y por esa concepción popular de que nos lleva a un estado a medio camino del mundo de los sueños y de la vigilia, la hipnosis posee unas enormes connotaciones de magia y de misterio, a las que se viene a añadir el hecho de que puede ser inducida por otros... con buenos o malos fines. Normal que algo tan sugerente tenga una fuerte presencia en el cine desde sus primeros tiempos.

Podríamos categorizar los usos que el cine ha hecho de la hipnosis en varios grupos:

Como herramienta de dominio. Uno de los aspectos que más he hecho volar la imaginación del público y de los narradores ha sido la supuesta capacidad del hipnotizador para controlar la voluntad de sus víctimas, incluso aunque ellas no quieran. Algo que, pese a no tener una gran base científica —pues el hipnotizado realmente no hará nada contra su voluntad ni se pondrá en peligro o romperá con sus principios—, posee un gran potencial dramático. Así Robert Wiene ya usó este mecanismo en «El gabinete del Doctor Caligari», película que, además, inaugura la influencia del expresionismo en el séptimo arte.
Fritz Lang también hizo uso de la hipnosis como mecanismo de poder en sus películas sobre el doctor Mabuse. A la segunda de ellas, «El testamento del doctor Mabuse», le dio un fuerte contenido crítico, y la hipnosis funcionaba como una metáfora de la manipulación que los líderes políticos hacen de las gentes para obtener sus fines, algo que tenía una aplicación muy concreta a la situación que vivía en aquel momento Alemania, con Hitler y el nazismo recién ascendidos al poder. La película fue censurada y tuvo serios problemas para exhibirse y, de hecho, por culpa de toda esa controversia, Fritz Lang acabó emigrando a Estados Unidos donde continuó su carrera. Muchos años después, acabaría por cerrar su larga y productiva filmografía, precisamente, con la tercera parte de la saga del doctor Mabuse.

Muchas otras películas de horror y misterio siguieron por la línea abierta por los doctores Caligari y Mabuse, con malvados personajes que hacían uso de la hipnosis y la sugestión para conseguir sus fines, bien con base científica o entremezclándose con historias de corte sobrenatural. Una mezcla de hipnosis, drogas y vudú se puede ver en la genial «Yo anduve con un Zombie» de Jacques Tourneur, y uno de los múltiples poderes que poseía el Drácula clásico era, precisamente, el de la hipnosis, especialmente efectiva en las mujeres jóvenes y bellas.

Con la llegada de la guerra fría y la captura de numerosos soldados americanos en la guerra de Corea, comenzaron a circular historias sobre los lavados de cerebro a los que estos eran sometidos por sus captores. El malo pasó de científico loco o brujo, a comunista.

En «El mensajero del miedo» vemos como los norcoreanos comunistas consiguen, mediante sugestión posthipnótica, que un prisionero americano, una vez liberado, atente contra un candidato a la presidencia de los Estados Unidos. Algo tan sencillo como una llamada de teléfono en la que se dice la palabra que evoca esa sugestión, la famosa reina de diamantes, y el heroico patriota se convierte en un despiadado asesino programado por los comunistas. Afortunadamente, ahí estaba Frank Sinatra para impedirlo.

La realidad es que, por una parte, esa sugestión posthipnótica tiene mucho menos poder y efectividad de la que se le supone —y desaparece con el tiempo—, y que las técnicas de lavado de cerebro que usaron los norcoreanos iban destinadas a convencer a los prisioneros americanos de los errores del capitalismo, algo en lo que tuvieron muy poco éxito.

Otras películas de suspense, policíacas y de espionaje siguieron por esa línea de usar la hipnosis como parte del arsenal enemigo, como la entretenida imitación de los seriales de James Bond, «The Ipcress File». Y rara es la serie policíaca que no tiene algún capítulo en que la hipnosis sea usada por el criminal para manipular a sus inocentes víctimas.

E igual que la hipnosis puede ser usada para el mal, también puede ser usada para el bien, como herramienta de curación. En muchas películas podemos ver como psicólogos y psiquiatras la usan para ayudar a otros personajes. Así lo tenemos en la ya comentada «Recuerda»; en la simpática «Elemental, doctor Freud», donde el mismísimo Sigmund Freud hipnotiza a Sherlock Holmes; en «Donnie Darko», en «Zoolander», donde también se usa para hacer comedia, y en muchísimas más películas. Resulta interesante la aparición de la hipnosis en «El indomable Will Hunting», donde el protagonista finge ser hipnotizado cuando no lo está, mostrando que si una persona no quiere ser hipnotizada o es poco sugestionable, no puede serlo por mucho que el terapeuta se empeñe.
En muchas de estas películas el hipnotizador, además de ayudar a los personajes ayuda a los guionistas. De hecho, la mayor parte de las veces esas sesiones de hipnosis se usan para recuperar cierta información que está enterrada en la memoria o el inconsciente del personaje, con lo que se convierte en un mecanismo un tanto facilón y ya manido para ocultar y dosificar la información, haciéndola salir cuando conviene. Para que esa secuencia de hipnosis tenga de verdad brillo y no sea un tópico comodón ha de resultar realmente ingeniosa, bien planteada y original, revelando algo más que esa información tan comodonamente ocultada y provocando algún tipo de giro.

La realidad es que la hipnosis no es especialmente eficiente a la hora de ayudarnos a recordar cosas olvidadas y, de hecho, su uso para ello es peligroso y muy desaconsejable, pues al tratarse de un proceso basado en la sugestión, es muy posible que creemos falsos recuerdos en lugar de tener acceso a información fiable.

En 1990, George Franklin fue condenado por asesinato debido al testimonio de una persona que había evocado sus recuerdos, de 20 años atrás, mediante hipnosis. Fue la primera vez en que la hipnosis se usaba de forma legal. Sin embargo el caso continuó siendo revisado, tanto con análisis forenses más modernos como con el peritaje de neurólogos, psiquiatras y psicólogos. Y tras seis años se acabó demostrando la inocencia de Franklin, con lo que fue puesto en libertar tras perder más de media década de su vida en la cárcel. A partir de ahí se decidió prohibir el uso de la hipnosis para obtener testimonios legales, pues la probabilidad de que esos testimonios fuesen falsos e inducidos por el hipnotizador es muy alta.
Más extraño y denigrante fue el caso de Paul Ingram en 1988, adaptado en el telefilme «Forgotten Sins», donde un terapeuta que mezclaba psicoanálisis, hipnosis y prácticas religiosas pentecostales, acabó induciendo a las hijas de ese hombre a acusarlo de haber abusado sexualmente de ellas en el contexto de unos grotescos rituales satánicos. El pobre hombre, que no había hecho nada de eso, se sintió tan mal que accedió a someterse a un proceso de hipnoterapia, en el que acabó creyendo que realmente había cometido esos abusos. Y confesó, con lo que fue inmediatamente encarcelado. Y la cosa no quedó ahí, pues las niñas comenzaron a implicar a más y más personas, y a hablar del asesinato ritual de 25 bebés. La policía, al ver como aquello se comenzaba a desmadrar y que recordaba demasiado al vergonzoso proceso de las brujas de Salem, comenzó a investigar en serio. Las acusaciones contenían demasiadas contradicciones y las pruebas forenses y la investigación acabaron por demostrar que eran por completo falsas e inducidas por la hipnosis. Ingram, una vez libre de la terapia, se dio cuenta de que a él también le habían inducido esos falsos recuerdos pero, al haberse autoinculpado, la sentencia no se revocó y no fue puesto en libertad hasta el año 2003. Es curioso como ese sistema judicial funciona muy bien a la hora de demandar a una empresa porque te has tirado encima un café mientras conducías, pero que fracase estrepitosamente a la hora de poner en libertad a una víctima inocente del fanatismo religioso.

Y no ha sido el único caso en que ese fanatismo religioso se ha confabulado con la hipnosis y el psicoanálisis para crear falsas memorias de abusos, prácticas satánicas, abducciones alienígenas y todo tipo de peligrosos disparates que ha acabado arruinando la vida de muchas personas. De las varias películas y documentales en que sale esto reflejado, sin duda, el mejor de todos ellos es «Capturing the Friedmans». En una posterior entrada espero tratar con un poco más detalle esta película y el tema de las falsas memorias.
Estos casos de falsos abusos son especialmente lamentables en un mundo donde los abusos reales existen y son terribles, y pocas veces, o ninguna, son enterrados en la memoria, si no que permanecen de forma dolorosísima en el recuerdo. Algo que queda muy bien reflejado en el espelúznate documental «Deliver us from Evil», que podría ser visto como la otra cara del anterior. Se condena a inocentes, como Ingram o Friedman, y se exonera a culpables, como el padre O’Grady y tantos otros abusadores. Qué mundo.

Lo que no se consiguió con las tácticas de ficción de Mabuse o Caligari, o con las reales de las brutales torturas y técnicas de lavado de cerebro de los norcoreanos, se logró con esa mezcla de perversas buenas intenciones, fanatismo religioso y mala ciencia aún peor aplicada. La gran diferencia estriba en que, al intentar usar la hipnosis y las técnicas de lavado de cerebro para arrastrar abiertamente a alguien de fuera de su mundo ideológico o contra sus convicciones y su voluntad, se genera una reacción defensiva que bloquea esos intentos. Sin embargo, cuando los pacientes son víctimas de las delirantes convicciones de pastores y terapeutas en quienes confían y con quienes comparten creencias, esas barreras defensivas no existen, y el poder de la sugestión se desata de forma poderosa, destrozando sus mentes y sus vidas.

En el cine, aparte de estas representaciones de la hipnosis para hacer el mal o hacer el bien (o hacer el mal a través de buenas y cívicas intenciones), también se han usado las técnicas de hipnosis de una forma que podríamos llamar meta-narrativa. En estos casos la hipnosis no aparece dentro de la historia, pero se usan, o se intentan usar, algunas de sus técnicas para conseguir un efecto creativo.

A veces va dirigido directamente contra el espectador. Luces estroboscópicas, sonidos monótonos o supuestamente sintonizados con nuestras ondas alfa (y ya vimos el disparate que era eso), efectos ópticos que pretenden focalizar nuestra atención… todo ello con la intención de crear una situación de pseudo-hipnosis en el espectador que, en el mejor de los casos, puede resultar estéticamente impactante (y David Lynch lo consigue con mucha frecuencia) y, en el peor, simplemente molesta y ridícula. La realidad es que el poder de sugestión o hipnosis de esas imágenes es muy pobre o casi inexistente, y cuando funciona se debe a otras cosas más sutiles. Por ejemplo, el ya comentado caso de «El sexto sentido», en el que al mencionar que la aparición de los fantasmas viene precedida de una sensación de frío, se está creando una sutil y poderosa sugestión. El espectador, al ver la película, por su tono, música, puesta en escena e historia, está en tensión, con lo que se incrementa la secreción de noradrenalina, lo que a su vez provoca una ligera constricción de los capilares… y la ligera sensación de frío. Una sensación que nos pasaría desapercibida si no hubiese sido subrayada por la película. Ahora, ante la inminente aparición de los fantasmas, nosotros también sentiremos ese frío. Genial uso de una sugestión casi hipnótica.

La hipnosis también se puede usar con los actores. Los hay que ya por su cuenta utilizan técnicas de relajación o de autosugestión inspiradas en la hipnosis para entrar en el personaje, pero hay un caso realmente curioso, una película en la que casi todos los actores actuaron bajo hipnosis. Se trata de «Heart of Glass», de Werner Herzof. La historia, ambientada en el siglo XVIII, se centra en un pueblo que ha basado su existencia en la artesanía de un tipo peculiar de cristal. Cuando el artesano que guardaba el secreto de su elaboración muere, todo el pueblo, obsesionado por recuperar esa fórmula, entra en crisis. Entonces es cuando aparece un santón místico que, con sus profecías y revelaciones, va manipulando y arrastrando a todo el pueblo a la locura y el caos. Muy astutamente Herzog hizo que todos los actores actuasen bajo hipnosis con la excepción del maestro artesano y el santón, los que precisamente mueven los hilos de toda la trama. El resultado es realmente extraño, poético y fascinante.
En fin, hemos visto que el poder de la hipnosis no se basa en toda la compleja parafernalia que se nos vende a través de películas y mentalistas (que como espectáculo puede llegar a ser excelentes, aunque no sean ciencia), si no que se fundamente en la sugestión, una fuerza aparentemente más sutil pero que, usada correctamente, para bien o para mal, en ciertas personas puede resultar poderosa y devastadora.

Espero, Majo, que esto te haya servido de alguna ayuda y, si no, como decía el Puck de Shakespeare, que al menos te haya entretenido.

sábado, 10 de abril de 2010

Ángeles y demonios

Con esto de los sueños me empiezo a sentir como Sísifo o, por ir situando el tema, como el niño del sueño de San Agustín, que pretendía vaciar el mar en un hoyo de la playa con una concha de vieira. Cuando me digo que ya está bien y que, aunque queden muchas cosas interesantes fuera, es inevitable por la amplitud del tema y la estrechez de un blog como éste, me doy cuenta de que hay algo que no he comentado y que me parece crucial o, al menos, que se merece unas palabras. O más de la que, hasta ahora, le he dedicado.

En esta entrada hablaré sobre un célebre ángel, «El Ángel Exterminador» de Luis Buñuel, quien ya apareció en la entrada sobre las teorías psicoanalíticas, y de unos demonios, quizá no tan famosos, los que aparecen en «El manuscrito hallado en Zaragoza», del gran director polaco Wojciech Jerzy Has.

Será la última entrada que, por ahora, dedicaré al mundo de los sueños en el cine, pero no digo que no vuelva más adelante, pues tengo en el «cargador» películas que sé que me van a pedir a gritos entrar aquí, como «La mujer en la playa», de Jean Renoir, o «Arcángel» de Guy Maddin, y hay muchos más cineastas que merecerían haber sido mencionados con más detalle en su estrecha relación con el mundo de los sueños, como Erice (en «El espíritu de la colmena»), Greenaway, Jeunet & Caro, Darren Aronofsky, Lars von Trier, Jodorowsky, Kustiruca, Tarkowsky, Bergman, Godard, Disney, Miyazaki, Oshii... entre los muchos otros con que podría llenar la larga lista de omisiones.

Luis Buñuel
Hace relativamente poco, en uno de esos entretenidos debates con amigotes, hablábamos sobre lo que son las innovaciones en el cine y las películas que más han cambiado las cosas. Y se me dio por soltar una de esas frases muy exageradas y radicales, con las que ni siquiera estoy del todo de acuerdo, pero que quedan muy contundentes… lo que se suele llamar «decir una gilipollez», vamos. La cosa es que venía a decir que desde «El nacimiento de una nación» y «El perro andaluz» realmente no se ha innovado nada y que sólo se han pulido cosillas técnicas.

Esta afirmación no sólo es injusta con otros cineastas que realmente han aportado mucho a la narrativa cinematográfica tras esas dos importantes películas, sino también con Germaine Dulac y Antonin Artaud y «La concha y el clérigo» —y sus varios precursores, como Rene Clair con «Entreacto» o Man Ray con «La estrella de mar»—, cortometraje surrealista de casi media hora y anterior al de Buñuel, si bien la fama de «El perro andaluz» lo eclipsó por completo.

Hay que reconocer que Buñuel, tras esa rompedora e influyente película, que instauró la influencia del surrealismo en el cine, no se quedó ahí, sino que se superó con una carrera brillante y muy coherente respecto a las claves estéticas y narrativas que ya asentó en ese proyecto inicial.
Aunque Buñuel seguramente no estaría de acuerdo con la anterior afirmación, pues él consideraba que sus únicas obras surrealistas eran «El perro andaluz» y, su siguiente cortometraje, «La edad de oro». Pero la influencia del surrealismo se deja ver en toda su obra, incluso en los trabajos de encargo, como en el tono y ambientación general —y ciertas escenas— de su versión de «Cumbres Borrascosas», «Abismos de Pasión», en la sobria lectura que da al «Robinson Crusoe» o en la inquietante adaptación que hizo de «Tristana», por citar unas pocas.

En las películas de Buñuel todo parece dispuesto como para que nos sintamos en un verdadero sueño: apenas hay música extradiegética (o sea, la de fondo, la que no sale de algún instrumento o aparato que hay en escena); dentro de la secuencia no suele abusar del montaje y prefiere centrarse en planos generales y una cuidada puesta en escena, abundando los suaves y nada ostentosos planos secuencia; era muy escueto —hasta casi el mutismo— en la dirección de actores, para que estos transmitiesen ese desamparo de «sentirse arrojados» en medio de una realidad diferente, la de la película —ese sueño—; emplea las clásicas y extravagantes yuxtaposiciones surrealistas, a veces con cierto valor simbolista, como la célebre y cruel parodia de «La última cena» en «Viridiana»; busca lo inexplicable en los planteamientos, giros y resoluciones; juega con el tiempo y las perspectivas en el montaje, como esos planos repetidos de los protagonistas caminando por una carretera en «El discreto encanto de la burguesía»; etc.

Tras el inmenso éxito internacional de «Viridiana», Buñuel tuvo la libertad para hacer lo que quisiese en su siguiente película. Y así nació una de sus obras más oníricas:


El ángel exterminador
«El ángel exterminador» es la historia de un naufragio, pero en lugar de ocurrir en una isla desierta, tiene lugar en el salón de una lujosa casa de clase media alta.

Su punto de partida es plenamente onírico: un grupo de burgueses se reúne a cenar y, sin darse cuenta de que el servicio va abandonando la casa poco a poco —como si temiesen lo que va a ocurrir—, al término de esa cena se dan cuenta de que están solos y que no pueden salir del lugar en el que están sin que exista una razón lógica para ello. Sencillamente, no pueden salir.

A partir de ahí se va desarrollando una historia de supervivencia en la que las normas y el saber estar de esa gente se van viniendo abajo según se van alimentando de los restos, destrozando la casa para encender fuego, convirtiendo sus ropas en harapos o teniendo que lidiar con la incomunicación, la muerte y la desesperación. Al final será una de las mujeres la que dé con la clave para salir de allí, al caer en la cuenta de que, en un momento, ocupan lugares semejantes a los que tenían durante la noche de la cena. Reconstruyen ese momento y lo que hicieron y, así, consiguen salir.

Durante ese encierro, que parece soñado, los personajes tienen sus propios y angustiosos sueños, llenos de esas violentas e inquietantes imágenes que tanto gustaban a Buñuel, como la de un violín que es serrado como si fuese un tronco para, a continuación, ver como la cabeza sin rostro de un maniquí es serrada por la frente.

Tras su «rescate» acuden a la iglesia, donde tras la misa parece que se repite la historia y no pueden salir de allí. Suenan las campanas, se oyen disparos y vemos al ejército atacando a la gente en las calles. Un grupo de ovejas, en hilera, entran en la iglesia, contra el sonido de esos disparos.
Como se puede ver, la historia y la sucesión de los acontecimientos usan la lógica de los sueños. El tema que parece bucear bajo esa superficie tan extraña, es el de la desintegración de las normas sociales, morales y éticas ante una situación extrema. Esa aproximación surrealista también le permite la exploración de toda una serie de emociones y sentimientos (ira, desesperación, desamparo, amor, odio…) de una forma casi abstracta o pura, al desligarlos de unas causas lógicas o concretas. La trama principal no es el por qué están encerrados o cómo van a salir, como habría sido en una narración convencional, sino exclusivamente lo que provoca esa situación de aislamiento.

Además de emplear todas las técnicas y recursos de estilo comentados anteriormente, en esta película Buñuel experimentó con la ruptura de la continuidad en el montaje. De esa manera vemos entrar a los burgueses dos veces en la casa, hay personajes que salen de un lugar y siguen estando en su interior, o que entran dos veces, y situaciones que se repiten de forma casi seguida con ligeras variaciones. Este innovador recurso, que contribuye a crear esa sensación de misterio e irracionalidad, ha sido usado con posterioridad por algunos cineastas, como David Lynch, y ha acabado por ser relativamente común en la realización de videoclips o de escenas en las que se trata de reflejar los sueños de un personaje. Sin embargo, en su momento, resultó tan radicalmente nuevo que algunas distribuidoras pensaron que eran errores en la copia y la «corrigieron», eliminando todas esas repeticiones y mutilando la obra original.

Buñuel no quedó del todo satisfecho con el resultado, sobre todo por la pobreza de los medios de que dispuso para retratar el ostentoso lujo de la burguesía. De hecho, comentaba que para un plano corto donde debía notarse que las servilletas eran de una gran calidad, sólo dispuso de una, y eso gracias a que se la prestó una de las maquilladoras.

Años después pudo resarcirse de esa limitación al realizar la que algunos consideran la continuación temática de «El ángel exterminador»: «El discreto encanto de la burguesía», producida esta vez en Francia y con muchos más medios. Aquí la situación es contraria, pues el grupo de burgueses se reúnen para cenar pero, por una u otra razón, a cada cual más extraña e irracional, nunca son capaces de celebrar esa cena.

Una frustrante sensación que, seguro, nos remite a muchos sueños que habremos tenido. Esto se debe al carácter fragmentario y aleatorio de estos, donde el comienzo de un curso de acción o deseo se suele ver interrumpido al pasar, de repente, a otra cosa o acción. Y si, como postulaba Calderón, la vida es sueño, creo que lo sería sobre todo respecto a esto, a esa suma de deseos no cumplidos y desplazados por otros, y a esa continua irrupción de lo inesperado. Y Buñuel, retratando sus sueños, nuestros sueños, fue uno de los autores que mejor ha retratado este particular rostro de la vida.

El manuscrito hallado en Zaragoza
Luis Buñuel adoraba la filmografía de Wojciech Jerzy Has y en alguna ocasión dijo que «El manuscrito hallado en Zaragoza» era una de sus películas favoritas. Otros importantes cineastas, como Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, David Lynch o Lars von Triers, también han citado esa película entre sus predilectas. De hecho, Scorsese y Coppola, junto a Jerry García (el cantante de «Grateful Dead», también gran fan de la película), financiaron la recuperación del negativo de la versión íntegra de la película, que había sido recortada para su exhibición internacional. Gracias a ellos hoy podemos disfrutar de ella al completo y con una calidad bastante buena.
 W. J. Has estudio artes en una escuela clandestina de Cracovia durante la ocupación nazi, algo especialmente peligroso si tenemos en cuenta que era judío. Y precisamente de esa forma, juntando el horror de la guerra y la magia del arte, comienza su genial adaptación de la novela de Jan Potocki, «El manuscrito hallado en Zaragoza».

En plena lucha por la ciudad de Zaragoza, en las guerras napoleónicas, dos soldados enemigos se encuentran alrededor de un manuscrito bellamente ilustrado. Ambos, enseguida, se quedan prendados de esas ilustraciones, especialmente el español, al descubrir que el texto del manuscrito habla de su abuelo. Ambos se ponen a leerlo mientras la batalla arrecia fuera y la ciudad es arrasada por el bombardeo.
La historia también tiene algo de naufragio, el de un hombre, su protagonista, cuando se extravía en las serranías de Andalucía camino de Madrid. Allí se encontrará con todo tipo de curiosos personajes: cabalistas, inquisidores, soldados, nobles extravagantes, monjes eremitas, mendigos poseídos, bandoleros (vivos y muertos), posaderos, hechiceros, jeques árabes, gitanos… y un par de bellas y enigmáticas princesas, si bien nunca quedará muy claro si son realmente eso que dicen ser o dos súcubos, demonios del sueño que arrastran a nuestro protagonista a todo tipo de enredos y tentaciones. Y no serán las únicas bellas mujeres que pueden ser, o no ser, demonios, pues en un momento se plantea la posibilidad de que el propio protagonista sea hijo de uno de esos atractivos demonios femeninos que pueblan la sierra. Estos demonios no son retratados como fuerzas del mal, sino más bien como fuerzas de la naturaleza, el destino y el misterio, más cercanos a las hadas del folklore pagano (no a las de los cuentos infantiles) que a los súcubos del cristianismo.

Al final no tendremos claro si ese naufragio ha ocurrido en el mundo real, un mundo lleno de magia y hechicería, eso sí, o en el mundo de los sueños, pues el relato arranca cuando el protagonista queda dormido bajo el cadáver de unos ahorcados… y finaliza con el despertándose en ese mismo lugar, si bien, de su largo periplo se trae el grueso volumen donde escribirá el manuscrito que será hallado por su nieto y el otro soldado.

El mundo de los sueños no sólo está presente en esa ambigüedad, sino también en la abigarrada y barroca escenografía surrealista que inunda toda la película: elementos tomados de la realidad pero dispuestos de una forma que resulta sorprendente, inesperada y evocadora. La planificación recuerda a la de Buñuel, con amplios y elegantes planos generales, complejas puestas en escena y algunos recursos de cámara o de montaje realmente originales, como el narrar un duelo a través de primeros planos de sus participantes, con las sombras de las espadas flotando alrededor de sus rostros. Esto último fue imitado por George Lucas en uno de los mejores momentos de «El ataque de los clones», durante el duelo entre Anakin y el Conde Dooku.
La banda sonora de Penderecki, compuesta específicamente para la película y en la que demuestra que, además de su habitual música experimental, domina perfectamente los registros más clásicos, contribuye a crear ese el tono de ensoñación que impregna toda la película.

Las tramas no se disponen de forma continua o en paralelo, sino que forman un complejo juego de muñecas rusas. Empezamos viendo una escena de batalla a principios del siglo XIX y, dentro de ella, un personaje comienza a leer ese manuscrito que nos lleva a la historia del protagonista, que por momentos deambula por la sierra y por momentos se duerme y sueña (y sueña que está en la sierra, claro) y se vuelve a despertar. Y, por si fuera poco, nuestro protagonista se encuentra a personas que le cuentan historias, y en esas historias otras personas cuentan historias que también vemos y dentro de las cuales aparecen nuevos relatos… cuyos personajes y acontecimientos se van entrecruzando unos con otros creando un complejo laberinto narrativo en el que, al final, todo acaba estando relacionado con todo...

Por ese barroquismo y esa complejidad narrativa, por su uso del humor y por la importancia que le da a la mujer y al sexo, se ha considerado a W. J. Has el «Fellini polaco», si bien también podría llamársele el «Buñuel polaco»… o de ninguna de esas formas, pues es un autor a la altura de los anteriores, con su propio estilo y temas.

La filmografía de Wojciech Jerzy Has parece moverse entre dos extremos aparentemente muy diferentes: películas como ésta o «El reloj de arena», oníricas y barrocas, u otras como «La muñeca» o «Despedidas», más realistas y que destacan por el preciso y penetrante análisis psicológico de sus personajes y el entramado social que les rodea. Quizá la distancia no sea tan grande, y sólo varíe el camino que W. J. Has emplea para entrar en las complejidades de la mente del ser humano: su conducta o sus sueños.