jueves, 4 de noviembre de 2010

Música de cine: Ralph Vaughan Williams

Preliminar
Como este mes voy a estar liadísimo con el trabajo he decidido dejar aparcados por el momento los temas de psicología y dedicar otra pequeña serie de entradas a la música de cine que me acompañará estos días.


Por eso de acotar el tema esta vez hablaré de grandes músicos que han desarrollado el grueso de su trabajo fuera del mundo del cine y que han colaborado con el séptimo arte de forma ocasional. En este grupo bien podrían incluirse algunos de los que ya he hablado: Camille Saint Saens, Erich Wolfgang Korngold, Aaron Copland, Virgil Thompson, John Corigliano y los pioneros de la música electrónica Raymond Scott y Wendy Carlos. Otros, como Toru Takemitsu y Georges Auric, han destacado de forma significativa en los dos mundos, con una producción muy amplia tanto en la composición de bandas sonoras como de pura música orquestal.


Por acotar me centraré en los británicos y una particular «llamada a las armas» que cambió de forma decisiva el rostro de la música de cine de ese país, convirtiéndola en una de las más ricas, variadas y complejas de su tiempo.


Ralph Vaughan Williams
Para muchos Ralph Vaughan Williams es el compositor británico más importante del siglo XX, por delante de Elgar o Britten. De su música se dicho que parece encerrar, dentro de ella, algo muy antiguo y algo muy moderno, sin que la balanza se acabe nunca de inclinar hacia uno de los lados. El resultado es, por completo, atemporal. De formas aparentemente clásicas, se inspira tanto en la música del pasado como en la popular —dedico mucho tiempo a estudiar el folklore de las Islas Británicas— y la de vanguardia, jugando con los instrumentos y la formación de la orquesta de formas muy innovadoras y, lo más importante, efectivas.
Su música es intelectual, por su complejidad y profundidad, pero también fácil de oír, por su capacidad para crear grandes melodías y transmitir sensaciones y emociones. Un equilibrio que pocos creadores del siglo XX han conseguido alcanzar.

Si hablamos de su relación con el cine lo primero que nos viene a la cabeza es el uso que se ha hecho de alguna de una de sus piezas más conocidas, la arrebatadora «Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis», en varias películas como «Remando al Viento», «Master and Commander» y «La Pasión de Cristo»

En esta pieza existe un complejo juego intelectual en el que hace comportarse a toda una orquesta de cuerda, dividida en tres secciones, como si se tratase de un único y antiguo órgano renacentista, con cada sección de la orquesta simulando una parte o acción del órgano (el fuelle, la principal y la coral). La sencilla pieza original de Thomas Tallis es dividida en sus componentes y juega con ellos y sus variaciones, haciéndolas evolucionar al estilo de las clásicas fantasías de la música isabelina del siglo XVI-XVII. Pero lo importante es que todo eso no apaga, sino que potencia, la belleza de la pieza y su gran capacidad para emocionarnos.

De hecho, Thomas Pynchon, en su última novela, «Contraluz», hace un homenaje a la belleza de esta música cuando un personaje sufre un radical cambio en su vida tras escucharla.

En septiembre de este año se cumplió un siglo de su estreno. Williams la compuso cuando ya casi tenía 40 años y fue uno de sus primeros trabajos, pues comenzó a componer muy tarde, pasados los 30. Pero la espera mereció la pena, pues esta fantasía le dio una fama inmediata, que consiguió consolidar y ampliar a partir de ese momento con una solidísima carrera como compositor: óperas, ballets, sinfonías, conciertos, música de cámara, coral, himnos, etc.

Ya nunca le faltaron trabajo ni prestigio y, si en un momento de su carrera dejó la música «seria» para dedicar parte de su tiempo a la composición de bandas sonoras no fue por necesidad económica, ni siquiera por experimentar o probar cosas nuevas. Fue por patriotismo.

Williams había vivido la guerra en sus propias carnes, sirviendo como artillero durante la Gran Guerra. El sonido de sus propios cañones le provocó una pérdida de oído progresiva que, hacia el final de su vida, le dejó completamente sordo. Sin embargo eso no frenó su carrera como músico.

En esos años también conoció el horror de las trincheras y experimentó la pérdida de muchos amigos, algo que intentó transmitir en «Flos Campi», una de sus piezas más complejas y experimentales. En general, toda su música, se vio influenciada por esa traumática experiencia y Williams se convirtió, como casi toda su generación, en alguien que odiaba y temía la guerra.

Sin embargo, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial y su país y toda Europa se vieron amenazadas por los nazis, se dio cuenta de que su país realmente estaba en peligro y se ofreció para algún tipo de servicio activo. El que fuese. Pero, además de ser un tesoro nacional viviente, era demasiado anciano para andar cargando sacos y vigilando carreteras. Y ese rechazo para el servicio le resultó frustrante. Quería hacer algo. Lo único que se le ocurrió hacer al buen hombre, que vivía en el campo, fue coger una carreta y, por su cuenta, dedicarse a recoger chatarra y metales para enviar a las fábricas.
Y entones es cuando entra en escena alguien de quien volveremos a hablar más veces: James Muir Mathieson, un verdadero músico de cine, director del departamento musical de los Estudios Denham de Alexander Korda. En cuanto estallo la guerra, el gobierno británico volvió a crear un Ministerio de Información (ya había existido durante la Gran Guerra) que coordinase tanto la censura como la creación de mensajes de propaganda, incluidas películas que alentasen a la gente a resistir y luchar. Mathieson, por su experiencia cinematográfica, enseguida pasó a formar parte de ese ministerio.

Una de sus primeras y más grandes ideas fue la de encargar la composición de las bandas sonoras de esas películas de propaganda no a los músicos en nómina de los estudios (aunque algunos eran excelentes) sino a las grandes glorias de la música británica del momento. Evidentemente, el nombre de Ralph Vaughan Williams fue uno de los primeros en aparecer, y fue a buscarlo a su casa de campo, donde encontró a ese hombre de casi 70 años recogiendo chatarra con su carrito. El anciano, en cuanto Mathieson le propuso su idea, se sintió orgulloso de responder a esa particular «llamada a las armas» y poder hacer algo por su país.

Y así, a una edad tan tardía, el mejor músico británico del siglo XX se puso manos a la obra con la que sería su primera banda sonora.

Fue para la película «Los Invasores» («49th Parallel»), de Michael Powell y Emeric Pressburger, una película que narraba las tropelías de la tripulación de un submarino alemán que huía a través de Canadá después de que su navío naufragase en aquellas costas, con el objetivo de llegar hasta la aún neutral Estados Unidos. El objetivo era crear en Estados Unidos un corriente de opinión favorable a entrar en la guerra. Además de contar con el veterano Williams para la banda sonora, esta película contó con un joven y aún poco conocido David Lean en las labores de montaje.
Williams sorprendió a todos con su energía y su inventiva, y se tomó el trabajo muy en serio. Leyó el guión, vio los copiones y ajustó cada nota a cada escena en donde iba a ir, llegando a modificar la partitura incluso durante las sesiones de grabación. También fue él quien propuso hacer algo que hoy es muy común en las bandas sonoras, especialmente para televisión: usar la misma música en diferentes momentos pues, según él decía, la misma pieza o frase musical, acompañando a una imagen diferente, podía cobrar un sentido nuevo. O, en el otro extremo, para marcar el impacto de una explosión, bien se podía usar el mismo efecto musical que se había empleado para un choque u otra explosión.

«Los invasores» fue todo un éxito en el Reino Unido y en Estados Unidos, llegando a ganar un Oscar a la mejor historia original. Aquí podemos escuchar el tema principal de la película, de una gran calidad y lirismo, lo que deja bien claro que Williams no se tomó este trabajo a la ligera:



Luego continuó componiendo música para otras películas de propaganda y programas de la BBC, y le quedó el gusto de componer música para el cine pues, acabada la guerra, aún siguió colaborando en otras películas.

Su interés y pasión vienen especialmente ilustrados con lo que le ocurrió con la banda sonora de «Scott en la Antártida», una película sobre la gesta de este explorador. El proyecto le interesó desde el principio y, ya mientras se estaba escribiendo el guión, comenzó a documentarse y, por su cuenta, a escribir música. Cuando la productora le envió el guión, meses antes de que comenzase siquiera la grabación del primer plano de la película, Williams ya tenía la banda sonora compuesta en su totalidad. Se había hecho su propia película en su cabeza y había compuesto 18 temas para ella. Y, lo más sorprendente, ¡es que valieron!
Pero era una banda sonora muy larga y, en la película, sólo se usan la mitad de ellos. Posteriormente, el propio Williams, reescribiría la música usada en la película para su «Sinfonía Antártica». Sin embargo, más de la mitad de los 18 temas originales no llegaron a ser interpretados en esa época.

En el año 2002 se recuperó la partitura y se grabó la banda sonora original completa, tal y como había sonado por primera vez en la cabeza de Ralph Vaughan Williams. Aquí podemos escuchar su bellísima obertura en la que se combina a la perfección lo misterioso con lo grandioso, dándonos un perfecto retrato sonoro de la Antártida:



En 1957, ya con 85 años, compuso su última banda sonora para el documental «La Inglaterra de Isabel». Moriría al año siguiente, habiendo trabajado casi hasta el último día de su vida. Fue enterrado, como un héroe nacional, en la Abadía de Westminster, y sus cenizas reposan muy cerca de las de su admirado Henry Purcell.

Aquí podemos oír parte de esa banda sonora, reutilizada por el autor para su pieza «Tres retratos de la reina Isabel», en el segundo de esos retratos: «La poetisa». Vemos como la pieza comienza con un homenaje al estilo musical de los órganos isabelinos y su estilo de música eclesial, para seguir por una línea más lírica y espiritual, en la que se aprecia esa particular mixtura de lo antiguo y lo moderno tan propia de este autor.

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