viernes, 30 de octubre de 2009

Citas falsas VI - errores de contexto

«Tócala de nuevo, Sam» o ¿por qué aparecen y persisten las falsas frases célebres? – Parte VI: fuera de contexto

Hay frases que tienen tanta belleza o fuerza por sí mismas que ya parecen decirlo todo por sí mismas, y a veces es así. Pero algunas, cuando las leemos en su contexto original, resulta que modifican el sentido que tendrían de tomarlas aisladas.

Hay una célebre frase de Pitágoras que dice «El comienzo de la sabiduría es el silencio». Así, aislada, parece una invitación a la reflexión pura, a aislarse de influencias externas para hallar la verdad en nuestro interior. Incluso se ha tomado como una llamada a la mansedumbre y el conformismo, a quedarse callado prudentemente antes que a atreverse a hablar. Nada más lejos de la intención de Pitágoras.

La frase era un alocución a los revoltosos alumnos pitagóricos que no paraban de importunarle con comentarios y preguntas inoportunas. Ese silencio se refiere a que primero hay que escuchar para luego poder pensar con eficiencia y, por supuesto, comunicar o exponer esos conocimientos. Nada de reflexión en el vacio ni conformismo. Escuchar antes de hablar… eso es todo lo que nos pide.

Otra frase, aún mucho más célebre, y que suele tomarse por completo fuera de su contexto, tanto por sus detractores como por sus defensores, es la de Karl Marx: «La religión es el opio del pueblo».

Así, a palo seco, vista desde hoy, parece una furibunda crítica a la iglesia, que adormece y atonta la conciencia de las gentes. Y así le gusta considerarla tanto a los anticlericales de izquierda —que admiran a Marx y no simpatizan con la iglesia— como a los conservadores —que desprecian a Marx y suelen valorar a la iglesia—; es, pues, una frase que ayuda a polarizar la opinión.

También ha sido usada para generar variantes con las que se pretende lanzar una crítica o ironía sobre otras cosas: «el cine es el opio del pueblo», «el fútbol es el opio del pueblo», «las historias de heroísmo son el opio del soldado», etc…


Sin embargo, cuando Marx escribió la celebérrima frase, su contenido era mucho más ambiguo y en absoluto anti-religioso, hecho que seguro que resulta tan perturbador para los modernos marxistas como para la iglesia.

Lo primero es el contexto histórico. En la época de Marx el opio no sólo era una droga —que no comenzó a regularse hasta finales del XIX; recordemos que Gran Bretaña fue a la guerra con China para proteger su comercio de opio— sino que ante todo era una medicina que ayudaba a calmar el dolor. De hecho se la conocía como «El Dios de la Medicina» y su prescripción y consumo era bastante regular (abajo podemos ver un antiguo anuncio de un jarabe con opio que se vendía libremente para facilitar el sueño y la tranquilidad de los niños). Así que Marx probablemente usó esa palabra no con su sentido moderno y peyorativo de «droga» sino como «calmante» o «bálsamo».


De hecho, el párrafo completo dice: «La inquietud religiosa es al mismo tiempo la expresión del sufrimiento real y una protesta contra el sufrimiento real. La religión es la queja de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón y el espíritu de un estado de cosas desalmado. Es el opio del pueblo.» Puede verse que la visión de Marx de la religión no es tan peyorativa como pretenden unos y otros.

Estas frases, y otras muchas, cambian su sentido al ser tomadas fuera de contexto. Quizá la causa sea la contundencia y belleza que poseen en sí mismas, y lo bien que ilustran ciertos conceptos, razones que bien pueden haber aparecido de forma casual, inconsciente o no deliberada. Sin embargo hay mucho casos en que la descontextualización (y otro tipo de cambios en las citas originales) es buscada a propósito por razones interesadas: para manipular, desacreditar o influir en la opinión a través de ese engaño. Y de ese tema nos ocuparemos en el siguiente (y último) post.

jueves, 29 de octubre de 2009

Citas falsas V - errores de copiado

«Tócala de nuevo, Sam» o ¿por qué aparecen y persisten las falsas frases célebres? – Parte V: errores de copiado

En mi facultad de psicología una de las asignaturas más duras y temidas era «Aprendizaje». El material a estudiar era abundante y no siempre fácil de comprender y, por si fuera poco, el examen, que consistía en una serie de frases que había que marcar como «verdadera» o «falsa», era muy difícil. Nuestro profesor se vanagloriaba de que alguna de esas frases cambiaba de verdadera a falsa sólo con sólo quitar o poner una coma, incluso con poner o no poner una tilde. Eso, unido a que en las prácticas nos dejaba experimentar con ratas, hacía que ese profesor me cayese fenomenal.

Y es que así es el lenguaje, una simple modificación de un pequeño elemento —una tilde, una coma, una letra— y toda una frase puede cambiar de sentido. Y así ocurre con algunas citas que ahora tenemos por ciertas y correctas y que, en su origen, eran diferentes... en sólo una letra o poco más. En algún momento del pasado, al citar la original, alguien oyó o leyó mal y cometió ese leve error de copiado que cambió la frase… sepultando la original y dando luz a una nueva.


Un ejemplo paradigmático es: «la música amansa a las fieras» que en su versión original podría decir algo así como «la música amansa a las tetas» (sé cuando le va a gustar esto a Vicisitud&Sordidez… y lo digo porque es montador en «Sin tetas no hay paraíso») aunque de un modo mucho más poético, claro. Veamos su historia.


La frase original, de la obra de teatro «The Mourning Bride» («La novia de luto») William Congreve, decía «Musick has Charms to sooth a savage Breast. To soften Rocks, or bend a knotted Oak», algo así como «La música posee Encantos que amansan un Pecho salvaje. Que suavizan las Rocas, o enderezan al retorcido Roble». Lo de «Pecho salvaje», evidentemente se referiría a un corazón atribulado o lleno de pesar (el de la novia de luto del título, evidentemente; la frase aparece el comienzo de la obra).

Pues bien, en algún momento, a saber cuándo, se perdió la «r» y «Breast» (pecho) pasó a ser «Beast» (bestia, animal) con lo que la frase quedó de una forma más semejante a como la conocemos hoy: «Music soothes the savage beast»


Con el paso de más tiempo comenzaron a obrar sus efectos los procesos que veíamos en el segundo post (la simplificación), el tercero (la atribución de autoría a la tradición) y, en nuestro caso, el cuarto (con su traducción a nuestra lengua, donde aún se simplificó más), y así nos ha llegado este dicho tan conocido por todos: «la música amansa a las fieras».

miércoles, 28 de octubre de 2009

Citas falsas IV - errores de traducción

«Tócala de nuevo, Sam» o ¿por qué aparecen y persisten las falsas frases célebres? – Parte IV: errores de traducción


Color local

En un comentario al anterior post, Luis decía que la frase «cuando oigo la palabra cultura, voy a por mi revolver» la conocía atribuida a Millan Astray y a José Antonio Primo de Rivera. Y también la he visto con ligeras variaciones como «echo mano a mi revolver» o «cojo mi pistola», variaciones debidas, sin duda, a que la frase original está en un idioma diferente al nuestro.

Supongo que la asignación de una frase tan representativa del fascismo posiblemente variará entre países. En la cultura anglosajona es lógico que se le suponga a Goering, pues los nazis fueron sus enemigos durante la segunda guerra mundial, mientras que aquí seguramente es más propio que vaya en boca de nuestros particulares adalides del fascismo.

Así pues, las diferencias entre países, dotando a cada frase o epigrama de su particular color local, es otro factor a tener en cuenta a la hora de explicarnos el porqué de la existencia de todas estas citas erróneas (y muchísimas más que no toco; hay libros enteros dedicados a recogerlas).

Frases célebres (y sus errores) que no pasan las fronteras

Y muy relacionado con eso, aparte de las diferencias impuestas por la historia y cultura de cada lugar, son los cambios que se derivan de las diferencias de idioma. Las traducciones siempre presentan dificultades y problemas, y hay cosas que en una lengua sonarán muy bien y en otra no, o frases que son directamente intraducibles.

A veces el efecto es que una frase sea muy popular en un idioma, donde acaba teniendo un sentido propio, aplicable a muchas situaciones, mientras que en otro directamente no tiene eco ninguno.


Por ejemplo, una frase muy célebre en inglés es la de «Bubble, bubble, toil and trouble» («burbuja, burbuja, esfuerzo y problema» diría literalmente), que es lo que canturrean las brujas de Macbeth (en la foto, según la versión de Orson Welles) mientras remueven su caldero. Por su sonoridad es muy citada en inglés, y sale en varios libros, series y películas. Sin embargo, la original de Shakespeare es «Double, double, toil and trouble» (bien citada, por cierto, en la tercera parte de las adaptaciones al cine de Harry Potter). Pues bien, esa cita y esa falsa cita, en nuestro idioma no tienen eco alguno pues su sonoridad se pierde por completo.

Malas traducciones

Otras veces aparecen errores de traducción que modifican no sólo la forma de la frase original sino también su sentido. Un ejemplo que me encanta es el de la publicidad de Loreal.


En inglés dice: «Because I’m worth it». El verbo «worth», cuando se refiere a objetos, sí que significa «valer», pero aplicado a personas su significado estaría más cerca de «merecer». Así que la traducción correcta sería «Porque me lo merezco», pero se ha caído en un error de traducción y ha quedado «Porque yo lo valgo», una frase que en castellano está en el límite de la incorrección pero que, quizá por esa originalidad en la construcción (aunque sea fruto de un error), ha tenido bastante impacto y se ha quedado entre una de las frases más populares que nos ha legado la publicidad.

Falsos amigos

Los falsos amigos son palabras que suenan parecidas entre dos idiomas, pero que significan cosas diferentes. Hay muchos, por ejemplo la película de Ken Loach «Hidden Agenda» se tradujo por «Agenda Oculta» cuando el significado de «agenda» en inglés, por lo menos en ese contexto, estaría más cerca de «intenciones» o «planes» que de una agenda.

Lo que es curioso es que este falso amigo, igual que muchos otros como «scenario», «stranger», «excited», «bizarre», «remove»… se han ido colando poco a poco, a base de malas traducciones, hasta comenzar a cambiar el significado común de muchas de nuestras palabras. Sobre este fascinante tema os recomiendo el blog de traducción de lanavajaenelojo, de donde he sacado mucha de esta información sobre errores de traducción y falsos amigos. Allí encontraréis los dos anteriores ejemplos, mejor explicados, y muchos otros aún más interesantes.

Sentidos intraducibles

Hay frases que pierden su fuerza e ingenio al depender de juegos de palabras o efectos fonéticos (como la que vimos de Shakespeare al principio). Un ejemplo que me gusta (figuradamente, claro) es el de «bullshit». Literalmente significa «mierda de toro», o sea «bosta», pero también tiene el significado de «mentira», dicho de una forma enfática, que es como suele usar en muchísimas frases y citas.


Cuando se juega con ambos sentidos, como la siguiente frase de William Gibson, la traducción, por fuerza, ha de sacrificar algo o ser muy ingeniosa: «The deadliest bullshit is odorless and transparent». Por un lado nos está diciendo que las peores mentiras son inodoras y transparentes, pero por otro lado también está jugando (y es cuando la frase tiene más sentido y gracia) con el significado de «mierda». Difícilmente podremos volcar esta ingeniosa frase a nuestro idioma… y quizá por eso es tan poco conocida.


Un poco más elegante es el caso de la célebre partida de ajedrez entre el noble que vuelve de las cruzadas y la muerte en «El Séptimo Sello» de Ingmar Bergman. El noble hace una jugada, que enuncia, con un ataque de caballo y alfil a la muerte. Esto, en nuestro idioma, no es más que una jugada de ajedrez. Sin embargo en su lengua original (y en inglés se conserva ese sentido) la frase cobra mucho más sentido pues la pieza del «caballo» se denomina «caballero» y la del «alfil» se llama «obispo»; así pues, el hombre se enfrenta a la muerte refugiándose en sus privilegios de cuna (el caballo/caballero) y su fe (el alfil/obispo), sentido que se pierde por completo en castellano.

Errores con solera

Sin embargo hay casos en que el error de traducción viene de muy antiguo, o de una lengua muerta, con lo que el error se clona en todas las lenguas y acaba por resultar idéntico en muchos idiomas. El caso más sangrante es la famosa frase «La excepción que confirma la regla».

Realmente viene de una frase latina que dice «Exceptio probat regulam», que significa que la excepción pone a prueba la regla, o sea, que la cuestiona. Su significado es, por lo tanto, completamente contrario al dicho popular que ha retorcido y cambiado por completo esta máxima latina.


Este error incomodaba mucho a Ambrose Bierce, que lo recogió así en su «Diccionario del Diablo»: «"La excepción prueba la regla", es un dicho que está siempre en boca de los ignorantes, quienes la transmiten como los loros de uno a otro, sin reflexionar en su absurdo. En latín, la expresión "Exceptio probat regulam" significa que la excepción "pone a prueba" la regla y no que la confirma. El malhechor que vació a esta excelente sentencia de todo su sentido, substituyéndolo por otro diametralmente opuesto, ejerció un poder maligno que parece ser inmortal.»

Quizá la razón de la pervivencia de este error, absolutamente contrario a la lógica racional, es que parece dotar de cierto «saber popular milenario» a un estilo de lógica irracional que pretende obviar y rechazar, por la cara, todos aquellos datos que contradigan sus aseveraciones. Como podeis ver, comparto la indignación de Bierce ante esta falsa cita en concreto.

Otro error de traducción que viene de antiguo es el de la famosa frase bíblica «antes pasará un camello por el ojo de una aguja que entrará un rico en el reino de los cielos». En la versión hebrea original la frase decía «que antes pasará una maroma (gruesa cuerda para atar los barcos) por el ojo de una aguja que entrará un rico en el reino de los cielos»; parece ser que el error de traducción se debió bien a la similitud fonética entre camello y maroma bien en arameo o griego (hay autores que defienden una y otra teoría de donde se produjo el error de traducción). En este caso, al contrario que en el anterior, el sentido se mantiene y, de paso, se crea una deliciosa metáfora de corte ultraísta con la que Jesucristo se adelanta en varios siglos a su época.




Y, para terminar, citar un curioso error de traducción bíblico que, en lugar de pervivir en una falsa cita, ha quedado cincelado en el mármol por el inmortal arte de Miguel Ángel: los cuernos de su Moisés. El que lo haya esculpido con esos extraños atributos se debe a un error de traducción que tenía la Biblia en su época, pues en ella se decía que el patriarca, al bajar del Monte Sinaí con las Tablas de la Ley tenía cuernos en la cabeza… error de traducción del original hebreo que realmente decía que lo que tenía sobre su cabeza eran haces de luz.

No es extrañar el dicho italiano que dice «Traductor, traidor»... ¿o no será realmente así?

Resumiendo

Como hemos visto en el cambio de idioma muchas veces sólo se da cierto color local a las citas y falsas citas, pero manteniendo su sentido original. Sin embargo, en otros casos, por culpa de las diferencias idiomáticas y los errores o problemas de traducción, las frases originales pierden parte de su sentido o lo cambian por completo.

martes, 27 de octubre de 2009

Citas falsas III - errores de autoría

«Tócala de nuevo, Sam» o ¿por qué aparecen y persisten las falsas frases célebres? – Parte III: atribuciones incorrectas de autoría

Si en el anterior post vimos como muchas falsas citas cambiaban la original para de alguna manera «mejorarlas», favoreciendo su memorización, sencillez y eficiencia a la hora de transmitir su contenido, aquí veremos como en muchas otras el error no está en la modificación del contenido, sino en la atribución de la autoría. No el qué, sino el quién lo dijo.

Si antes la clave estaba en la simplificación, aquí estará en el poder. Estos errores tratarán de que la frase tenga más fuerza e importancia poniéndola en boca, generalmente, de personas o colectividades más poderosas a la hora de hacer oír su voz que los verdaderos autores.


El poder de la fama

Lo que dice alguien muy famoso o de mucho prestigio, evidentemente tendrá más peso que si lo dice alguien menos conocido o de menos relevancia.

Un amigo mío y yo, ambos fans de «Grupo Salvaje», recordábamos como uno de nuestros momentos favoritos de la película la escena anterior a la gran carnicería final. William Holden, dándose cuenta de que han favorecido a un canalla que va a matar a uno de sus amigos, se levanta y coge sus pistolas, mira a Ernest Borgnine y, sin necesidad de decirse nada, ambos ya sabe lo que van a hacer; morir matando. Y Borgnine le responde con una sonrisa y un mítico: «¿Por qué no?»

Pues no, la escena no es así. Borgnine tan sólo se ríe y el «¿Por qué no?» lo dice otro… pero es que es un actor que nos gustaba tanto que, sin querer, la habíamos puesto la frase a él, pues ¿quién podría decirla mejor?

Algo parecido pasa en «La Guerra de las Galaxias». La tan repetida frase «que la fuerza sea contigo», no la dice Obi Wan Kenobi. El dice: «la fuerza estará contigo, siempre». Es Han Solo el que dice en un momento la mítica frase… pero es que ¿no suena mejor en boca de un Jedi? Pues sí… y ahí la recoloca nuestra memoria.
«Black Hawk Down» comienza con la cita «Sólo los muertos ven el final de la guerra», y se la atribuye a Platón. Pues no, la frase es de un tal George Santayana, un ensayista de mediados del siglo XX que no es muy conocido, o por lo menos no tanto como Platón.

Igualmente la famosa expresión «sangre, sudor y lágrimas» realmente pertenece a la esposa de Fritz Lang, Thea von Harbou, en un libro en el que habló del duro rodaje de «Metrópolis». Ella era toda una celebridad… pero poco pudo hacer frente a Winston Churchill, quien realmente lo que dijo fue «sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor». La señora Harbou, pues, ganó a Churchill en poesía, pero no en fama.

Otra famosa frase asociada a la segunda guerra mundial es la de «cuando oigo la palabra cultura, voy a por mi revolver», atribuida al nazi Hermann Goering. Pues bien, aquí se produce tanto una simplificación como un cambio de autoría por fama, pues la original dice: «cuando oigo “cultura” quito el seguro de mi Browning» y pertenece a una obra de teatro de Hanns Johst.
Acabemos con una que me encanta y que se oye en muchas películas de guerra: «no disparéis hasta que no veáis el blanco de sus ojos». Habitualmente es atribuida al general Andrew Jackson, supuestamente dicha durante la batalla de Nueva Orleans, cuando realmente pertenece a otro comandante: William Prescott (el tipo con la espada en alto del cuadro) y fue lanzada durante la batalla de Bunker Hill (y esa filosofía del disparo causo una verdadera matanza entre los ingleses). Ambos fueron grandes oficiales y participaron en batallas muy importantes… pero sólo uno llegó a presidente de los Estados Unidos, Jackson, y se quedó con la frase...

Y podríamos seguir con muchas, muchísimas citas que son atribuidas a personajes de fama en detrimento de autores menos conocidos.


El poder de la actualidad

Ante similar fama, un factor que hace que un autor sea preferible a otro es la actualidad. Así, la famosa frase «el hombre es un lobo para el hombre» es habitualmente atribuida a Hobbes, si bien él la utiliza, en el prólogo de su obra «De cive» (sobre el ciudadano), no en «Leviathan» como suele decirse. La frase, sin embargo, la toma de un autor mucho más antiguo: Plauto.

Entre que esa frase refleja muy bien el pensamiento de Hobbes, que ambos autores son muy conocidos y que el filósofo británico era más actual… quedó en boca de este último.

Otro caso bien curioso es el de la famosa Ley de Murphy, «si algo puede salir mal, saldrá mal». Realmente se trata de un dicho muy antiguo que aparece bajo muchas formas en diferentes lugares, y cuyo origen es difícil de rastrear. El tal Murphy, Edward Aloysius Murphy Jr. (el de la foto), un ingeniero, lo que hizo fue proponer una ley aplicada al diseños de los controles y funciones de todo tipo de aparatos y mecanismos. Esa ley, la verdadera lay de Murphu, lo que dices es que «si hay alguna manera de usar mal un objeto, alguien lo acabará haciendo». El propósito de esta formulación era que, el diseñador, a la hora de desarrollar un sistema, tuviese en cuenta esa ley y que evitase la posibilidad de que se pudiese llegar a utilizar de forma catastrófica un panel de mando o un objeto, pues sin duda en algún momento alguien lo haría. Un buen ejemplo es la palanca de cambios, que impide que alguien pueda cambiar de quinta marcha a marcha atrás directamente (lo probé y es imposible; hay que pasar por punto muerto). Esto es el principio básico de lo que hoy se llama «diseño defensivo».

Sin embargo a Murphy, en su momento de celebridad tras enunciar esa ley, también le endilgaron el famoso viejo adagio… que acabó siendo más célebre que su verdadera «Ley de Murphy».


El poder de la tradición

Aunque a veces puede pasar lo contrario, pues si la frase célebre es anónima o su autor es demasiado insignificante, y su propósito es especialmente moralizante o costumbrista, puede que se le acabe atribuyendo a un acervo cultural más amplio… como los proverbios chinos, zen, sufíes… que aparte de sus verdaderos contenidos agrupan un montón de dichos anónimos que aparecen en numerosas colecciones de proverbios de diferentes orígenes.

Por ejemplo, estoy seguro de que casi todos pensamos que el dicho «la música amansa a las fieras» pertenece al acervo popular o que es un viejo proverbio latino, griego, árabe, chino o de Dios sabe dónde. Pues no. Es una frase de una obra de teatro de William Congreve, de finales del siglo XVII, una frase que, la verdad, tiene bastante más tela que cortar y sobre la que volveremos en siguientes posts.


El poder de la ficción

Cuando un escritor pone una gran frase en boca de un personaje histórico, aunque él se haya inventado esa frase, corre el riesgo de que la autoría pase a esa persona.

Así son muchos los que piensan que Voltaire dijo aquello de «no estoy de acuerdo con usted, pero daría la vida para que pudiese expresarlo con libertad». Y lo dijo, pero era un Voltaire de ficción, dentro de la obra de teatro «Los amigos de Voltaire» de Evelyn Beatrice Hall.

Igual pasa con la famosa frase «El fin justifica los medios», que pronuncia un ficticio Maquiavelo en una obra de teatro. Sobre esta frase, también, volveremos en siguientes posts.


El poder del cine

Cuando pensamos en el monstruo de Frankenstein nos viene a la cabeza la imagen de la película de James Whale, o cuando alguien dice de una chica que es una «Lolita» se refiere al estereotipo de la película de Kubrick y no al de la novela de Nabokov. El cine, el arte por excelencia del siglo XX, es tremendamente poderoso y depredador.

Una de las frases más célebres de la literatura detectivesca, el «Elemental querido Watson», de hecho, no aparece en ninguno de los numerosos relatos y novelas de Conan Doyle, sino en una película de 1929 («El retorno de Sherlock Holmes»)… y luego en muchas más. Una frase que ha quedado más unida al personaje que cualquiera otra que hubiese escrito Conan Doyle.

Los amantes del cine épico asociaran la arenga «¿es que quieres vivir para siempre» a la película de John Millius sobre Conan. Sin embargo estaban citando al marine Dan Daly, quien la gritó a sus hombres de una forma menos poética pero más contundente, antes de lanzarlos al asalto durante la Gran Guerra: «¡Adelante, hijos de puta, ¿o es que pensabais vivir para siempre?!»


Problemas de autoría

«En tiempos de paz a los durmientes los despierta el gallo, no la corneta» dice el político Nicias en una obra de corte histórico de Plutarco. ¿A quién deberíamos atribuirle la frase? ¿La dijo realmente Nicias o es una licencia dramática que se toma Plutarco? Este problema, al citar una frase de una película es mayor. Se suele señalar el personaje y la película. Pero, ¿la creo el guionista, el productor, el director, el actor improvisando? Sólo podríamos saberlo indagando bastante sobre la historia de esa película y esa frase… y confiando en la honestidad de esas fuentes. En algunos casos siempre será un misterio.


Resumiendo

En el anterior post vimos como las frases cambiaban para mejorar su efectividad y belleza, y en éste para mejorar su autoridad. Ambas con estrategias de venta, que intentan realzar la fuerza de esa frase. Esos errores, pues, seguirían teniendo un valor «adaptativo», ayudando a permanecer y prosperar a esa cita y su concepto subyacente… en el fondo, al servicio del concepto (no siempre de su autor) de la frase original.

La mayoría de las citas erróneas o falsas caerían en las categorías enunciadas entre el anterior y este post. Pero hay casos, como veremos en los siguientes post, en que los errores y cambios no son a favor de la frase original…

lunes, 26 de octubre de 2009

Citas falsas II - errores que mejoran el original

«Tócala de nuevo, Sam» o ¿por qué aparecen y persisten las falsas frases célebres? – Parte II: errores que mejoran el original

«La memoria cree antes que el conocimiento recuerde», así comienza el capítulo 6 de «Luz de Agosto» de William Faulkner; en serio, lo acabo de comprobar… ésta cita es buena.

Este escritor y guionista tiene fama de barroco y complicado, pero creo que lo que expresa en esa frase no se puede contar mejor y de forma más breve. Cientos de estudios y experimentos de psicología han probado y vuelto a contar de mil maneras eso mismo que Faulkner intuyó, quizá profundizando más, pero jamás expresándolo mejor.

La memoria no es un archivo donde los recuerdos y conocimientos se guardan intactos para ser recuperados cuando los necesitemos. Es un proceso activo que trabaja la información que recibe. La clasifica, la resume, la concentra, busca patrones y conexiones lógicas, relacionas de causa efecto, construye historias e introduce elementos que le ayuden a ordenar toda esa información para luego poder recuperarla mejor. Y la de todos nosotros, en unos casos mejor que en otros, funciona de una manera semejante, por lo que es normal que a la hora de almacenar esas citas célebres y frases famosas, algunas acaben modificadas por ese proceso. Luego, cuando se transmitan a terceros, ya irán reconstruidas de una forma mucho más manejable y asequible para la memoria de ellos, con lo que el error se difundirá y perpetuará con facilidad.

En este primer grupo de falsas frases célebres recogeré pues las que de alguna manera «mejoran» la frase de la que parten; entendamos lo de mejorar como hacerla más manejable a nuestra memoria y demás procesos cognitivos que dependen de ella.

Y esa «mejoría» puede venir de varios procesos:



Simplificación de la frase original

En el habla usamos un montón de repeticiones, redundancias y pequeñas incorrecciones que, muchas veces, los actores —e incluso los guionistas— incorporan a la forma de hablar de sus personajes para hacerla más natural. Eso, dentro de la película y del intercambio de diálogos, puede quedar muy bien, pero a la hora de aislar una frase y convertirla en una cita, que pueda funcionar por sí sola, pueden crear una especie de ruido que la hace más imperfecta, menos redonda y, por ello, más difícil de recordar con éxito. Por eso a veces las frases pasan en una versión «editada», libre de esas pequeñas imperfecciones que, en el contexto de la película, las hacen más frescas.


El caso más popular es el que da título a este post: «Tócala de nuevo, Sam», la mítica frase que, en boca de Ingrid Bergman, da paso a la canción «As Times Goes By». Realmente la frase dice, tras un breve diálogo realmente bello y evocador, «Tócala una vez más, Sam, por los viejos tiempos». Más tarde Rick, el personaje de Bogart, vuelve a decir algo parecido, un lacónico “tócala”… pero tampoco es la mítica frase. Evidentemente, como ente aislado, como epigrama, la falsa cita es mucho más redonda que las versiones reales, pese a que aquellas funcionasen perfectamente dentro de sus escenas en la película.



Cuando Woody Allen quiso homenajear esta película en una obra de teatro (posteriormente adaptada al cine), la titulo con la ya legendaria frase incorrecta, pues era consciente de que sería mucho más reconocible citarla así: «Play it again, Sam».

Otras frases de cine que podrían caer en esta categoría de simplificación para hacer más elegante la frase podrían ser la célebre frase de Harry el Sucio: «¿Te sientes afortunado, escoria?», traslación de la original «Bien, ¿te sientes afortunado, eh, te lo sientes, escoria?», donde se ve el evidente trabajo de limpieza de la frase original; la de Dustin Hoffman en «El graduado» cuando pregunta: «Miss Robinson, usted está intentando seducirme, ¿es cierto?», ha pasado al recuerdo de una forma más elegante como «¿Está intentando seducirme, Miss Robinson?»; o el tan citado grito: «¡Estoy en la cima del mundo, mamá!» que lanza James Cagney al final de «Al rojo vivo», que realmente era: «¡Lo hice, mamá, en la cima del mundo!»

Podríamos seguir con otros ejemplos, pero en general podemos ver como el mecanismo es siempre el mismo: se simplifica para hacerla más ágil, más eufónica, más concreta y sintética y, en general, para que funcione mejor como frase aislada.



Eliminación de información innecesaria

Las citas, además de ayudarnos a demostrar nuestra culturilla general, sirven para ilustrar a modo de epigramas nuestros propios pensamientos, acciones o opiniones; una especie de comentario de origen más o menos ilustre que acompaña nuestro discurso. En estos casos está bien que su contenido sea fácilmente generalizable con lo que, además de simplificarlas para hacerlas más elegantes —como vimos en el anterior punto—, también será conveniente eliminar de ellas la información que les reste ese carácter de fácil generalización, o sea: nombres propios, lugares, fechas, etc.

Al final de «Casablanca», Bogart dice otra frase muy célebre: «Louis, creo que esto puede ser el comienzo de una bella amistad», que ha quedado simplificada en «creo que esto puede ser el comienzo de una bella amistad». De esta manera la frase no sólo se hace más elegante y sencilla, sino que al eliminar el «Louis» se convierte en una especie de muletilla que se puede citar en diferentes contextos sin importar el origen de la película.





Incorporación de elementos de contextualización

Lo anterior tiene una excepción, pues si los nombres propios o la información de contexto son muy reconocibles o ilustrativos, o necesaria para que la frase tenga sentido, puede resultar útil mantenerlos; incluso puede llegar a pasar lo contrario y que, sin estar en la cita, los incorporemos a ella...

Un ejemplo clásico es, en «El Imperio Contraataca», cuando Darth Vader revela su identidad a Luke diciéndole: «No, yo soy tu padre». La frase, así, en el aire y fuera de su contexto puede ser un tanto confusa y difícil de situar en la película, pues en dentro de esa película donde coge fuerza, por lo que con un ligero añadido, la cosa queda completamente clara: «Luke, yo soy tu padre».



Como vimos, en el anterior caso (el final de «Casablanca») para redondear la frase se eliminaba un nombre (Louis, que no es un personaje clave) para hacer la cita más genérica. De hecho, «este puede ser el comienzo de una bella amistad» funciona por sí misma en cualquier contexto. Con «yo soy tu padre» ocurre lo contrario, para que funcione interesa referirla a la película en que está, a esa revelación de que nuestro peor enemigo es también nuestro padre, con lo que ahora se añade el nombre (Luke) para que, de esa sencilla forma, la frase quede perfectamente contextualizada en esa saga de películas y en esa conocida situación.



Generalización

Si bien a la hora de escribir es mejor concretar, pues dará más sensación de realidad (nadie va a «ver un partido»; se va a ver al Depor, al Barça, al Madrid…), a la hora de memorizar o de crear un epigrama funciona mejor la generalización.



Así el «Buenas tardes, Clarice» que decía Hannibal Lecter en «El silencio de los corderos» pasa a ser un genérico «Hola, Clarice». Esta falsa cita se hizo tan popular que en la continuación de la película, con cierta ironía, cuando Lecter se vuelve a encontrar a Clarice, sonríe y le dice: «well… hello, Clarice».

En «Apolo 13» se cita mal, a propósito, la famosa frase de Jim Lovell, pues era la que se había hecho popular y se anunciaba en los carteles: «Houston, tenemos un problema». En realidad, Lovell la había dicho en un tiempo compuesto del pasado, «Houston, habíamos tenido un problema», pero ese no es un tiempo verbal que funcione nada bien en los epigramas, donde el presente resulta mucho más efectivo, sonoro… y generalizable a que alguien, en una situación análoga, lo diga.



Mejorar la eufonía

Las primeras obras literarias están en verso, algo que obedece a razones que no son solamente estéticas. Las primeras historias se transmitieron de forma oral y, gracias a sus ritmos y rimas, la poesía es más fácil de memorizar que la prosa, por lo que no es de extrañar que cuando por fin fueron trasladadas al papel las grandes epopeyas de Gilgamesh o de Troya lo hiciesen conservando esa forma versificada.

Una buena fonética, una pequeña rima, un retruécano, siempre nos ayudará a retener algo en la memoria, más si esa frase está en un contexto que de por sí se nos insinúa poético o mágico.

Así, en «Blancanieves», una frase como «espejito mágico, ¿quién es la más bella del reino?» es más fácil que pase bajo una forma un poco más poética: «espejito, espejito mágico, ¿quién es la más bella del reino?» (en el original inglés, además rima: Mirror, mirror on the wall, who’s the fairest of them all?) Esa pequeña repetición, aunque parezca nimia, la da más ritmo y sonoridad a la frase.


En «Campo de Sueños», en el fondo un cuento de hadas, la frase «constrúyelo, ellos acudirán» resulta demasiado lacónica para nuestro recuerdo, con lo que acabó por perdurar «si lo construyes, acudirán», como la frase más célebre (aunque inexistente con esas palabras) de la película.



Eliminación de elementos externos

A veces la falsa cita es realmente la suma de dos frases, para lo que hay que eliminar las intervenciones de otros personajes que hay por medio.

Muchos recordaremos la célebre frase de Jack Nicholson en «Algunos hombres buenos»: «¿Quieres la verdad? ¡Tú no puedes encajar la verdad!», pero realmente no fue así, pues en medio hay otra frase de Tom Cruise. La cosa quedaría asÍ:

—«¿Quieres respuestas?»

—«¡Quiero la verdad!» —respondía el personaje de Tom Cruise.

—«¡No puedes encajar a la verdad!»

(podéis verlo al final del siguiente vídeo)



Así vemos como la falsa cita se nutre tanto de la eliminación de la intervención que había en medio, como de la apropiación de uno de sus conceptos, al cambiar también «respuestas» por «verdad».

Quizá aún más célebre es el famoso «Yo Tarzán, tú Jane», que jamás se decía en la película. Realmente ambas frases se decía en medio de un breve diálogo en el que Jane le enseñaba su nombre a Tarzán y, para llegar a esa frase, nuestra memoria tuvo que eliminar varias de las intervenciones de ambos.



Para resumir una frase original larga y compleja

Y eso nos lleva a la última categoría. En todas las anteriores había ligeras modificaciones, pero en este caso se trata de un verdadero resumen para quedarse con lo esencial de la frase.

Así, en «Wall Street», Gekko, interpretado por Michael Douglas, dice: «el asunto señoras y señores, es que la avaricia, a falta de otra palabra mejor, es buena…» y seguía con un brillante parlamento que se encuentra entre lo mejor de la película. Pues bien, en el mundo de las frases célebres ha quedado como el sencillo epigrama: «la avaricia es buena»



Aún es más extremo en el caso de «Apocalipse Now», donde: «¿Hueles eso? ¿Lo hueles muchacho? Es napalm. Nada en el mundo huele así. ¡Qué delicia oler napalm por la mañana!. Un día bombardeamos una colina y cuando todo acabó, subí. No encontramos un solo cadáver de esos chinos de mierda. ¡Qué pestazo a gasolina quemada! Aquella colina olía a... victoria», queda reducido a un efectivo: «Adoro el olor a napalm por la mañana; huele a Victoria»





Resumiendo

En general podemos decir que dentro de esta categoría de falsas citas célebres estarían todas aquellas en que la memoria juega una especie de labor de edición para pasar una frase del mundo de la película al mundo de los epigramas, corrigiendo, simplificando, mejorando la sonoridad, resumiendo, eliminando o añadiendo elementos que hagan doten a esa frase de dos importantes características: que sea más fácil de recordar y que tenga cierta aplicación más allá de la película, ilustrando conceptos, sentimientos o emociones.

Y esto, que aquí he aplicado exclusivamente a las falsas citas célebres del mundo del cine, también se podría aplicar a muchas otras citas erróneas que se originan en el mundo de la literatura, la ciencia o la política, y que igualmente son «mejoradas» por nuestro sistema cognitivo para convertirlas en ilustrativos epigramas.

En siguientes posts (en total, contando el prólogo y un epílogo, serán ocho) continuaremos con otras falsas citas, pero cuyo origen se debe a otros procesos, diferentes a los que acabamos de ver.

domingo, 25 de octubre de 2009

Citas falsas I - Prólogo

«Tócala de nuevo, Sam» o ¿por qué aparecen y persisten las falsas frases célebres? – Parte I: prólogo

Estoy seguro de que todos conocemos la frase que encabeza este post, igual que otras como «Luke, yo soy tu padre», «Elemental, querido Watson», «Yo Tarzán, tú Jane» o «Mamá, ¡estoy en la cima del mundo!», todas ellas tomadas de películas, y también otras como lo de «El fin justifica los medios» de Machiavelli o lo de «La religión es el opio del pueblo» de Karl Marx… por citar sólo unas pocas de decenas que se podrían recoger. Pues bien, todas esas citas son incorrectas. No se dijeron así, o no fueron pronunciadas por esas personas, o con ese sentido, o simplemente ni siquiera se dijeron nunca en el contexto que se les supone.


Entre este post y los siguientes intentaré reflexionar —si es con más o menos acierto, lo tendrán que decidir otros— sobre el origen y la permanencia de las falsas citas.

He agrupado las falsas citas en varias categorías, atendiendo sobre todo a su origen, que iré exponiendo a lo largo de los siguientes post. En el últimos veremos cómo esas categorías son flexibles y muchas de esas citas pueden caer en varias de ellas (de hecho, espero analizar una, muy sencilla y conocida, que cae dentro de todas), y también reflexionaré sobre el porqué de su permanencia dentro de la cultura.

Hoy por la noche Mañana publicaré el post sobre la primera de estas categorías de falsas frases célebres de cine (y también literarias, de políticos, científicos, etc.) y, luego, continuaré con uno por día. Hacer esta promesa es mi forma de obligarme a ser constante y no vaguear... (uy, ya empezamos con los retrasos)

Para acabar esta introducción, recordemos la famosa escena en la que no se dice la frase que encabezará esta serie de post. Eso sí, se dice otra frase que, personalmente, me encanta: «a lot of water under the bridge», para referirse al paso del tiempo, y suena la maravillosa canción «As time goes by»; ahí, la memoria no nos puede engañar.

jueves, 22 de octubre de 2009

El «Error Fundamental de Atribución» en la vida… y el cine

La Teoría de Atribución

Mucha gente asocia la palabra «teoría» a una hipótesis o a una opinión, a algo no debidamente demostrado, pues ese es su uso coloquial. Sin embargo, en ciencia, ese término se usa para denominar un marco explicativo en el que se manejan una serie de conceptos y fenómenos a comprender y estudiar. Así, cuando se habla de la «Teoría de la evolución» no es que los científicos aún no estén seguros de si es cierta o no, sino que se refieren al gran marco teórico que agrupa y organiza todos sus conceptos y estudios dentro de ese campo.

La «Teoría de la Atribución», con este sentido científico de teoría, se encarga de investigar la forma en que las personas explicamos, o sea, atribuimos la conducta de los demás y de nosotros mismos a elementos externos o internos, el cómo eso se corresponde con la realidad y el efecto que tiene en nuestras conductas individuales y de grupo.

Uno de los conceptos más interesantes que ha generado esta teoría es el «Error Fundamental de Atribución», que algunos consideran la base principal de toda la teoría.

Qué es el «Error Fundamental de Atribución»

Viene a decir que, a la hora de evaluar la conducta de los demás, tendemos a sobrevalorar las motivaciones internas o achacables a su personalidad y a minimizar la influencia de las circunstancias y la situación sobre ellos.

Si a esto le unimos que, al evaluarnos a nosotros mismos, especialmente en situaciones en que hemos hecho algo malo o discutible, damos mucho peso a esos factores ambientales para explicar lo que hemos hecho, tendremos el llamado «Sesgo Actor-Observador». El actor se juzga en función de las circunstancias que le han llevado a obrar así, pero el observador le juzgará en función de lo que él deduce que es su manera de ser. Así que a lo de «yo soy yo y mis circunstancias» que decía Ortega y Gasset, podríamos añadirle un «según desde donde se mire». Desde hace poco más de una década también se le llama «Sesgo de Correspondencia», aunque hay psicólogos y teóricos que marcan ligeras diferencias entre uno y otro.

Seguro que se nos podrían ocurrir mil ejemplos de esto, como el típico caso del tipo que engaña a su novia y achaca eso a mil circunstancias que lo sitúan como una pobre víctima de eros, el alcohol y del destino aunque, en caso de ocurrir lo contrario, tendría bien clara la explicación: «menuda zorra». Y probablemente en ambos casos los factores internos y externos hayan tenido su peso.

El error fundamental de atribución en narrativa – la relación entre los personajes

Este error y/o sesgo es interesante tenerlo en cuenta al construir las visiones que nuestros personajes tienen de las acciones de los demás y de cómo reaccionan a ellas. Así, a la hora de plantear un conflicto entre varios personajes, puede resultar instructivo ver como se aplican el sesgo unos y otros para así hacer más realistas e, incluso, interesantes esas reacciones. Y tener en cuenta que cuando un personaje es capaz de superar ese sesgo y ver más allá, lo estamos identificando como alguien especialmente sagaz, inteligente o interesante.


Un ejemplo que me encanta por su sencillez y elegancia es una de las réplicas de Lord Augustus en «El abanico de Lady Widermere». Unos amigos de este adinerado hombre de mediana edad, le advierten contra la jovencita con la que mantiene una relación en ese momento: «Sólo está contigo por tu dinero y posición», le dicen. A lo que él responde: «Y yo estoy con ella por su belleza y juventud; es un trato justo». Lord Augustus se revela como inteligente y agudo al superar ese sesgo y juzgarse a sí mismo y a la otra persona por el mismo rasero. Si sus amigos ponían en la mujer esa motivación interna que la retrataba como ambiciosa e hipócrita, é se situa, no como una víctima de las circunstancias, sino en la misma tesitura que ella: superficial e igualmente hipócrita, si es eso lo que sus amigos insinuaban. Brillante.

El error fundamental de atribución en narrativa – la relación entre el autor y los personajes

También puede ser interesante estudiar el alcance de este error en la relación entre el escritor y sus personajes. Es lógico, especialmente si la historia tiene un importante contenido ideológico y pretende demostrar algo, que el autor (o autores) se ciñan mucho a la perspectiva de uno o varios personajes, mostrándonos como las circunstancias les llevan a obrar de tal o cual manera, mientras que las acciones de los secundarios y antagonistas se achacarán a que son malos, avariciosos, tiranos, idiotas, alienados o lo que sea…

Y esto podemos encontrarlo desde comedias tontorronas como «Lío embarazoso» a dramas políticos como «El asesinato de Richard Nixon», o incluso en reconocidas obras maestras como «El acorazado Potemkin» y «El nacimiento de una nación».

Es algo que, aparte de influir en la profundidad que se da a los personajes, quizá también tenga que ver con el tipo de visión que tienen el autor o autores del conflicto principal de la historia. Ante una visión maniquea, de enfrentamiento entre el bien y el mal, los que tienen razón y los que no la tienen, la sociedad y el individuo… es fácil que este error de atribución se pose con fuerza sobre los protagonistas. El chaval que sufre las tensiones de su conservadora novia, el hombre que pierde el juicio antes las presiones de unos semejantes superficiales y egoístas que no le entienden, los marineros que se rebelan ante el trato de unos tiranos sin alma, o los pobres terratenientes despojados por los ignorantes y malvados negros...

Sin embargo, si se ve el conflicto como una tragedia, en el sentido clásico, en la que personas diferentes se ven empujadas unas contra otras por las circunstancias (o los dioses, como en «La Ilíada»), es más probable que acabemos por tener personajes protagonistas y antagonistas que se ven influidos tanto por las circunstancias como por sus propias personalidades; que encarnen a personas más que a ideas.

Un caso extraordinario es «El mercader de Venecia», una curiosa comedia con ribetes dramáticos donde se combinan tramas completamente infantiles y tontorronas con otras más serias y graves, y que sólo sale a flote por la increíble capacidad de Shakespeare para escribir diálogos sublimes y dotar a sus personajes de una fuerza que los hacen brillar por encima de la historia que cuentan. El autor sabe dar a cada personaje un carácter propio que marca sus acciones. Y este carácter es una personalidad, no un rasgo moral; serán las circunstancias las que los empujarán a obrar de una y otra manera, y serán sus acciones —resultado de la suma de esos factores internos y externos— las que cobrarán un sentido moral que sitúe a los personajes en el bien o el mal, o en un bando u otro. Llega a tal extremo en esa ecuanimidad y amor de Shakespeare por sus personajes que, siendo «El mercader de Venecia» una obra bastante antisemita, contiene el que quizá sea el mejor discurso contra el racismo y la intolerancia… y en boca de Shylock, el antagonista, el «malo» de la función. Veamos como lo usa aquí, en un contexto completamente diferente, Lubitsch en una de las muchas escenas antológicas de «Ser o no ser».



En John Ford —el director de cine, no el dramaturgo contemporáneo a Shakespeare— se puede apreciar algo parecido. Él y sus guionistas quizá no dediquen tanto espacio a cada personaje como Shakespeare, ni les doten de monólogos tan esplendorosos, pero siempre tiene algo, un rasgo, un momento, un pequeño detalle, que nos hace ver que sus personajes, protagonistas y antagonistas, son humanos y no meras encarnaciones de ideas o estereotipos narrativos.

Es ejemplar, y arriesgado, ver como refleja eso en «El delator», donde nos cuenta la historia, en la Irlanda de principios del siglo XX, de un hombre que delata a un colega del IRA y que acaba siendo ajusticiado por estos. Una historia como esa, y más en el momento en que se rodo, se presta a tomar partido y a cargar las tintas contra unas u otras actitudes y hacer un discurso de contenido político. Pero Ford prefiere construir un drama y, aunque hay acciones crueles y terribles, no hay personajes malvados, sólo seres humanos con sus virtudes y defectos a los que unas circunstancias terribles empujan hacia el abismo.

¿Podemos utilizar el error a favor?

Claro que sí. Puede resultar útil jugar con esa perspectiva sobre un personaje, centrándonos inicialmente en su terrible carácter para luego ir desvelando, poco a poco, sus circunstancias que, aunque no lo exculpen, sí le darán una dimensión más humana y compleja, y que resonará con más fuerza gracias a esa dilación. Algo así hace Truman Capote en «A sangre fría», y así lo podemos ver en sus adaptaciones al cine. Frente a la brutalidad del crimen y tras nuestra primera reacción de horror ante esos monstruos, se nos va revelando una realidad más compleja y perturbadora, un mundo donde unas personas más cercanas a nosotros de lo que nos gustaría creer, pueden llegar a cometer atrocidades terribles.

Clint Eastwood propone un juego más amplio y complejo en torno a las atribuciones en sus dos películas sobre Iwo Jima. Primero vemos la perspectiva americana, donde los japoneses son apenas unas sombras que se esconden bajo tierra para matar a nuestros personajes. Luego lo vemos todo desde el otro lado, donde los americanos son los que aparecen como una ominosa sombra que condena esa isla a la destrucción. La suma de las dos películas es la que nos da una perspectiva global, trágica y desoladora.

Otra forma de jugar con el error de atribución es llevarlo hasta sus últimas consecuencias alrededor de un personaje para convertirlo así en algo más, una especie de ser arquetípico e inexplicable, algo que puede funcionar muy bien para retratar el mal o la locura. Así lo hace Cormac MacCarthy en «Meridiano de Sangre», consiguiendo que el Juez Holden, un tipo culto y misterioso del que no sabemos, ni sabremos, nunca nada, se convierta en una verdadera encarnación del mal, o de la capacidad de perversión del mal, sobre la tierra. El Chigurh que dio el Oscar a Bardem en «No es país para viejos», apenas es una versión menor del Juez Holden. Esa completa eliminación, casi abstracta, de las circunstancias y la lógica en torno al personaje le da una profundidad casi metafísica… pero, ojo, el resto de su caracterización y la historia han de acompañar, si no tan sólo será un personaje superficial más. Otros personajes creados de esta forma son el «Joker» de Christopher Nolan y el Hannibal Lecter de Johnathan Demme. Y, de hecho, cuando en la última entrega de esa saga de Thomas Harris se nos revelan un montón de cosas del pasado de Lecter, con las que se intenta explicar su conducta presente, el personaje pierde toda su magia y poder… es como si Melville hubiese hecho una novela para contarnos el pasado y la infancia de Moby Dick, inventándose algún trauma para justificar su salvajismo; absurdo, ¿no?

Eso sí, recordemos que, en general, el personaje es más interesante construirlo, igual que sus motivaciones, en función de la interacción de su carácter y circunstancias actuales; el uso de los traumas del pasado como fuente de motivación, y más como una fuente de motivación oculta que pretenda darnos una sorpresa al ser revelada, es una herencia de la influencia del psicoanálisis que, si bien ha sido usado algunas veces con eficacia, va haciéndose cada vez más tópica, gastada y pobre.

En fin, recordemos lo que ya decía Eurípides, «son las circunstancias las que gobiernan al hombre, no éste a ellas».

martes, 20 de octubre de 2009

Increible...

Vale, sí, no tiene nada que ver ni con la psicología ni con el cine... pero es que la acabo de ver y no ha parado de reírme hasta hace un rato.


domingo, 18 de octubre de 2009

Postdata II – la música del silencio

Asociamos la música de cine al sonoro, sin embargo el mudo también tenía sus sonidos y, cómo no, su música. Desde el principio hubo músicos y organilleros que improvisaban ante las imágenes o tocaban temas populares, más por tapar el sonido del proyector y las toses que por acompañar las imágenes.

Una vez superado su estado de experimento científico y de espectáculo de barraca de feria, el cine comenzó a arrastrar a miles y miles de personas, y muchos intelectuales y artistas comenzaron a interesarse en él.

Por eso, cuando apenas habían pasado 10 años desde su nacimiento, la empresa de producción francesa «Societé Film d’Art» se propuso hacer una gran película que llegase tanto a las masas como a las élites intelectuales. El resultado fue «El asesinato del Duque de Guisa», una superproducción histórica de 18 minutos de duración y 9 planos, con decorados y vestuario de época; algo que, en aquel momento, era todo un dispendio.

Para acompañar ese estreno encargaron la que sería la primera banda sonora compuesta para una película de la historia. No repararon en gastos y se la encargaron al músico más prestigioso del momento: el compositor romántico Camille Saint-Saëns.

Saint-Saëns se tomo su trabajo muy en serio. Se vio la película varias veces y fue ensayando sus composiciones, una y otra vez, ante las imágenes para ver como las acompañaban. Luego hizo dos partituras, una para toda la orquesta y otra para adaptar esas melodías a un piano sólo. Así la película y su música podrían representarse ante grandes aforos o en salas más pequeñas y con menos medios. Todo un profesional don Camille.

Otros músicos se irían sumando a esa labor de componer música para el cine mudo.

Algunos compusieron las genéricas photoplay music, partituras con piezas cortas para piano u orquesta pequeña que se podrían ejecutar con cualquier película. Estas photoplay music eran muy cortas y se clasificaban según el tipo de acción que debían de acompañar: persecuciones, peleas, momentos cómicos, románticos, tristes... y había bastantes de cada tipo para que la cosa fuese variada. El músico de cada cine, en función de la película, haría su selección de photoplay music para acompañarla, componiendo así una peculiar banda sonora medio pre-cocinada. A veces, las propias productoras enviaban con la copia, a cada cine, una selección propia que, consideraban, se adaptaba muy bien a la película.

Sin embargo, para las producciones con cierto empaque, se componía una banda sonora específica y única para ese película. Al principio se contaba con la participación de los grandes músicos nacionales, como en el caso de «Cabiria», cuya partitura corrió a cargo de Piazzetti, pero poco a poco fueron surgiendo músicos que, bien por dinero, bien por pasión, comenzaron a dedicarse si no en exclusiva sí de forma casi mayoritaria a la música de cine.

Joseph Carl Breil fue uno de esos grandes pioneros. Uno de los primeros músicos que dedicaron casi toda su obra al cine (aunque también compuso varias óperas), trabajando de forma regular para diferentes producciones de Hollywood a partir de 1912. Una de ellas es la que pertenece a «El nacimiento de una nación», película descaradamente racista y ultraconservadora pero, hay que joderse, una gran obra maestra que revolucionó la estética y la narrativa del cine.

Breil murió en 1926… justo un año antes de la primera película «sonora». Curiosamente, para este pionero de las bandas sonoras, el cine siempre fue un arte «mudo». Nunca llegaría a diferenciar, como todos nosotros, cine sonoro de cine mudo, sencillamente, para él, sólo había cine.

Postdata I - Wendy Carlos, la revolución electrónica

Ya daba por terminado mi breve repaso por la música de cine que he estado escuchando estos días, siguiendo el criterio de (1) músicos importantes para la historia de la música de cine (2) poco conocidos o populares (3) que me gusten personalmente (4) y que encuentre cosas de ellos en la red, pero me he dado cuenta de un par de pequeños añadidos que me gustaría hacer por diferentes motivos.

Por el blog de La Mosca Cojonera me acabo de enterar que este pasado viernes en Madrid se celebró una concentración a favor de la despatologización de la transexualidad y, aunque tarde, con este post me sumo a ellos en pro de la tolerancia y la convivencia.


Wendy Carlos nació como Walter Carlos, pero lo que nos debe interesar de esa mujer no es su operación de cambio de sexo, sino su importantísima contribución a la música de cine. De hecho fue una de las pioneras en incoporar los primeros sintetizadores (de aquellas unos extravagantes trastos analógicos) a la música, pero en lugar de hacer música electrónica experimental o pop, buscó su inspiración en los clásicos, especialmente en Bach y la música barroca.


Kubrick, entusiasmado con las sonoridades que conseguía Wendy Carlos con sus sintetizadores, le encargó la composición de la banda sonora de «La naranja mecánica», una película que resultó ser tan revolucionaria como su banda sonora.

Aquí os dejo su célebre tema de entrada, inspirado en el «Funeral de la Reina María» Purcell y una de las primeras veces que se escuchó en un cine el sonido de los sintetizadores que hoy son ya tan comunes. Realmente veréis como resulta imposible pensar en esta película sin la música de Wendy Carlos.

Pino Donaggio, aportaciones vicisitúdicas

Como ya comenté, mientras trabajo escucho música, muchas veces bandas sonoras; a veces enteras y, en otras ocasiones, una selección de piezas en modo aleatorio para que vayan saltando de una a otra casi como si fuese la radio. Esa selección la he ido haciendo a lo largo de mucho tiempo y ya contiene más de 500 temas que pertenecen a unos 300 músicos.

Hablándolo con José Ramón Lorenzo, uno de los autores del blog Vicisitud y Sordidez, persona de gustos y enciclopédicos conocimientos de lo más heterodoxo —palabra que, para mí, es todo un piropo—, lo primero que me dijo fue «estará Pino Donaggio».

Pues no, no estaba.

Enmendado el error, aquí va este post, homenaje tanto a ente vlog como al particular estilo de música de cine de los 70 y 80, del que es muy representativo Donaggio, el sonido de las tardes de sábado de sesión doble en cine Roxy —de Vigo— de mi infancia. De entre sus fotos he escogido ésta en razón del impresionante bigotón que luce en la actualidad.

Pino Donaggio nació en la veneciana isla de Burano en 1941 y, al igual que Korngold, Thomson o Auric, fue un niño prodigio de la música y con 14 años ya interpretaba piezas de Vivaldi en conciertos como violín solista.

Pero entonces algo, o más bien alguien, se cruzó en su camino: Paul Anka. Con 18 años le invitó a cantar con él en el escenario y, como era inevitable, algo cambió en el interior de Pino Donaggio. Descubrió el rock and roll, el pop, los clásicos de la canción americana, la música crooner

Pronto comenzó a componer y cantar sus canciones, y ya con veinte años participó en el festival de Sanremo y, no mucho después, se haría mundialmente famoso con su tema «Io che non vivo» que sería versionado por el mismísimo rey Elvis Presley.

A principios de los 70 dio un nuevo giro a su carrera y comenzó a componer bandas sonoras para el cine y la televisión, trabajo que compaginó con su carrera como cantante y con el que sigue hoy en día. Su estilo recoge tanto su formación clásica como su posterior giro a la música pop, combinando elementos de la música electrónica de la época con el uso de la orquesta y arreglos más clásicos.


 De entres sus muchísimas bandas sonoras —ya cercanas a las 200— son célebres sus colaboraciones en los 70 y 80 con Dario Argento y Brian De Palma, un influyente estilo sonoro que ya va unido a esa época y esas películas.


Aquí os dejo dos piezas que compuso para Brian De Palma.

La primera recoge su estilo más electrónico, y pertenece a ese oscuro homenaje a Hitchcock que es «Doble Cuerpo». Es la famosa escena de la ventana, versión cochinota de «La Ventana Indiscreta», con una Melanie Griffith aún de muy buen ver, y la suave música de Donaggio de fondo. El tema principal de la película no aparece hasta la mitad y en una variación que quizá no sea la más conocida... pero es que para una vez que se les cuelan tetas en youtube no lo iba a dejar pasar.



La segunda muestra su talento para la música orquestal y pertenece a «Blow Up» —una de las tres películas favoritas de Tarantino—, con la que De Palma hace un personal y curioso remake de dos películas a la vez: «Blow Up» de Antonioni y «La Conversación» de Coppola. Una variación de este tema (la versión de piano, titulada «Sally and Jack»), de hecho, puede oirse en la película de Tarantino «Death Proof».

sábado, 17 de octubre de 2009

David Raksin, el abuelete de la música de cine

Así se conoce a David Raksin, tanto porque su inmensa producción musical para el cine y la televisión recorre prácticamente todo el siglo XX, casi desde el cine mudo hasta la llegada de la música electrónica en los ochenta, como porque pasó sus últimos años dando clases en la Universidad, adonde asistían los futuros músicos de cine a aprender de ese anciano, ese abuelo que había trabajado con los más grandes.


Con veinte y pocos años, tras una sólida formación académica, trabajaba como músico profesional en Nueva York, arreglando y componiendo pequeñas melodías para Broadway. Y hasta allí se acercó Charles Chaplin, buscando a alguien que le ayudase a componer la música para su próxima película «Tiempos Modernos».


Chaplin silbaba y tarareaba las melodías, y Raksin las transcribía y les hacía pequeños arreglos. Fue su primer contacto con Hollywood, donde ya se quedaría para siempre.

En 1944 la Fox preparaba la adaptación de una de las pocas novelas de intriga de Vera Caspary —también guionista y que, por sus ideas comunistas, acabaría huyendo del país durante la Caza de Brujas—, una historia en la que no tenía demasiada fe y a la que se le asignó un presupuesto irrisorio. Por eso fue a caer en las manos de un joven director sin demasiada experiencia y de estrellas de segunda. La composición de la banda sonora le fue ofrecida a Alfred Newman y a Bernard Hermann, pero no les interesaba participar en una producción de segunda, así que acabó por caer en manos de otro joven compositor: David Raksin.


Y le pilló en muy mal momento, en pleno proceso de divorcio de su esposa. Por eso no llevó nada bien los tiempos de trabajo y lo fue dejando todo hasta que, cuando sólo le quedaba un fin de semana, se encontró con que no tenía casi nada que le convenciese. Entonces recibió una carta de su mujer, hablando sobre todo lo que les estaba pasando. Una carta triste que le inspiró la melodía del tema principal de «Laura».

La película, contra todo pronóstico, se convirtió en un éxito de taquilla y de crítica y, con el tiempo, ha superado con éxito el veredicto de la historia, siendo considerada como una de las grandes obras maestras del cine americano.

Su banda sonora se ha convertido en un clásico y continúa apareciendo en casi todas las listas —las serias, claro— de las mejores composiciones para el cine. Su tema principal, con una letra que escribió posteriormente Johnny Mercer, se convirtió en una canción muy popular que no paraba de sonar en la radio a todas horas y de vender miles de discos. Hasta la llegada de la música disco fue la segunda canción más grabada de la historia, sólo por detrás de «Stardust».

Por motivos tanto personales como por su calidad, «Laura» es una de mis películas preferidas y, como es lógico, su tema principal también está entre mis favoritos, que no me canso de escuchar una y otra vez. Aquí teneis esa increible música sobre una serie de imágenes de la películas, todas ellas centradas en la también increible belleza de Gene Tierney, ¿podría haber existido otra Laura?, ¿podría haber existido otra música?

viernes, 16 de octubre de 2009

Toru Takemitsu, músico en el plató

Pocas cosas desentonan más que un guionista en un plató. Su trabajo ya ha acabado y sólo está de visita en un lugar donde casi nadie le conoce, pero verán con suspicacia como saluda al director y a alguno de los productores. ¿Quién será ese tipo que busca un lugar donde no estorbar mucho y, sin querer, tiende a pisar los cables? Tras aburrirse un rato y comprobar que una frase que le encantaba no suena tan bien como pensaba, se larga a la única zona donde se considera a salvo: el catering.

Sin embargo hay otro artista que aún frecuenta menos los platós: el músico. Aunque ya habrá comenzado su trabajo con el guión, la parte más dura empieza tras el rodaje, a partir del montaje previo.

Este no era el caso de Toru Takemitsu, uno de los pocos compositores de cine que iba al rodaje como un técnico más. No sólo buscaba inspiración en la historia y las indicaciones del director, sino que le gustaba ver los decorados y exteriores, pasearse entre ellos, ver el vestuario, a los actores, la escenografía, la iluminación, los sonidos... todo eso le ayudaba a construir la atmósfera de su composición y a buscar ideas musicales para ella.



Takemitsu vivió el horror de la guerra e inevitablemente asoció la música tradicional japonesa a sus recientes penurias, con lo que le cogió bastante manía. A través de las tropas de ocupación americanas y la radio descubrió la música occidental, y enseguida cayó rendido ante ella: sus melodías más clásicas, el impresionismo, la música popular, el jazz y, especialmente, las vanguardias. Sus primeras audiciones de John Cage le abrieron la puerta a Webern, Schonberg, Stravinsky, Mahler, Berg y muchos otros, aunque sería el francés Olivier Messiaen quien, junto a Debussy, marcaría una huella más profunda en su música.

Y, parafraseando a T.S. Eliot, tras ese largo recorrer el mundo se encontró de vuelta en su casa y la vio de otra manera. Retomó la música tradicional japonesa y la incorporó a su ya rico y complejo estilo musical.

Sus piezas puramente musicales son numerosas y gozan de un gran prestigio entre la crítica musical. El cine, al igual que a Korngold, no le interesaba, pero el dinero le venía bien y aceptó varios trabajos en bandas sonoras. Pero a diferencia del checo, finalmente acabó por apasionarse con ese nuevo medio donde desplegar su talento musical.

Para él se convirtió en algo muy importante el diálogo con el director, para conseguir que su música estuviera igual de “dirigida” que los actores, la luz o cualquier otro elemento de la película. En colaboración con el director y el equipo de sonido, cuidaba con detalle los sonidos que irían de fondo, jugando con ellos, bien eliminándolos o atenuándolos, o bien incorporándolos a su música.

Sus más de 100 bandas sonoras son de una riqueza y una variedad enorme. En ellas nos podemos encontrar con melodías y piezas muy agradables al oído, o con composiciones extraordinariamente experimentales y complejas, incluso dentro de una misma banda sonora.

Aparte de incorporar al cine, quizá más que ningún otro compositor de su época, muchos de los recursos y hallazgos de las vanguardias musicales, uno de sus grandes méritos fue el del uso del silencio, no como un momento de la película en que sencillamente no hay música, sino como una parte crucial dentro de una pieza concreta. Y, a veces, lo que callaba no era la música, sino todo el sonido, dejando sólo a la melodía… o bien el más completo y sobrecogedor vacío sonoro.


Es ejemplar el uso de esto —muy imitado después— en la escena de la batalla del Tercer Castillo de «Ran», de Akira Kurosawa, donde tras un momento sin música en que el lejano sonido de la lucha se va acercando, entramos en una larga escena de batalla en la que los sonidos desaparecen por completo para dejar paso a la música, una melodía triste y nada épica que acompaña el horror de la batalla… y que se va haciendo más y más suave —hasta casi desaparecer—; entonces un inesperado disparo rompe ese lirismo para dejar paso, nuevamente, al brutal sonido de la guerra, ya sin música.

Georges Auric, uno de «Los Seis»

En 1917 un grupo de jóvenes músicos se reunión en el taller del pintor Emile Lejeune, en Montparnasse, y tras largas charlas decidieron por una parte dejar de interpretar la música de otros para componer la propia, y por otra buscar nuevas formas de expresión, alejadas del tanto del grandilocuente romanticismo Wagneriano como del impresionismo de Debussy y Ravel —centrado en crear atmósferas en lugar de emociones—, y sumarse así a los movimientos de vanguardia artística que surgía por toda Europa.

Satie los denominó los «Nuevos Jóvenes» y, posteriormente, el crítico musical Henri Collet, en 1920, les puso el epíteto de «Los Seis», en parte inspirado por «Los Cinco” rusos.



Esos seis eran Louis Durey, Francis Poulenc, Germaine Tailleferre —la única mujer—, Darius Milhaud, Arthur Honegger y Georges Auric.

A ese número se podrían añadir otros músicos como Erik Satie, que muy pronto abandonó el grupo por desavenencias creativas, Pierre Menu, que murió demasiado joven, Alexis Roland-Manuel, quien quizá era demasiado amigo de Ravel, o Henri Cliquet-Pleyel, que se fue con Satie y formó con él un grupo aparte, entre otros.

Aunque cada uno de «Los Seis» tenía su estilo y exploró las vanguardias por sus propios caminos y, de hecho, como grupo cohesionado duraron bien poco, resulta interesante que cuatro de ellos —los cuatro que cité en último lugar— probasen a experimentar con ese nuevo invento que causaba furor en todo el mundo: el cine.

Compusieron numerosas bandas sonoras, incorporando en ellas muchos de los rasgos de estilo propios de la vanguardia y de su grupo: disonancias, atmósferas sofisticadas que se contraponían a melodías secas y entrecortadas, la búsqueda de inspiración en la ciudad y el día a día del mundo contemporáneo, los instrumentos y melodías de «music-hall» o de las nacientes subculturas urbanas, etc.

No fue una experimentación tan violenta o rupturista como la que vendría después, con las vanguardias de postguerra, pero sí aportó nuevos elementos y sonoridades a la música contemporánea y, en concreto, a la música de cine.



Del grupo de «Los Seis» el compositor que llegó a alcanzar más fama y popularidad fue Georges Auric, aquí retratado por Joan Miró. Aparte de numerosas piezas de música de cámara y orquestal, ballets, óperas, música incidental para teatro y composiciones para piano, compuso numerosas bandas sonoras, que fueron las que mejor le dieron a conocer entre el gran público. En concreto, una de las canciones que compuso para el «Moulin Rouge» de John Huston, se convirtió en una de las tonadillas más populares de su tiempo.

De entre las cosas que he encontrado de él en la red me quedo con la siguiente, fruto de una de sus colaboraciones con su gran amigo Jean Cocteau —ideólogo y cofundador, no músico, del grupo de «Los Seis»—, una de esas escenas que se suelen llamar «seminales», por la cantidad de escenas posteriores en cine, televisión y publicidad que han inspirado.

Es el momento de «La Bella y la Bestia» en que Bella, tras dejar atrás su prosaico pueblo, llega al castillo embrujado de la Bestia y, gracias a la escenografía y la dirección de Cocteau y a la música de Auric, se nos lleva a un limbo a medio camino entre nuestro mundo y el de los sueños.

jueves, 15 de octubre de 2009

Erich Wolfgang Korngold, salvado por la música

A Korngold componer música para el cine no le hacía mucha gracia, prefería dedicarse a sus piezas orquestales y a sus óperas, y por eso, cuando en 1938 la Warner le ofreció volver a Hollywood, dejando atrás su trabajo como director de una ópera en Austria, no se sintió demasiado tentado por la oferta.


Pero los directivos de la Warner, que ya habían trabajado con él, tenían muy claro que para su nueva supreproducción, «Las aventuras de Robin Hood», querían al mejor, y que ese era él, con lo que acabaron por hacerle una oferta astronómica para la época que él acabó por aceptar.

Ya estaba en el barco cuando el ejército nazi entró en Austria, ocupando el país y deteniendo a numerosos judíos —él lo era y, encima, estaba en el país con pasaporte extranjero, pues era checo— que acabaron en campos de concentración. Korngold siempre consideró que aquella película de aventuras, aparte de hacerle ganar un Oscar, le había salvado la vida.

Pese a su poco entusiasmo por el cine, su contribución al lenguaje musical de éste fue formidable. Para él la música no sólo debía acompañar la imagen, sino que debía ser un elemento narrativo más. Debía aportar el estado anímico de los personajes, matizar la acción y comentarla, reforzándola o marcando contrastes. Un simple plano de unos niños corriendo, así, gracias a la música, se convertirá en una escena alegre y llena de inocencia o en una escena de suspense y cargada de peligro. Una fanfarria grandiosa puede acompañar a una simple carreta, avisándonos de que ahí hay algo más de lo que vemos, o una gran escena épica puede ir acompañada de una música lírica e íntima, trasmitiendo los sentimientos de los que conforman esa acción. Además usó leitmotifs asociados a personajes o hechos para tener elementos semánticos con los que jugar: si la melodía que presenta y acompaña a la chica suena, de repente, sobre el rostro de un chico… sabremos en quien está pensando. Todos estos códigos y recursos están ya tan integrados y han sido tan asumidos por la música de cine que os suenan naturales, pero fue Korngold uno de los principales artífices de su creación.

En vida gozó de una gran fama y éxito. Los estudios se peleaban por sus servicios y logró contratos que ya quisieran para sí los mejores músicos de cine contemporáneos. No sólo podía elegir libremente sus proyectos y cobraba un pastón, sino que tenía derecho sobre la versión final de la música. Ni el director ni los productores podían tocar sus partituras. Una de sus composiciones, la de «King’s Row», tuvo tal popularidad que la Warner recibió miles de cartas pidiendo su edición fonográfica, convirtiéndose en la primera banda sonora editada en disco.

Sin embargo, con el paso del tiempo y tras su muerte, su fama se fue olvidando y los críticos, entusiasmados con la música más experimental, lo comenzaron a desechar como un músico acartonado y demasiado clasicista.

A principios de los 70 un nuevo grupo de músicos y críticos comenzaron a interesarse de nuevo por Korngold y su obra, especialmente sus conciertos, su música de cámara y sus óperas. Uno de ellos era, además, amigo del hijo de Korngold, productor musical de aquellas.  Ese músico, que ya había tenido algún éxito componiendo para el cine, acababa de recibir el encargo de la banda sonora de una película de aventuras en el espacio y el director le pedía que aquello sonase como los «clásicos» de aventuras. Ese músico admiraba la obra para el cine de Korngold y le pidió a su hijo permiso para inspirarse y hacer una relectura de la partitura de «King´s Row», algo que también podría servir para revalorizar la obra para el cine de su padre.

Aquel músico era John Williams y la película «Star Wars». Hoy Williams es el músico de cine más popular del mundo y Korngold vuelve a gozar de una alta consideración crítica y sus obras se graban e interpretan por todo el mundo.  Y así, si la música de una película había salvado su vida, la de otra salvó su memoria.


Aquí os dejo la obertura de «King’s Row» (toda ella es una obra maestra que merece la pena escuchar íntegra), en la que podréis notar claramente que es la fuente de inspiración de Star Wars.