Es frecuente que en Navidad llegue a nuestros cines alguna nueva versión del «Cuento de Navidad» de Dickens o que en televisión programen alguna de las numerosas adaptaciones que ha tenido esa pequeña obra maestra de la literatura.
En esta entrada, ya que estamos en pleno Adviento y queda muy poco para que comiencen los «doce días», también hablaré de unos espectros que se acercan a visitarnos en estas fechas, si bien no son los de Dickens.
Del cine en tiempos de guerra
Desde hace muchos años he sentido una morbosa curiosidad por el cine realizado durante las guerras, por sabes qué historias que se contaban en la pantalla mientras el destino de toda esa nación, pueblo o manera de ver el mundo se decidía con sangre en los campos de batalla. Así, he intentado ver las películas hechas por la República (como la mítica «Sierra de Teruel») y he leído los sesudos estudios de Marc Ferró sobre el cine realizado durante la Gran Guerra y la Guerra Civil Rusa. Y, cómo no, las numerosas películas que, durante la Segunda Guerra Mundial, hacían americanos e ingleses, e incluso las realizadas en la Francia ocupada bajo el control de la productora colaboracionista «Continental».
Me impresionaron especialmente, por sus circunstancias, las que se hicieron en los últimos meses de la guerra en Alemania. La nación ya estaba claramente condenada a una brutal derrota pero, aún así, se seguía produciendo cine y la gente, entre bombardeos y con el enemigo a pocos quilómetros de sus casas, seguía yendo a las salas a ver esas películas.
Más o menos, podemos ver que las había de tres tipos:
Unas eran de carácter informativo y funcional, en las que se daban noticias muy sesgadas y poco realistas sobre cómo iba la guerra o se daban consejos prácticos para el día a día: qué hacer en caso de bombardeos, cómo optimizar los recursos, purificar el agua contaminada o hacer pan con menos harina de la normal e incluso a base de serrín.
Otras tenían un claro tono propagandístico. Podía ser negativo, demonizando al enemigo y a los judíos, como la tristemente célebre «El judío eterno». O positivo, como la superproducción «Colberg», en la que se nos contaba como las milicias populares prusianas habían conseguido detener al ejército napoleónico; un claro llamamiento a la población para resistir ante el avance aliado.
Y, por último, estaban las de pura evasión. Espectáculos que simplemente pretendían conmover y distraer.
A veces, con estas películas, se daban curiosas paradojas o casualidades, verdaderas metáforas macabras de ese momento de derrumbe.
El “Titanic” de 1943
Un buen ejemplo es el «Titanic» de 1943. En ella se unían las funciones de propaganda, al responsabilizar de la tragedia a la avaricia de los ingleses mientras destacaba el heroico papel de la tripulación alemana (sic), y evasión. Esta película se rodó en el gran buque de pasajeros «Cap Arcona», que pocos meses después del estreno se hundiría en el Báltico, causando más del doble de víctimas mortales que el propio Titanic. Esta es de las pocas fotos que se pudieron tomar del fatal naufragio.
Por si fuese poco, la película se comenzó a rodar en un momento en que la guerra no iba mal del todo, pero al acercarse la fecha del estreno las cosas ya no eran así, por lo que sólo se proyectó en los países ocupados, fuera de Alemania, no fuera a ser que la cosa se viese como una agorara metáfora del destino del país. Aunque más funesto debió de resultar el hecho de que el cine donde se iba a celebrar la «premiere», en París, fuese destruido por un bombardeo la noche anterior.
En esta película se pueden ver ya algunas de las imágenes y conceptos que, más adelante, retomaría James Cameron para su famosa película, como el triángulo amoroso entre una mujer, su antipático y millonario prometido…
…y el humilde chofer del que se enamorará de verdad (no sé si en un homenaje, consciente o no, James Cameron sitúa la escena de sexo entre Leonardo Dicaprio y Kate Winslet, precisamente, en un coche antiguo semejante al de esa película),
la desaparición de una valiosa joya,
el contraste entre la primera clase (fría y elegante)…
y la tercera clase (con sus bailes y alegrías),
los pasillos siendo anegados por el agua mientras nuestros héroes acuden al rescate de sus amigos y amores,
la evacuación de los botes durante el lento hundimiento…
… y muchas otras cosas más.
Toda una gran historia y un gran espectáculo en la que, en su momento, fue la película alemana más cara de la historia. Sin embargo es lógico que Goebbels pensase que esas impresionantes escenas del hundimiento y de la muerte de centenares de personas trajesen a sus compatriotas el recuerdo de la destrucción de sus propias ciudades y la muerte de tantos vecinos y amigos. Los espectros de ficción de los ahogados en el Titanic, irremediablemente evocarían los reales, ahogados en el Cap Arcona o destrozados por los bombardeos aliados.
La evasión se centró en la comedia y la evocación de un pasado cercano y un tanto idealizado. Y en esta línea surgió una verdadera joya, una pequeña y divertida historia que, tras el velo de su ligereza, y contra los deseos de Goebbels, acabó por convertirse en una metáfora de lo que es la guerra y, en general, la muerte. Y lo hizo con una fuerza más sutil pero también mucho más profunda y devastadora que la que podía contener el «Titanic» de 1943.
Una tradición navideña
Alemania, cada año, no sólo es visitada por los tres fantasmas del «Cuento de Navidad» de Dickens, sino también por los numerosos espectros que, inadvertidamente, contiene la película « Die Feuerzangenbowle».
Nunca ha sido estrenada en nuestro país, por lo que no tengo un título en castellano que ofrecer. «Feuerzangenbowle» se compone de «feuer», fuego, «zangen», pinzas, y «bowle», una especie de sangría (bebida con frutas), y hace referencia a un tipo de ponche, muy popular en ese país, a base de vino tinto, clavo, canela, limón, naranja y algo de ron, al que se le prende fuego y, mientras va ardiendo, se va tomando en pequeñas tazas. En la película un ponche de ese estilo, y sus simbólicas llamas, aparece al principio y al final.
Desde la llegada del vídeo doméstico (y, ahora, también está editada en DVD y Blue-Ray), justo antes de las Navidades, precisamente en estos días, los estudiantes se reúnen en sus residencias y pisos compartidos, encienden un gran cuenco de ponche como el de la película y, mientras lo van tomando, ven «Die Feuerzangenbowle». Es su manera de despedirse de los amigos antes de regresas a sus casas, con la promesa de volver a encontrarse tras las fiestas.
También, en muchos cines, se hacen proyecciones especiales de la película, a las que la gente (y ya no sólo estudiantes) acude con despertadores, linternas e incluso botellas de licor, para accionarlos o beber en el momento adecuado en que los personajes lo hacen, gritando lo que ellos gritan, cantando sus canciones, imitando los acentos y repitiendo unos diálogos que ya se saben de memoria.
Si en Alemania se puede hablar de una película de culto, por encima de todas las demás, habría que situar ésta.
La película
«Die Feuerzangenbowle» se basa en la novela del mismo título de Heinrich Spoerl, publicada en 1933. Desde el principio tuvo un enorme éxito y fue adaptada al cine inmediatamente, en una primera versión titulada «So ein Flegel», dirigida por Robert A. Stemmle y protagonizada por el actor alemán Heinz Rühmann. Aún hoy en día ha conocido nuevas traslaciones cinematográficas, televisivas, de teatro e incluso a un musical. Pero ninguna de ellas ha alcanzado la fama y popularidad de la dirigida por Helmut Weiss en 1944, protagonizada de nuevo por Heinz Rühmann, que repitía así el papel que le había hecho famoso diez años antes.
El argumento bien podría dar para una descerebrada y alocada comedia americana: Un exitoso y aristocrático escritor de la capital, Berlín, acude a una reunión con sus amigos en torno a un cuenco de ponche sobre el que, melancólicas, las llamas queman el ron. Sus colegas brindan por la memoria de un viejo profesor que acaba de morir mientras recuerdan anécdotas de aquellos años de escuela. El escritor no puede compartir esa evocación pues fue educado por tutores en su casa. Sus amigos lo lamentan, pues se ha perdido una parte entrañable y bellísima de la vida, una etapa llena de unos recuerdos que jamás dejarán de acompañarnos y que, con los años, se irán haciendo cada vez más valiosos y queridos.
El escritor decide solucionar ese fallo en su vida. En una simpática escena, con un curioso efecto especial que recuerda los «morphings» tan populares en los 90, vemos como, según va contando sus planes, le desaparecen la barba y el bigote, el monóculo, el pelo se le tiñe, su chistera deviene en una gorra y su ropa pasa a ser la de un jovenzuelo… con lo que ya tenemos al aristocrático escritor disfrazado de un estudiante de provincias, a punto de incorporarse a las clases en un pequeño pueblo.
En la escuela este nuevo alumno, gracias a su madurez e inteligencia, enseguida se hace popular entre sus compañeros al diseñar complejas gamberradas contra los profesores y tampoco tarda mucho en usar su experiencia para seducir a la bella hija del director. La cosa se enreda cuando la prometida del escritor, intrigada por su repentina desaparición de la capital, descubre a donde ha ido y aparece por el pueblo. Al descubrir el engaño se hace pasar por su tía. Su belleza y coquetería enseguida causan un tremendo revuelo entre los sexualmente reprimidos compañeros de escuela del escritor. Nuestro protagonista, mientras, deberá pensar cómo acaba con la farsa y, de paso, decidir con qué chica se queda: su sofisticada prometida o su inocente y cándida nueva conquista.
Aunque mi oído no era capaz de percibirlos (la vi en el alemán original, subtitulada en inglés), parece ser que para aumentar lo comicidad se juega mucho con los acentos: el elegante acento de la capital que usan el escritor y su prometida, los de los diferentes profesores —cada uno representa un estereotipo regional de Alemania—, y el acento de pueblo de los alumnos y alumnas.
Los profesores, con sus particulares motes escolares, personifican, cada uno, un estilo de enseñanza. El director simboliza un estilo aristocrático y distante de enseñanza, el del viejo orden de Bismark; el de ciencias es próximo, democrático e intenta usar nuevas técnicas para motivar a los alumnos, un trasunto de la izquierda europea; el de literatura es conservador y confía en que los alumnos sean responsables por si mismos, al estilo de la derecha de la República de Weimar. Por supuesto, todos ellos fracasan y caen víctimas de las bromas de nuestro protagonista y sus colegas.
Bueno, todos menos uno. Hay un personaje que no salía en la novela y que se incorporó a la fuerza para contentar a las autoridades nazis. Es el profesor de historia, inteligente y humano, y que siempre va un paso por delante de sus díscolos alumnos. Este hombre promueve un nuevo tipo de disciplina, basada en la responsabilidad personal, la obediencia casi religiosa a la autoridad y el amor a la patria, muy en la línea de la ideología nazi. Y no sólo es que consiga no ser burlado por sus alumnos, sino que estos lo aprecian y lo valoran más que a ningún otro. Un verdadero pegote dentro de una historia llena de sarcasmo e ironía, y que no hace otra cosa que recordarnos que los tiempos en que se realizó esa película poco tenían que ver con los que se representan en ella.
La caracterización de los profesores van un paso más allá del estereotipo. No son simples monigotes y vemos como sufren por las bromas —y eso no resulta nada divertido— y se preocupan realmente por sus alumnos. En una clarificadora escena, el claustro se ha reunido para ver qué hacen ante una reciente broma de los alumnos. Nuestro protagonista, el escritor, ha colgado un cartel en la puerta de la escuela avisando que ese día no habría clases, con el resultado de que ese día no acude nadie a la escuela. El director es partidario de castigar a todo el colegio pues no pueden consentir tal humillación. El autoritario y filo-nazi no propone castigarlos a todos, pero sí hacer algo de presión pues siempre habrá alguien dispuesto a hablar y delatar al culpable —toda una metáfora de la «cultura de la delación» tan querida del nazismo y demás totalitarismos—. Sin embargo, serán los profesores que han sufrido más bromas los que se pondrán de parte del alumnado. Para el conservador es inadmisible castigar a un montón de inocentes, aunque eso suponga que el culpable haya de quedar libre. Y el liberal es quien tiene la brillante idea de que si dicen que, efectivamente, ese día dieron vacaciones por unas obras en la escuela, no habrá existido broma alguna; ni tendrán que castigar a los inocentes ni habrán de soportar humillación alguna. El director no es muy partidario pero el inteligente autoritario ve que es una buena solución y cede… no sin antes tener una breve conversación con esos profesores en la que les convence de las virtudes de su estilo para, así, prevenir futuros problemas.
Esos pequeños guiños al nazismo no fueron suficientes para superar el comité de censura y la película fue, en principio, prohibida, alegando que se reía de la autoridad y promovía conductas tan peligrosas como la infidelidad, la ebriedad, la desobediencia y el gamberrismo.
Su protagonista, Heinz Rühmann, era también el productor de la película, y las cosas no iban a quedar así. El hombre era toda una celebridad en Alemania y, de hecho, en toda Europa. El propio Goebbels, que lo admiraba y apreciaba, lo había declarado exento del servicio militar pues el país no podía permitirse perder su talento en el frente. Así que Rühmann puenteó a la censura, fue directo al ministro de propaganda y le invitó a un pase privado de la película.
Goebbels se rio tanto y se lo pasó tan bien que, inmediatamente, ordenó el estreno de la película en toda Alemania y a lo grande.
La película fue un éxito. Siempre ha sido un éxito. Los que han vivido los últimos cursos de escuela no pueden evitar evocar aquellos duros pero intensos y felices tiempos, tan inocentes. Los que los están viviendo se regocijan viendo cuán parecidos y diferentes eran los de entonces a los de ahora. Hasta los niños sueñan con esa edad a la que ansían llegar y que, sin que lo sepan, se les irá en un abrir y cerrar de ojos, pasando a formar parte entonces de ese inmenso ejército de nostálgicos que somos la mayor parte de la humanidad.
La producción
Si la historia narrada en «Die Feuerzangenbowle» resulta interesante, lo es mucho más la historia de su rodaje.
Su productor y protagonista, Heinz Rühmann, así como algunos otros actores y responsables de la película, estaban exentos de ir al frente pero mucho otros —técnicos, actores secundarios, actores con pequeñas frases y figurantes— habían sido llamados a incorporarse a las milicias que habrían de resistir contra el avance de los aliados. Y muchos de ellos, sobre todo los que hacían de alumnos de la escuela, eran poco más que unos críos, con dieciocho años recién cumplidos e incluso menos edad.
Ya era 1944 y la guerra parecía definitivamente sentenciada. Así que el director y el productor hicieron piña y decidieron hacer todo lo posible para salvar a aquellos muchachos de la máquina de la guerra, y lo único que tenían a mano era… rodar, rodar y rodar, con la esperanza de que el final de la guerra les pillase antes que el final del rodaje. Los retomes y correcciones eran constantes, y el nivel de perfeccionismo exigido por Helmut Weiss llegó a ser exasperante que algunos de aquellos jóvenes actores se quejaron de la presión a que el director y el productor les sometían, ajenos a que aquello, en el fondo, era una artimaña para salvarles la vida.
Pero, al final, pese a todo el perfeccionismo y los retrasos, la guerra duró más que el rodaje de la película. Cuando se estrenó, las risas y unánimes aplausos de la platea resonaron sobre los nombres e imágenes de muchos jóvenes que ya habían muerto en el frente.
Heinz Rühmann
El actor y productor de esta película era toda una celebridad en Alemania, el actor más famoso del momento y uno de los más célebres de toda su historia, muy querido por todos los espectadores y valorado por la crítica alemana como un extraordinario actor de comedia. El Cary Grant alemán.
Aunque no pertenecía al partido nazi, sus jerarcas, como Goebbels y el propio Adolf Hitler, expresaban públicamente su favor por él; era su favorito y no se perdían ni una de sus películas. Por eso Rühmann pudo evitar la guerra y no tuvo problemas en conseguir todo lo que necesitada para llevar adelante sus producciones.
Su fama traspasó las fronteras y se hizo muy popular en toda Europa. Podrían citarse muchos ejemplos de esta fama, pero el más irónicamente cruel es el relacionado con Anna Frank. Esta niña judía, inmortalizada por su diario, se llevó a su escondite unas cuantas fotos para seguir soñando con sus ídolos, como cualquier chica de hoy en día. Una de ellas fue la de Heinz Rühmann, su actor favorito y su platónico amor de juventud. Allí compartió pared con Ray Milland, Greta Garbo, Deanna Durbin, Norma Shearer y Ginger Rogers, entre otros, y aún hoy, cuando ya ninguno de ellos está entre nosotros, se pueden ver sus viejas fotos en esa pared.
Rühmann sobrevivió a la guerra, aunque hubo de pagar el tributo de ver como unos soldados rusos violaban a su mujer; seguramente aquello se pegó para siempre a su alma, como quien arrastra una sombra casi tan dolorosa como la misma muerte. No es de extrañar que el gran actor de comedia, tras la guerra, comenzase a dejar poco a poco su antiguo género para especializarse en personajes de carácter y dramas, llegando a trabajar con Stanley Kramer y Wim Wenders en sus últimos años. De alguna manera, el antiguo Hainz Rühmann, el risueño y pícaro escritor que podemos ver en «Die Feuerzangenbowle», también fue consumido por el fuego de la guerra.
El final de la película
«Die Feuerzangenbowle» es una película, que vista hoy, nos puede parecer un poco lenta, episódica y con unos diálogos que, más que hilarantes, resultan simpáticos. Lo que la convierte en una obra realmente grande es su final.
En él, tras una última gamberrada que implica a profesores, alumnos y alumnas, el protagonista decide abandonar su juego y confiesa su identidad. Uno de los profesores tema que, ahora, ese afamado escritor utilice todo lo que ha vivido para escribir una novela le piden cierta compasión a la hora de retratarlos. A continuación traduzco la respuesta del escritor:
«Caballeros, ya está hecho. Pero no se preocupen. He exagerado tanto que nadie ni nada será reconocible.»
Hay cierto gesto de alivio por parte de los profesores.
«Además, una escuela como esta que tienen aquí, con profesores como ustedes y alumnos como nosotros, no ha podido existir jamás. He de confesar, públicamente, que he inventado toda la historia, de la A a la Z: la escuela, el director, los profesores, incluso la pequeña Eva.»
El gesto de los profesores y, luego, de los alumnos, pasa del alivio al miedo. Se dan cuenta de lo que en realidad son o, más bien, de lo que no son. Los personajes con los que hemos vivido, con los que nos hemos reído y emocionado, de los que nos hemos encariñado… no existen. Son creaciones, fantasmas… y, como tal, poco a poco, se van desvaneciendo, desapareciendo de la pantalla, dejando sólo la imagen del protagonista, aún en sus ropas de estudiante...
«Sí, incluso he inventado mi propio papel.»
…que, por un efecto similar al del principio, pasa a tomar la forma del escritor, con sus elegantes ropas, su bigote y su perilla; y ya está solo, en la oscuridad. En ningún espacio y ningún tiempo.
«Lo único cierto de toda esta historia es el principio: el cuenco donde ardía el ponche»
Sobre él va apareciendo, poco a poco, y cada vez con más fuerza, la imagen de las llamas que flotan sobre el ponche —ese crisol de recuerdos— hasta que sólo se ve el fuego y se oye una voz:
«Porque lo único que es verdadero son los recuerdos que nos acompañan, los sueños que nos transforman y los deseos que nos mueven; y, al final, en esto reside el único motor de nuestra felicidad.»
Y, al final, sólo quedan las llamas.
Teniendo en cuenta que en su estreno muchos de esos muchachos que veíamos desvanecerse poco a poco, como si fuesen fantasmas, ya habían muerto, estas palabras cobraban un sentido especial. Triste y cruel.
E, igualmente, al oírlas hoy, tanto tiempo después, con todos esos actores ya muertos, con todo ese mundo ya desaparecido, sentimos como si ese fuego proyectase nuestra propia sombra en la pared, recordándonos lo que algún día seremos, un recuerdo, un espectro agitado por la memoria de otros; lo que de nosotros contarán quienes nos sucedan, un reflejo en torno a la hoguera que se irá desvaneciendo, poco a poco, hasta fundirse por completo en la oscuridad que rodea este breve destello que es la vida.