martes, 23 de noviembre de 2010

Arnold Bax, siempre entre dos mundos

Arnold Bax nació en la Inglaterra más dickensiana de todas las Inglaterras, el Londres de 1883, si bien vivió la infancia menos dickensiana que se podría imaginar. De familia acomodada, a pesar de las penurias y dureza de la época, nunca le faltó de nada y tuvo una educación privilegiada. Sin embargo, y pese al gran contraste con su estrecho mundo personal —o quizá gracias a él—, acabaría siendo el elegido para poner música a la cruel realidad que le rodeaba y que tan bien había sido representado por Dickens en sus novelas.
De hecho, toda la vida de Arnold Bax pareció moverse de una forma semejante, en la frontera entre mundos, siempre a salvo del peligro pero con la mirada clavada en él.

Su posición acomodada podía haberlo convertido en un vago y un snob, pero sus inquietudes intelectuales le llevaron a la música y la poesía. Y, a través de esta, en concreto de W. B. Yeats, descubrió su primer gran amor. Irlanda. Viajó por ese país, hizo grandes amigos y el influjo de sus sonidos y tradiciones se deja ver en toda la obra musical de Bax.

Sus viajes y lecturas también le llevaron hasta la cultura nórdica y la rusa, otras grandes influencias en su música. Y esa fascinación por las tradiciones le hizo mantenerse alejado de las vanguardias, explorando siempre las posibilidades de la música tonal y del romanticismo.

Y eso le volvía a situar a medio camino. Para los europeos era demasiado inglés y para los ingleses demasiado ecléctico o, peor aún, demasiado irlandés

Durante la Gran Guerra una enfermedad pulmonar le salvó de ir al frente, pero tuvo su guerra en casa, al simpatizar con la causa irlandesa durante la revuelta de Pascua, en 1916. Lloró por la destrucción de Dublín, la salvaje represión británica y la muerte de muchos amigos suyos. Los lamentos que compuso iban dedicados a aquellos hombres que habían muerto en las calles y cárceles de Dublín, y no a los caídos en Flandes. Algo que no sentó muy bien.

Se casó con una amiga de la infancia pero poco después conoció al gran amor de su vida, la pianista Harriet Cohen. Era un hombre religioso y de convicciones profundas, con lo que ese amor, que consideraba ilícito pero no podía controlar, le torturaba de manera angustiosa. Y, ya que no podía manifestarlo todo lo libremente que quería, lo transfiguró en música y compuso para ella numerosas piezas de piano.
Cuando, en un accidente, Harriet perdió la movilidad de la mano derecha, comenzó la creación de una serie de conciertos y suites para piano tocado solo con la mano izquierda.

Su éxito y prestigio hicieron que poco antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial fuese ordenado caballero y Maestro de Música Real. Aceptó el honor, pero siempre se sintió extraño, pues sentía que, de alguna manera, traicionaba a sus amigos irlandeses. Nuevamente, las fronteras no hacían más que sembrar angustia en un hombre que había nacido para atravesarlas.

El conjunto de su obra es inmenso: piano, orquesta, cámara, coral, música incidental para teatro, poemas sinfónicos… pero sólo dos películas, una de ellas un cortometraje.

Durante la guerra, al igual que la mayoría de los grandes músicos del momento, recibió la visita de Muir Mathieson, que le animó a componer la banda sonora de un documental sobre la heroica resistencia de la isla de Malta. Su primer trabajo para el cine.

Mathieson se quedó muy contento con la experiencia y cuando, ya tras la guerra, la Rank Organisation se propuso rodar una gran producción a partir del clásico de Dickens «Oliver Twist», con dirección de David Lean, propuso a Bax como compositor de la banda sonora.
Arnold Bax aceptó, el propio Mathieson ayudó con los arreglos y dirigió la orquesta, y para varias piezas de piano que suenan a lo largo de la película se contrató a para interpretarlas Harriet Cohen.

El estilo de Bax, brillante y apasionado dentro de los límites del clasicismo, está presente en toda la partitura, si bien se deja modular por lo que Bax había aprendido viendo otras películas. Especialmente se nota la influencia de Korngold a la hora de intentar que la música no fuese un mero acompañamiento y que siempre estuviese ahí para aportar algo. Matizando, completando o comentando la imagen.

Y, lo más importante —algo que muchos músicos, productores y directores actuales parecen haber olvidado—, sabiendo retirarse cuando no sumaba nada al simple poder de la imagen, los diálogos y el sonido… aunque en esto la colaboración de Lean y Mathieson fue importante, pues Bax compuso piezas que ellos no usaron, no porque fueran malas, sino porque eran innecesarias. Un ejemplo es la tormenta que, tras el preludio y los títulos, abre la película. La pieza que compuso Bax para ese momento es buena, pero no fue usada pues la fuerza de las imágenes y los efectos de sonido, por si solos, transmitían de forma mucho más contundente los sentimientos que se querían dar en esa escena. El mérito de este arranque, curiosamente, no es tanto de David Lean como de su esposa en aquel momento, la actriz y bailarina Kay Welsh, quien se encargó de planificar esta secuencia.

Aquí dejo dos escenas que he encontrado y que pueden ilustrar el estilo de la música de Bax y su uso en la película.

En el primer minuto de esta primera escena vemos como Oliver es conducido hacia el mundo de los bajos fondos, curiosamente a través de una ascensión. La música aquí sí es necesaria para dar vida y tensión a unas imágenes que la necesitan. La vivaz melodía aquí cumple una triple función: da ritmo a la escena; ilustra los sentimientos de Oliver, pasando de su misterioso inicio a la fascinación final ante esa vista de los tejados de Londres; hace un comentario irónico, especialmente en su parte final, dándole una épica casi mística y religiosa al clímax de esa ascensión ante la cúpula de la catedral de San Pablo. Oliver ha ascendido al paraíso de los ladrones.

Y, al llegar ante la presencia de Fagin, la música calla y nos deja en silencio, sin subrayados ni obviedades. Estamos otra vez en la piel de Oliver, mudo ante la misteriosa aparición del señor de ese particular reino de los cielos.



En esta otra escena, a partir del minute 1:46, la música da vida y marca el tono de las lecciones de carterismo que Fagin le da a Oliver. Es una música alegre y jocosa, que orienta al espectador hacia las emociones correctas. Está con Oliver, y en ese momento, se lo está pasando bien.



Es curioso constatar como la fabulosa interpretación que Alec Guinness, y el vestuario y maquillaje que lleva, hicieron que la película fuese prohibida tanto en Israel, pues la consideraron antisemita, como en Egipto, pues la consideraron pro-judia. Si es que cuando eres picajoso, todo vale para protestar…

La partitura completa de Arnold Bax está editada por CHANDOS, incluyendo los temas escritos y no usados en la película, y la música de su cortometraje sobre Malta. Toda la obra cinematográfica de este autor en un único CD que cualquier aficionado a la música de cine debería tener.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Doreen Mary Carwithen, víctima de su tiempo

Una semana de noviembre, como esta, hace casi noventa años, nacía Doreen Mary Carwithen en Haddenham, Inglaterra. Dotada de «oído absoluto» (ser capaz de identificar o cantar cualquier nota sin tener otra de referencia), desde niña mostró una gran vocación y talento para música. Con 16 años ya había compuesto su primera pieza, «Daffodils», una melodía para piano y voz a partir de un poema de Wordsworth.
En la Real Academia de Música, donde conoció a su profesor y futuro marido William Alwyn (ún tardarían unos años en comenzar su relación), compuso una original e inspirada obertura «One Damn Thing After Another», inspirada en la novela homónima de Masefield. Esta pieza se estrenó en 1947 y, gracias a ella, fue la primera de la lista para acceder a un curso especial de composición para películas y documentales. Los que organizaban ese curso se quedaron muy sorprendidos al descubrir que el «compositor» era una jovenzuela.

A partir de ahí comenzó su carrera como compositora de cine, que compatibilizó con la elaboración de sus propias piezas para conciertos, cuartetos, ballets, etc. Recogía tanto las influencias de las vanguardias y la música impresionista, como la de los compositores más clásicos, y conseguía darles una personalidad propia muy particular. Un estilo elegante, complejo e inspirado. Es fácil de oír de buenas a primeras por la belleza de sus melodías, pero si prestamos atención veremos todas las sutiles líneas melódicas y de acompañamiento que se esconden bajo el tema principal, su rico uso de las pequeñas disonancias y otros curiosos golpes de efecto, o los inesperados giros y cambios que se producen en el desarrollo de sus piezas.

Y, si es tan buena, ¿por qué no es tan famosa como otros coetáneos suyos y son tan difíciles de encontrar sus composiciones? La respuesta es sencilla y terrible. Era una mujer.

La sociedad de su tiempo era muy machista y, aunque el mundo del cine era un poco más liberal que otros ámbitos, también le llegaba. Y un campo tan elitista y académico como el de la música, mucho más.

Pese a su talento, premios y reconocimiento (Vaughan Williams la consideraba una de las grandes promesa de la música británica) ningún agente artístico quiso arriesgarse a representar una mujer. Tuvo que buscarse la vida y sólo consiguió, tras duros esfuerzos, trabajos de segunda. Cobraba menos que sus compañeros masculinos e incluso, en ocasiones, tuvo que trabajar como «negro», permitiendo que otros firmasen sus trabajos a cambio de una cantidad de dinero no demasiado grande. Ni siquiera logró que muchas de sus piezas orquestales y de cámara se interpretasen. Era casi imposible convencer a los músicos y salas de conciertos para que estrenasen las composiciones de una mujer.

En 1961 se casó con William Alwyn y, contra lo que pudiera pensarse, eso no le ayudó demasiado. De hecho, apagó lo que había sido su dura y complicada carrera. Se convirtió en la secretaria, arreglista y consejera de su famoso marido. Podrían haber sido una pareja de iguales, de grandes compositores que trabajan codo con codo. Pero no. Mary Alwyn, que fue como pasó a llamarse, fue relegada a un segundo término y casi desapareció.

En 1985 murió William Alwyn y Doreen, además de administrar su legado musical, volvió a centrar sus fuerzas en la composición, si bien no volvió a trabajar para el cine.

En 1992 el sello Chandos, en su extraordinario esfuerzo para divulgar a los músicos británicos del siglo XX, encargó la grabación de varias de sus piezas. Cuando los críticos y oyentes, que lo poco que sabían de esa mujer es que era la viuda de William Alwyn, las escucharon se quedaron asombrados. Allí había talento y personalidad, verdadero genio. No era la obra oportunista de una viuda que intentaba sacar provecho de la fama de su difunto marido, como algunos habían pensado. En realidad, de hecho, había sido al revés: Doreen Mary Carwithen, la gran compositora, había sido eclipsada por Mary Alwyn, la esposa del músico famoso.

Durante sus 15 años de carrera como compositora de música para el cine trabajó en más de 35 documentales, películas y cortometrajes. Por destacar citaré dos pequeñas pero curiosas piezas que elaboró para la actriz, bailarina y directora (de ópera, teatro y cine) Wendy Toye, otra mujer que tuvo que luchar muy duro para llegar a donde llegó.

Se trata de las bandas sonoras para los dos primeros trabajos de Toye para el cine. «The Stranger left no Card» y «On the Twelfth day…». El primero ganó en Cannes el premio al mejor cortometraje, y el segundo fue nominado al Oscar en esa misma categoría.

En «The Stranger left no Card» seguimos la historia de un excéntrico y pintoresco mago que llega a una ciudad, ganándose la atención de todos con sus trucos y divertidas gracias… y no voy a comentar más porque es mejor que lo disfrutéis por vosotros mismos.

Aunque no entendáis el diálogo o la voz en off, que creo que es un añadido que no estaba en la versión original, pues no aporta mucho, no pasa nada. La historia se comprende perfectamente con la música y las acciones. Y es una verdadera maravilla.







Como podréis haber visto, la música de Carwithen, inspirada en una suite de Hugo Alsven, domina muchas de las escenas de la película, especialmente en su arranque. Apenas hay sonidos ni diálogos. Todo es puro movimiento y música, un perfecto ballet en el que los talentos de Doreen y de Wendy Toye se conjugan a la perfección. La puesta en escena consigue dar apariencia naturalidad, casi documental, a esa pequeña ciudad, y la música transforma esa realidad y la convierte en un bellísimo ejercicio de danza. La coreografía, el equilibrio entre la imagen y la música, resulta perfecto.

Según avanza la historia ese música, alegre y dinámica, se va haciendo más melancólica y misteriosa, siguiendo, o más bien preparando, el tono de esta peculiar historia. ¿Por qué en Cannes, ahora, no premian trabajos tan originales y entretenidos como este?

En su siguiente corto, Toye y Carwithen juegan con la tonadilla navideña «On the Twelfth day…», haciendo que un enamorado regale a su chica todos los presentes que se van diciendo en la canción. No he podido encontrarlo ni verlo, pero todos los comentarios que he encontrado sobre él coinciden en que es brillante, mágico y divertido. Para Wendy Toye también compondría la banda sonora de la interesante película de misterio «Tres casos de asesinato», protagonizada por Orson Welles.

De su música orquestal he podido encontrar el segundo movimiento de su concierto para piano y orquesta. Es una pieza compleja, rica, sutil, llena de misterio y elegancia. Al oírla se me parte el alma al pensar en las grandes composiciones que Doreeen pudo crear y no hizo por culpa de unos tiempos que la marginaron por el simple hecho de ser mujer.

lunes, 15 de noviembre de 2010

William Alwyn, música para un domingo por la tarde

La música de William Alwyn me sabe a domingo por la tarde. Justo después de comer. Un domingo otoñal, de lluvia, en el que no apetece otra cosa que tumbarse en el sofá para ver una película de evasión, una de esas que nos devuelve a la infancia durante un par de horas antes de darnos cuenta que se acaba el fin de semana.

Y es injusto, pues Alwyn ha compuesto numerosas piezas orquestales y para el cine que nada tienen que ver con eso. Pero también compuso esa banda sonora, la de esa película, y su perfecta obertura, la mejor sintonía que pueda existir para un domingo por la tarde.

Quizá se deba a que realmente vi por primera vez «El temible burlón» («The Crimson Pirate») un domingo por la tarde, siendo niño, en el viejo televisor en blanco y negro de mis padres. El caso es que, para mí, se convirtió en la película perfecta para ese momento y cada vez que vuelvo a ella, ya con sus maravillosos colores, dejó atrás mis fatigados cuarenta años (y los que vengan) y vuelvo a ser ese niño inconsciente del paso del tiempo y la mortalidad. No puede existir evasión más perfecta.
Su banda sonora, especialmente esa apertura tan vivaz y divertida, es una música que me cambia el ánimo, que lo sintoniza para entrar en el imposible y divertido reino de héroes y villanos del Pirata Escarlata. En conjunto me gusta más Korngold, sí, y reconozco que las bandas sonoras del «El capitán Blood» y, especialmente, de «El halcón del mar» son dos obras de arte inmensas… pero me puede este arranque.

La obertura, como tal, empieza en el segundo 54, tras el simpatiquísimo prólogo de Burt Lancaster… todo un arriesgado acierto del director. No sé porqué, no dejan insertar esta escena de arranque, así que aquí os dejo el link para ver el comienzo de «El temible burlón» y, después, una versión orquestal de la música en el que se incluye algún tema más aparte de la obertura.



Partiendo de una entrevista con Christopher Lee pensé que Robert Siodmark había reescrito el guión original, mucho más serio y grave, porque no veía la historia de esa forma y quería darle un tomo de comedia. Sin embargo Daniel Domínguez me ha puesto sobre la pista correcta al indicarme que el guión original había sido escrito por Waldo Salt, uno de los grandes guionistas de Hollywood, y autor de la anterior «El halcón y la flecha», dirigida por Jacques Tourneur. Esa película comparte mucho con esta: actores, personajes fuera de la ley, luchas contra la tiranía, tono de aventuras.

Waldo Salt era comunista y justo en ese momento fue incluido en la lista negra de MacCarthy. Los productores no sólo sacaron su nombre del guión sino que pidieron que se cambiase este por completo para sacar todo posible rastro de comunismo que pudiese haber. Entonces fue cuando Siomark, con la ayuda de Ronald Kibbee, reescribió el guión dándole un nuevo y desenfadado tono de comedia.

¿Cómo habría resultado de la otra manera? Ni idea, pero viendo la película de Tourneur, otra obra maestra del cine de aventuras, seguramente habría quedado bien. Pero, tal y como quedó, «El temible burlón» resulta perfecta. Una de las mejores películas de aventuras de todos los tiempos y de cuyo peculiar tono beben muchas otras, desde «Indiana Jones» hasta «Piratas del Caribe» o «La Momia».

Y, encima, bajo su alocada historia y su desenfadado humor, siguen perviviendo las ideas de Salt sobre la libertad y la lucha contra la tiranía.

Otra casualidad se alió con Siodmack para hacer la película aún mejor. Contrató a Nick Cravat para que interpretase el lugarteniente del Pirata Escarlata, interpretado a su vez por Burt Lancaster, una pareja que había funcionado a la perfección en la anterior película escrita por Waldo Salt «El halcón y la flecha» (otra genial película de domingo por la tarde). El personaje de Cravat, inicialmente, tenía diálogos, pero al llegar al rodaje vieron que su fuerte acento de Brooklyn desentonaba con el del resto de los actores. Así que decidieron repetir lo que ya había hecho Jacques Tourneur y lo hicieron mudo. Sus «diálogos» e interacciones con Burt Lancaster, añadiéndole aún más comedia y a través de gestos y señales son memorables. Acababa de nacer «Ojo», uno de los secundarios más geniales de la historia del cine de aventuras.
Siodmark confió en William Alwyn para que ese particular tono de aventura y comedia quedase claro desde el primer segundo, desde el primer compás. Y vaya si lo consiguió.

Para lograrlo decidió jugar con los arquetipos y las melodías que están desde hace siglos en la mente de la gente, y partió de una tonadilla popular irlandesa de tema marinero: «What shall we do with the drunken sailor?». Tras unas breves notas de introducción y, casi de repente, una pegadiza melodía, lejanamente inspirada en algunas notas de esa canción, es lanzada por toda la orquesta al unísono, marcando cada compás con poderosos golpes sonoros de percusión. El resultado es trepidante. Imposible no contagiarse del buen humor y sentido de la aventura que desprende. A partir de ahí va jugando con las notas de esa canción popular hasta hacerla aparecer de forma reconocible sobre los marineros del barco, como si ellos la cantasen arropados por toda la orquesta, con unos arreglos simpatiquísimos y a un ritmo endiablado. Puro nervio. Alwyn continúa desarrollando esa música e incorporando nuevos motivos y temas hasta construir una banda sonora de gran riqueza y que acompaña a las imágenes de forma perfecta.

Y, ahora que ya os he presentado mi obra favorita de William Alwyn —más por motivos personales que por otra cosa, porque tiene otras composiciones igual de buenas o más—, conozcamos un poco más de este músico.
Durante sus primeros años como compositor Alwyn disfrutó mucho de las vanguardias, la música serial y sus propias experiencias con el dodecafonismo, componiendo una serie de piezas bastante modernas que enseguida le dieron fama y prestigio.

Sin embargo, y casi de repente, en 1939 y con el estallido de la guerra, Alwyn abandonó ese estilo vanguardista, tachándolo de inadecuado, y comenzó una aproximación más clásica a la música, pese a que siempre le quedó el gusto por jugar con las disonancias y un considerable talento para hacerlo de forma brillante. Sus melodías se volvieron más accesibles y bellas, pero también profundas y misteriosas. Entre sus numerosísimas composiciones , su «Lyra Angelica» es quizá el ejemplo más popular de su nuevo estilo. Aquí podéis disfrutar de su hermoso y enigmático adagio.



En 1936 fue llamado para componer una nueva partitura para el documental «The future’s in the air», pues la que existía no gustaba a los productores. El estilo vanguardista e innovador de Alwyn encajó a la perfección. Ese fue su primer contacto con el mundo del cine, si bien lo dejaría aparcado por el momento mientras continuaba dedicándose a sus trabajos como compositor y profesor de música.

Con el estallido de la guerra se alistó en el servicio activo y fue asignado a la defensa antiaérea como controlador y vigía. Pero el músico de cine Muir Mathieson, a cargo del departamento musical del Ministerio de Información, se dio cuenta de que Alwyn podía hacer un servicio mucho más útil a su país componiendo la música para documentales y películas de propaganda. Así que se pudo en contacto con él.

Y este sí fue, de verdad, el comienzo de la relación de William Alwyn con el cine. Durante la guerra compuso el acompañamiento musical de varios documentales y películas de ficción, y después de ella continuó componiendo bandas sonoras durante el resto de su vida, alternándolas con su trabajo como profesor (hasta los años 50) y sus numerosas piezas de música pura.

Su prestigio y eficiencia le llevaron a trabajar con muchos de los directores más interesantes del momento en Inglaterra y a hacer alguna incursión en Hollywood. Así, podemos disfrutar de su música en la citada «El temible burlón» de Robert Siodmark, en «La última noche del Titanic» de Roy Ward Baker, en «Madeleine » de David Lean, en «Mandy» de Alexander Mackendrick, en «Sombras de Sospecha» de Michael Anderson, en «El Millonario» y «The Million Pound Note» de Ronald Neame, en «Escape» de Joseph Leo Mankiewicz, en «The Mudlark» de Jean Negulesco, en «Bedevilled» de Mitchell Leisen y en un largo etcétera hasta completar su lista de más de 70 bandas sonoras en las que trabajó en todo tipo de géneros.

Aquí podemos escuchar la obertura de «La última noche del Titanic», en la que Alwyn es capaz de combinar de forma elegante grandiosidad y lirismo, dos de los elementos claves de la película que nos espera por delante. También se puede apreciar su sutil y casi imperceptible uso de las disonancias.



Cabe destacar «The New Lot» (también titulada «The Way Ahead»), película documental y de propaganda realizada durante la guerra, pues supuso su primera colaboración con Carol Reed, con quien trabajaría en bastantes ocasiones, formando una de esas fructíferas relaciones director-músico que se dan a veces. Las películas más conocidas que hicieron juntos quizá sean la soberbia «Larga es la noche», ambientada en las luchas del Sinn Fein irlandés, y «The Fallen Idol», una pequeña obra maestra sobre un niño que ve como su ídolo, su padre, se va desmoronando ante sus ojos cuando se enamora de su secretaria.
Una trama que tiene algo de premonitorio, pues unos años después Alwyn dejará a su esposa, profesora de música igual que él, por una de sus jóvenes alumnas: Doreen Mary Carwithen, quien sería su nueva esposa y compañera el resto de su vida.

Y digo esto último no porque me guste el cotilleo y los asuntos escabrosos de la vida de los famosos (que también), sino porque Doreen Mary Carwithen, también conocida como Mary Alwyn, será la compositora de quien hablaré en la siguiente entrada.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Arthur Bliss y «Things to Come», partitura visionaria

Las primeras décadas de Bliss
El joven Arthur Bliss vio interrumpidos sus estudios de música por la Gran Guerra, en la que combatió en una unidad de granaderos. De vuelta a casa, durante la siguiente década se ve muy influido por la música de vanguardia y, en concreto, por los hallazgos musicales de Debussy y Stravinsky. Por eso sus primeras composiciones, que ya le dan un gran prestigio, van en esa línea experimental, destacando su «Sinfonía de los colores». En ella juega con las sinestesias musicales, asociando sonidos y colores.
En los años 30 descubre la música tradicional inglesa y comienza a incorporarla a sus trabajos, haciéndolos más asequibles al público, con lo que a su prestigio se suma la popularidad, convirtiéndose en uno de los músicos británicos más conocidos y valorados de esa época.

Y, por eso, un buen día, Muir Mathieson, el director musical de los estudios del productor Alexander Korda, llamó a su puerta.


La crisis de la transición del cine mudo al sonoro
Demos un breve salto atrás en el tiempo.

Contra lo que mucha gente piensa hoy, durante la época del mal llamado cine mudo se crearon muchas bandas sonoras, piezas elaboradas específicamente para ser interpretadas junto a las películas. Tanto grandes composiciones pensadas para una película en concreto —normalmente una gran producción—, como la llamada «photoplay music», partituras con temas genéricos que se podrían aplicar a cierto tipo de escenas, indistintamente de la película: música de persecución, música de pelea, romántica, de miedo, triste, etc.

Se trató, sin duda, de la primera gran época dorada de la música de cine.

Pero, sorprendentemente, la llegada del sonoro supuso un paso atrás y, desde el estreno de «El cantante de Jazz» hasta el de «King Kong», de 1927 a 1933, se produce una grave crisis en este campo. Decrece el número de composiciones y muchas se limitan a ilustrar los títulos de crédito iniciales y finales, dejando la película sin apenas música, sólo con diálogos. Se tira cada vez más de archivos sonoros, reutilizando música ya existente o clásicos, y esta se suele usar en segundo término, sin buscar un buen ajuste con la acción ni aportar mucho a lo que transcurre en la pantalla.

Aunque podemos encontrar alguna excepción durante este periodo, como los asombrosos cortos animados de Carl Stalling y Walt Disney, el punto de ruptura llegará en 1933 con el estreno de «King Kong».

«King Kong»
Esa película era una de las grandes apuestas de la RKO y Selznick decidió contratar a un músico que ya había destacado en Broadway y tenía experiencia trabajando en la orquestación de otras películas: Max Steiner.
Inicialmente le pidió que hiciera lo habitual, reutilizar música previa y temas clásicos. Steiner le respondió que una historia como esa no tenía precedentes. «¿Quieres que a un mono gigante que pelea con dinosaurios le ponga la música de “Mujercitas”?», parece ser que le dijo. El productor vio que tenía razón y le dio libertad para componer una partitura propia… y dinero para contratar a los músicos.

Steiner hizo más que eso. Quizá inspirado en lo que hacía Stalling con Disney a la hora de sincronizar imagen y música, se reunió con el director y los técnicos de sonido y vieron que para una historia como esa, para hacer entrar al público en ese mundo de fantasía, era necesaria una partitura poderosa que les trasladase a ese otro mudo, que formase parte de él.

Y, así, la música volvió a cobrar una importancia fundamental, hasta el punto de que algunas escenas se reeditaron y sonorizaron para hacerlas encajar con la partitura de Steiner.

El resultado fue admirable y se puede decir que «King Kong» cambió la historia de la música de cine. A la gente le encantó la experiencia vivida en el cine y los profesionales se dieron cuenta de que la música de Steiner había jugado un papel muy importante en ello. Volvieron a encargar bandas sonoras y a buscar a nuevos compositores que pudiesen aportar un valor añadido a sus películas. Así acabaron llamando a Korngold —quien llevó la revolución iniciada por Steiner aún más lejos— y a otros grandes músicos que sentarían las bases de la moderna música de cine.

El mismo papel que desempeñaron «King Kong» y Steiner en Hollywood, lo iban a desempeñar Arthur Bliss y «Thing to Come» en el Reino Unido y Europa.

«Things to Come»
Esta película también era la gran apuesta de Alexander Korda, una superproducción fantástica, al estilo de King Kong, basada en una historia de H. G. Wells con un guión del propio escritor en el que se nos narra el futuro de nuestro mundo a lo largo de todo un siglo. En algunos aspectos, como el estallido de la Segunda Guerra Mungial y los salvajes bombardeos sobre poblaciones civiles, resultó profética pero en otros erró bastante el tiro.
Lo que tenía muy claro Korda era que para esa película quería una gran banda sonora, al estilo de la de Steiner, y encargó a su director musical que buscase al mejor músico posible. Y Muir Mathieson fue capaz de persuadir al ya célebre Arthur Bliss para que aceptase el desafío.

Y se lo toma muy en serio. Estudia el guión y comenta todas sus ideas con el propio H. G. Wells y el director, Cameron Menzies, para lograr que su música no sólo ilustre las imágenes, sino que aporte cosas a la historia que, de otro modo, se perderían. La partitura se va construyendo al mismo tiempo que el guión y aún se sigue modificando durante el rodaje y el montaje. El resultado es una integración de música e imagen como nunca se había visto hasta entonces en una gran película comercial como aquella.

Ya podemos verlo en estos diez primeros minutos de película. Los tres temas que aparecen ilustran muy bien lo revolucionaria que resultó su partitura, superando, de hecho, en muchos de sus elementos, a la de Steiner (si bien esta tiene el mérito de haber sido anterior).



Ya en los créditos nos resulta simpático ver como se indica que la música ha sido especialmente compuesta para la película por Arthur Bliss. Un gran cambio respecto a unos años atrás, donde el arreglista musical, a veces, ni aparecía. Y aquí se deja bien claro que la música se creó para la película y pertenece a ella, y el compositor es elevado al status de uno de los principales autores de esa producción.

Centrándonos ya en los temas, en el primero vemos que ya rompe con la vieja norma de que la obertura iba sólo sobre los créditos iniciales para que luego comenzase la película y el diálogo. La melodía arranca con los títulos y continúa sin interrupción sobre la primera escena, haciendo que para el espectador no haya ruptura entre la película y sus créditos. Desde el principio ya está en la película. Hoy es tan común que no nos resulta sorprendente, pero no siempre fue así.

Otro elemento muy interesante, y que probablemente tenga que ver con la etapa más experimental de Bliss, es lo bien que integra los sonidos diegéticos con la música, haciendo que ambos sean inseparables. La fanfarria de salida, sobre créditos, comienza con unas campanadas que luego sonarán de forma natural sobre la ciudad en esa primera escena. Los alegres villancicos e himnos religiosos que la gente canta por la calle son rodeados por la música de fondo, que juega con ellos, puntuándolos de manera siniestra hasta casi hacerlos desaparecer. Una forma de escenificar de forma musical el contraste entre esa vida cotidiana y la guerra que se avecina, entre la paz y la violencia que acabará por triunfar: el tema que se va a desarrollar a lo largo de toda la película.

Es Navidad y este pasaje musical, o más bien su unión con la imagen, los ruidos y las canciones, consiguen transmitirnos perfectamente la sensación de amenaza. Recuerda poderosamente al texto de la misa de adviento: la gente atareada en su vida cotidiana mientras se avecina el diluvio. Todos lo ignoran menos uno, Noe, al que nadie cree… y que aquí es representado por el pesimista científico al que nadie hace caso.

El poderoso efecto emocional de esta escena que arranca la película se debe tanto a la música como a la imagen, a la integración de ambas para contarnos algo que va más allá de lo que cualquiera de ellas por separado podría haber logrado.

A partir del minuto 5 y medio, aparece el segundo tema. Su función es irónica. Vuelve a integrar la música y sus efectos sonoros con los juegos de los niños y sus tambores de juguete, para luego retirarse a un segundo término y acompañar, de forma sutil, el diálogo.

Es una melodía alegre y juguetona, igual que los niños que retozan alrededor de sus mayores. Contrasta con el tema de la conversación, sobre la posibilidad de que estalle la guerra. El efecto en el espectador es curioso: esos adultos, pese a su seriedad y petulancia, resultan tan críos como los que les rodean. Hablan y teorizan sobre la guerra, o sea, juegan, sin saber que lo que se avecina les traerá un nivel de horror y destrucción que nada tiene que ver con sus frívolas teorías y palabras.

Esa música va desapareciendo según la realidad se imponr y unas luces en el cielo y las noticias que llegan por la radio les enfrentan a la realidad de que esa guerra, mientras hablaban, ha comenzado.

Tras un ominoso silencio, la música se vuelve en un tercer tema de carácter marcial. Aquí su función no es la de ampliar el significado de la imagen (como en los casos anteriores) sino la de darle sentido a esta: el país se prepara para la guerra y la melodía, con toques militares, nos hace ver que esas escenas no son simples aglomeraciones de tráfico o de peatones. Es la movilización de toda una nación.

En resumen, esta música, al igual que la de King Kong, no se dedica a rellenar huecos ni ha sido tomada de algún otro lado. Encaja al 100 % en las imágenes para las que ha sido creada, se mezcla con las canciones y sonidos diegéticos hasta convertirlos en parte de ella, ayuda a dar sentido a lo que pasa y es fundamental para dotar de vida y credibilidad a la narración.

Todas estas técnicas y recursos, tan brillantemente intuidos y empleados por Bliss sin tener apenas referente alguno, son usadas hoy de forma regular en las buenas bandas sonoras.

La película fue un éxito inmenso y, poco despúes, Bliss la reconvirtió en una suite orquestal que ha sido interpretada y grabada en numerosas ocasiones, convirtiéndose en una de las piezas más conocidas de este compositor.

Quizá H. G. Wells no atinase en todas las cosas que se profetizan en «Things to come», pero Arthur Bliss sí que supo intuir el camino que debería seguir la composición de la música de cine a partir de entonces, la correcta relación entre música, sonidos e imagen.



Otras aportaciones de Arthur Bliss
Bliss, encantado con la experiencia, alterna su intensa carrera como compositor con la elaboración de alguna otra banda sonora para películas de ficción y documentales. Con el estallido de la verdadera guerra, ya vaticinada en «Things to come», es reclutado, no por Muir Mathieson, sino por la radio BBC para que sea su director musical. Acepta encantado.

Allí no sólo coordinará la programación musical y las melodías de acompañamiento de noticiarios y emisiones de propaganda, sino que será pionero a la hora de dividir las nuevas cadenas de radio en bloques temáticos en función de sus contenidos y tipos de música. Diferenciación que hoy se sigue aplicando.

Sólo compondrá una banda sonora para una película de propaganda, «Presence au combat», sobre la experiencia francesa en la guerra y la resistencia.

Tras la guerra continúa su carrera como compositor y llega a ser nombrado «Maestro de Música de la Reina». Aún así, seguirá componiendo algunas piezas más para el cine, la radio y la televisión, si bien el grueso de su producción se centrará en la música pura. Aún así, cuando se habla de este músico, de forma casi inevitable, se suele citar su brillante y visionaria banda sonora para «Things to Come»

jueves, 11 de noviembre de 2010

An Age of Kings, 50 aniversario

Creo que todos los grandes amantes de Shakespeare que trabajamos en esto del cine y la televisión, tras leer su obra dramática completa, tenemos el mismo sueño.

¿No estaría genial hacer una saga, de películas o en una serie de televisión, uniendo sus dramas históricos acerca de los reyes británicos? La mía la tengo muy clara en mi cabeza. Se titularía «Lancaster», pues es la dinastía protagonista, y comenzaría con el ascenso de esa familia al poder en «Ricardo II»; continuaría con sus duros inicios —y la heterodoxa formación de un futuro rey en medio de geniales truhanes— en las dos partes de «Enrique IV»; alcanzaría su cénit con «Enrique V»; comenzaría su decadencia con las tres partes de «Enrique VI»; para concluir en la climática batalla de Bosworth de «Ricardo III» y el ascenso al poder del primer Tudor, en cuya figura se reúnen las familias antagónicas York y Lancaster. Un complejo y ambicioso fresco histórico que se extiende de 1377 a 1485, retratado por uno de los poetas más grandes de todos los tiempos.

Fuera quedarían «El Rey Juan» y «Enrique VIII», que rompen esa línea temporal.

Me hizo gracia descubrir que Orson Welles había tenido el mismo sueño y que, como parte de su materialización nos legó «Campanadas a Medianoche».

Para el cine quizá era un proyecto demasiado ambicioso, pero para la televisión, y más para la televisión británica, y con la colaboración de la Royal Shakespeare Company, era una tarea posible.
La BBC, a finales de los años 50, con la televisión aún en pañales, acometió la tarea y, en 1960 se estrenó «An Age of Kings». Una serie de 15 capítulos de, más o menos, una hora de duración, que recogen las obras que cité anteriormente. Aunque es teatro filmado y resulta un tanto academicista por momentos, jugando mucho con los primeros planos y los planos medios, hay detalles curiosos y muy interesantes en la realización y se hizo un considerable esfuerzo por representar las numerosas batallas que ocurren durante esas historias.

El sistema de producción puede resultar extraño a alguien que trabaje en la actual televisión, pues no se realizaba escena por escena. Se ensayaba el capítulo durante muchos días y luego se grababa, casi del tirón, con cuatro cámaras, en una jornada. Eso sí, algunas escenas puntuales o algunos momentos que necesitaban efectos especiales, se grababa aparte por su complejidad.
Toda una superproducción, con numerosos decorados, vestuario y atrezzo de época, y más de 600 actores con texto. Hoy, el que nos puede resultar más curioso, pesa a que casi todos están inmensos, es un jovencísimo Sean Connery, dando vida a Hotspur (personaje histórico y que tiene un papel crucial en «Enrique IV») en una actuación realmente brillante.
Fue todo un éxito en el Reino Unido y se convirtió en la primera serie de televisión que ese país exportó a Estados Unidos, donde también tuvo muy buenas críticas. Hoy, gracias al DVD, aún podemos disfrutar de ella. Un clásico imperecedero y una obra maestra imprescindible tanto para los amantes de Shakespeare como para los fans de las series de televisión.

Además, fue la serie que le dio prestigio a la televisión. Hasta ese momento se veía la televisión como algo muy inferior al cine, populachero y de segunda. Fueron muchos los que criticaron, en su día, el empeño de esta producción. ¿Shakespeare en la televisión? Les parecía un insulto meter al genio de Avon en un aparato que sólo servía para anunciar jabones y narrar historietas con las que entretener a la gente en su casa. Shakespeare vivía en los teatros o en las películas de Lawrence Olivier. Pero jamás se podría meter en algo tan trivial como la televisión. El resultado fue tan asombroso, y todo el mundo quedó tan encantado, que los críticos tuvieron que cerrar la boca. No sólo se había hecho justicia a la calidad de esas obras, sino que la obra de Shakespeare tuvo una difusión mayor de la que había tenido nunca.

Hoy podemos disfrutar de obras verdaderamente épicas para la televisión, como ese díptico sobre la guerra que es «Hermanos de Sangre» y «El Pacífico», o superproducciones históricas como «Roma», «La puta del Diablo» o «Los pilares de la tierra», en las que la BBC ha vuelto a colaborar. No está de mal recordar a la serie pionera en este tipo de ambiciosas reconstrucciones.
No estaría mal que, siendo éste año el cincuenta aniversario de «An Age of Kings», alguna cadena o distribuidora española se animase a traernos este clásico para que podamos disfrutarlo con subtítulos en castellano (o doblado) pues, hasta ahora, que yo sepa, hay que lidiar con los subtítulos en inglés del DVD.

La música incidental de la serie fue compuesta por Christopher Whelen, pero para la cabecera decidieron encargar una pieza especial a un músico de prestigio. ¿Y quién mejor que el actual «Master of Queen Music» y el que había sido director musical de esa cadena, la BBC —cuando sólo era radio—, durante la guerra? Así que la cabecera fue compuesta por Sir Arthur Bliss, dándole así un imperecedero valor añadido a la serie.

Y de éste músico del hablaré en la siguiente entrada.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

William Walton, en busca del alma de Shakespeare

En una de esas curiosas casualidades que llenan la vida, la primera banda sonora que compuso William Walton fue para la película de 1935 «Nunca huyas de mí» («Escape me never»), dirigida por Paul Czinner. Doce años más tarde, en Hollywood, se hizo una nueva versión de esta historia pero esa vez, en lugar de abrir una carrera cinematográfica, cerró otra: la de Erich Wolfgang Korngold que, a petición de padre moribundo, tras ese trabajo dejó las películas para dedicarse a composiciones más serias. Aunque quizá sea justo reconocer que Korngold, años después, ante la insistencia de su gran amigo William Dieterle, volvería a trabajar en una película para adaptar varios temas de Wagner a su película «Magic Fire».
Walton, al igual que Korngold, pensaba que las bandas sonoras no eran algo serio. A él le llevaba un gran trabajo componer y, de hecho, decía que su principal herramientas de trabajo era la goma de borrar, pues no paraba de revisar y retocar sus partituras. Por eso no se sentía a gusto con los rígidos y ajustados plazos que el imponía la industria del cine. También consideraba que la música de las películas, fuera de ella, no tenía mucho sentido y, por ello, era inferior a la «verdadera música», que era la que le interesaba de verdad.

Pero el dinero le venía bien y por eso compuso aquella banda sonora y otras piezas de música incidental por encargo. Poco a poco le fue cogiendo el gusto y aprendió a disfrutar mucho de esos trabajos y a valorarlos de una forma más justa. Finalmente, acabó convirtiendo algunos fragmentos de sus bandas sonoras en piezas de cámara y conciertos que ejecutaba con gran orgullo. Toda una evolución.

Un par de años después de su debut cinematográfico, Paul Czinner volvió a llamarle para un nuevo encargo. Uno con más enjundia. Se trataba de adaptar a Shakespeare, en concreto la comedia «A you like it». Esa película le dio dos cosas a este músico. Una que le acompañó durante toda su vida, su amistad con Lawrence Olivier, y otra que le acompaña, aún hoy, más allá de su muerte: la asociación de su nombre con Shakespeare.

Walton puso música a cuatro de las adaptaciones más clásicas y famosas de la obra de este dramaturgo. La ya citada, «Enrique V», «Hamlet» y «Ricardo III», estas tres dirigidas y protagonizadas por su amigo Olivier. También compondría la música incidental para un «Macbeth» teatral y una ópera basada en «Troilo y Crésida».

Cuando llegó la guerra se alistó como voluntario en el servicio civil, donde le encargaron conducir ambulancias, algo que él reconocía que hacía bastante mal. Afortunadamente, Muir Mathieson, en su campaña para reclutar grandes músicos para las películas de propaganda, se le acercó para proponerle un trabajo más adecuado a sus capacidades.

Sus trabajos más célebres en esta etapa de su carrera fueron la banda sonora de «First of the Few» de Leslie Howard, y la de «Enrique V» de Lawrence Olivier.

«First of the Few» es también conocida como «Spitfire», pues en ella se nos cuenta la historia del creador de ese célebre avión de caza británico. Walton reconvertiría esa partitura en una de sus más célebres piezas de cámara: «Preludio y Fuga Spitfire». Aquí podemos escucharla.



«Enrique V» es una de las adaptaciones más controvertidas de Shakespeare ya que, al estar en plena guerra, la obra original se aligeró de su carga crítica y de buena parte de su cinismo para convertirla en el alegato a favor del patriotismo y del coraje que nunca fue. Para muchos fans del poeta es una traición imperdonable, si bien hay que reconocer que sus valores estéticos y narrativos son incuestionables. Igual que la calidad de su banda sonora.

En ella se pone de manifiesto que la capacidad de Walton para integrar multitud de influencias y estilos dispares en un conjunto con personalidad propia, también está presente en sus partituras para el cine.

El preludio se abre, tras unos ligeros y suaves acordes, con una poderosa fanfarria que posee toda la característica grandiosidad de las películas que se hacían en esos años. Esa explosión se atenúa y va siendo puntuada por momentos más líricos y sutiles, y por otros inspirados en la música medieval y las marchas militares, lo que nos van poniendo en escena y trasladando a la época… hasta que, de repente, todo eso se rompe con la aparición de una voz, la del narrador, que nos traslada al teatro el Globo de finales del siglo XVI. Durante unos minutos la música calla y deja el espacio a esa voz para ir regresando, poco a poco, según los tramoyistas y actores pululan alrededor del narrador. Y aquí podemos disfrutar de la enorme capacidad de Walton para retratar espacios y ambientes. Gracias a la alegría y ritmo de la melodía la escena va cobrando más y más vida, más y más fuerza, hasta que, de repente, vuelve a estallar y nos traslada aún más atrás, a los tiempos de Enrique V. El teatro deja paso al cine y el decorado de cartón piedra a las calles del antiguo Londres.

Podemos ver todo este segmento musical en una ejecución en directo con la voz de Thomas Allen como el narrador.



Esa vivacidad pronto contrasta con la solemne y bella profundidad del tema de la muerte de Falstaff, que ilustra perfectamente los sentimientos que Enrique no puede expresar en público. De ahí pasamos a la grandiosidad de los discursos ante Harfleur y Agrincourt, a la larga acumulación de tensión musical antes de la batalla y su estallido en un poderoso clímax, o al bello lirismo de los temas románticos alrededor de la princesa y su encuentro con Enrique. La música, de alguna manera, cuenta toda la película, o más bien la película que va por debajo de la película, trayendo los sentimientos y el alma de los personajes, e incluso de los lugares, a primer término.

Olivier valoraba mucho esa contribución de Walton y reconocía cuánto favorecía esa música a sus legendarias interpretaciones. Por eso, siempre que pudo, contó con él para sus películas.

Después de la guerra Walton volvió a sus trabajos en música orquestal. Sólo volvió a trabajar en bandas sonoras para su amigo Olivier y sus adaptaciones de Shakespeare, y cuando a finales de los años 60 le encargaron la música para una película sobre la Batalla de Inglaterra, algo que él vio como una continuación de su «First of the Few». Pero este último trabajo le supondría una amarga decepción.

Los productores consideraron que la banda sonora de Walton era demasiado corta y, además, no les convencía como acompañaba a las imágenes. Por lo tanto la rechazaron y encargaron otra al músico de cine Ron Goodwin (famoso por su celebraba composición para «Escuadrón 633» o por haber sustituido a otro gran músico, Henry Mancini, en la banda sonora de «Frenesí», de Hitchcock). Lawrence Olivier montó en cólera por esa falta de respeto a su amigo y amenazó con retirar su nombre de los créditos sino se respetaba la composición de Walton.

Al final se llegó a un acuerdo y se usó mayoritariamente la banda sonora de Goodwin, excepto para una parte de los créditos finales y una de las escenas de batalla aérea. En esta, de repente, dejamos de oír el sonido de los motores y los disparos para escuchar sólo la música, creando un momento de extraño lirismo en medio del caos de la batalla. Algo semejante a lo que haría, años más tarde, Toru Takemitsu en Ran. ¿Se habría inspirado en Walton? No lo sé, pero con lo buen conocedor que era el compositor japonés de la música occidental, no sería extraño.

Gracias a la actual tecnología del DVD, desde 2004 se puede disfrutar de una edición de «La Batalla de Inglaterra» en la que podemos escoger entre escuchar la banda sonora de Goodwin o la de Walton (si bien esta última no está tan bien ajustada y arreglada como la anterior). El resultado es muy interesante ya que podemos comprobar cómo la música hace que la película cambie muchísimo, llegando a modificarse el tono y la percepción que tenemos de muchas escenas.

Aquí podemos apreciarlo viendo el prólogo de la película en la versión de Walton:



Y en la de Goodwin:



Dos experiencias cinematográficas muy diferentes.

Tras esa desafortunada experiencia, Walton decidió abandonar el cine para siempre, y sólo volvería a componer una última banda sonora a insistencia de Lawrence Olivier para una de sus películas «Tres Hermanas», adaptación de la obra homónima de Chejov, que sí sería el último trabajo de Walton para el cine.

Posteriormente, en su casa de Ischia, en Italia, a donde se había retirado a mediados de los años 50, trabaría amistad con el cineasta Tony Palmer, famoso por sus documentales sobre músicos. Le permitiría hacer un documental sobre él, «At the Haunted End of the Day», y él y su esposa harían un cameo en la miniserie «Wagner», dirigida por Palmer.

Murió al año siguiente, en 1983, con 80 años. Siguiéndose su voluntad fue enterrado en su pequeño paraíso terrenal de la bella isla de Ischia. Aparte de un museo y una fundación, desde este año (2010), en la isla se ha institucionalizado un premio internacional de música que lleva el nombre de este compositor.

De la música de Walton se ha dicho que resume lo que había sido la música británica hasta ese momento y augura lo que sería en los siguientes años. Quizá su nombre no suene tanto como el de otros músicos y compositores del siglo XX, pero por la belleza y complejidad de sus composiciones, mucho más ricas y profundas de lo que pueden paracer de buenas a primeras, es uno de los grandes genios de la música contemporánea.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Música de cine: Ralph Vaughan Williams

Preliminar
Como este mes voy a estar liadísimo con el trabajo he decidido dejar aparcados por el momento los temas de psicología y dedicar otra pequeña serie de entradas a la música de cine que me acompañará estos días.


Por eso de acotar el tema esta vez hablaré de grandes músicos que han desarrollado el grueso de su trabajo fuera del mundo del cine y que han colaborado con el séptimo arte de forma ocasional. En este grupo bien podrían incluirse algunos de los que ya he hablado: Camille Saint Saens, Erich Wolfgang Korngold, Aaron Copland, Virgil Thompson, John Corigliano y los pioneros de la música electrónica Raymond Scott y Wendy Carlos. Otros, como Toru Takemitsu y Georges Auric, han destacado de forma significativa en los dos mundos, con una producción muy amplia tanto en la composición de bandas sonoras como de pura música orquestal.


Por acotar me centraré en los británicos y una particular «llamada a las armas» que cambió de forma decisiva el rostro de la música de cine de ese país, convirtiéndola en una de las más ricas, variadas y complejas de su tiempo.


Ralph Vaughan Williams
Para muchos Ralph Vaughan Williams es el compositor británico más importante del siglo XX, por delante de Elgar o Britten. De su música se dicho que parece encerrar, dentro de ella, algo muy antiguo y algo muy moderno, sin que la balanza se acabe nunca de inclinar hacia uno de los lados. El resultado es, por completo, atemporal. De formas aparentemente clásicas, se inspira tanto en la música del pasado como en la popular —dedico mucho tiempo a estudiar el folklore de las Islas Británicas— y la de vanguardia, jugando con los instrumentos y la formación de la orquesta de formas muy innovadoras y, lo más importante, efectivas.
Su música es intelectual, por su complejidad y profundidad, pero también fácil de oír, por su capacidad para crear grandes melodías y transmitir sensaciones y emociones. Un equilibrio que pocos creadores del siglo XX han conseguido alcanzar.

Si hablamos de su relación con el cine lo primero que nos viene a la cabeza es el uso que se ha hecho de alguna de una de sus piezas más conocidas, la arrebatadora «Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis», en varias películas como «Remando al Viento», «Master and Commander» y «La Pasión de Cristo»

En esta pieza existe un complejo juego intelectual en el que hace comportarse a toda una orquesta de cuerda, dividida en tres secciones, como si se tratase de un único y antiguo órgano renacentista, con cada sección de la orquesta simulando una parte o acción del órgano (el fuelle, la principal y la coral). La sencilla pieza original de Thomas Tallis es dividida en sus componentes y juega con ellos y sus variaciones, haciéndolas evolucionar al estilo de las clásicas fantasías de la música isabelina del siglo XVI-XVII. Pero lo importante es que todo eso no apaga, sino que potencia, la belleza de la pieza y su gran capacidad para emocionarnos.

De hecho, Thomas Pynchon, en su última novela, «Contraluz», hace un homenaje a la belleza de esta música cuando un personaje sufre un radical cambio en su vida tras escucharla.

En septiembre de este año se cumplió un siglo de su estreno. Williams la compuso cuando ya casi tenía 40 años y fue uno de sus primeros trabajos, pues comenzó a componer muy tarde, pasados los 30. Pero la espera mereció la pena, pues esta fantasía le dio una fama inmediata, que consiguió consolidar y ampliar a partir de ese momento con una solidísima carrera como compositor: óperas, ballets, sinfonías, conciertos, música de cámara, coral, himnos, etc.

Ya nunca le faltaron trabajo ni prestigio y, si en un momento de su carrera dejó la música «seria» para dedicar parte de su tiempo a la composición de bandas sonoras no fue por necesidad económica, ni siquiera por experimentar o probar cosas nuevas. Fue por patriotismo.

Williams había vivido la guerra en sus propias carnes, sirviendo como artillero durante la Gran Guerra. El sonido de sus propios cañones le provocó una pérdida de oído progresiva que, hacia el final de su vida, le dejó completamente sordo. Sin embargo eso no frenó su carrera como músico.

En esos años también conoció el horror de las trincheras y experimentó la pérdida de muchos amigos, algo que intentó transmitir en «Flos Campi», una de sus piezas más complejas y experimentales. En general, toda su música, se vio influenciada por esa traumática experiencia y Williams se convirtió, como casi toda su generación, en alguien que odiaba y temía la guerra.

Sin embargo, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial y su país y toda Europa se vieron amenazadas por los nazis, se dio cuenta de que su país realmente estaba en peligro y se ofreció para algún tipo de servicio activo. El que fuese. Pero, además de ser un tesoro nacional viviente, era demasiado anciano para andar cargando sacos y vigilando carreteras. Y ese rechazo para el servicio le resultó frustrante. Quería hacer algo. Lo único que se le ocurrió hacer al buen hombre, que vivía en el campo, fue coger una carreta y, por su cuenta, dedicarse a recoger chatarra y metales para enviar a las fábricas.
Y entones es cuando entra en escena alguien de quien volveremos a hablar más veces: James Muir Mathieson, un verdadero músico de cine, director del departamento musical de los Estudios Denham de Alexander Korda. En cuanto estallo la guerra, el gobierno británico volvió a crear un Ministerio de Información (ya había existido durante la Gran Guerra) que coordinase tanto la censura como la creación de mensajes de propaganda, incluidas películas que alentasen a la gente a resistir y luchar. Mathieson, por su experiencia cinematográfica, enseguida pasó a formar parte de ese ministerio.

Una de sus primeras y más grandes ideas fue la de encargar la composición de las bandas sonoras de esas películas de propaganda no a los músicos en nómina de los estudios (aunque algunos eran excelentes) sino a las grandes glorias de la música británica del momento. Evidentemente, el nombre de Ralph Vaughan Williams fue uno de los primeros en aparecer, y fue a buscarlo a su casa de campo, donde encontró a ese hombre de casi 70 años recogiendo chatarra con su carrito. El anciano, en cuanto Mathieson le propuso su idea, se sintió orgulloso de responder a esa particular «llamada a las armas» y poder hacer algo por su país.

Y así, a una edad tan tardía, el mejor músico británico del siglo XX se puso manos a la obra con la que sería su primera banda sonora.

Fue para la película «Los Invasores» («49th Parallel»), de Michael Powell y Emeric Pressburger, una película que narraba las tropelías de la tripulación de un submarino alemán que huía a través de Canadá después de que su navío naufragase en aquellas costas, con el objetivo de llegar hasta la aún neutral Estados Unidos. El objetivo era crear en Estados Unidos un corriente de opinión favorable a entrar en la guerra. Además de contar con el veterano Williams para la banda sonora, esta película contó con un joven y aún poco conocido David Lean en las labores de montaje.
Williams sorprendió a todos con su energía y su inventiva, y se tomó el trabajo muy en serio. Leyó el guión, vio los copiones y ajustó cada nota a cada escena en donde iba a ir, llegando a modificar la partitura incluso durante las sesiones de grabación. También fue él quien propuso hacer algo que hoy es muy común en las bandas sonoras, especialmente para televisión: usar la misma música en diferentes momentos pues, según él decía, la misma pieza o frase musical, acompañando a una imagen diferente, podía cobrar un sentido nuevo. O, en el otro extremo, para marcar el impacto de una explosión, bien se podía usar el mismo efecto musical que se había empleado para un choque u otra explosión.

«Los invasores» fue todo un éxito en el Reino Unido y en Estados Unidos, llegando a ganar un Oscar a la mejor historia original. Aquí podemos escuchar el tema principal de la película, de una gran calidad y lirismo, lo que deja bien claro que Williams no se tomó este trabajo a la ligera:



Luego continuó componiendo música para otras películas de propaganda y programas de la BBC, y le quedó el gusto de componer música para el cine pues, acabada la guerra, aún siguió colaborando en otras películas.

Su interés y pasión vienen especialmente ilustrados con lo que le ocurrió con la banda sonora de «Scott en la Antártida», una película sobre la gesta de este explorador. El proyecto le interesó desde el principio y, ya mientras se estaba escribiendo el guión, comenzó a documentarse y, por su cuenta, a escribir música. Cuando la productora le envió el guión, meses antes de que comenzase siquiera la grabación del primer plano de la película, Williams ya tenía la banda sonora compuesta en su totalidad. Se había hecho su propia película en su cabeza y había compuesto 18 temas para ella. Y, lo más sorprendente, ¡es que valieron!
Pero era una banda sonora muy larga y, en la película, sólo se usan la mitad de ellos. Posteriormente, el propio Williams, reescribiría la música usada en la película para su «Sinfonía Antártica». Sin embargo, más de la mitad de los 18 temas originales no llegaron a ser interpretados en esa época.

En el año 2002 se recuperó la partitura y se grabó la banda sonora original completa, tal y como había sonado por primera vez en la cabeza de Ralph Vaughan Williams. Aquí podemos escuchar su bellísima obertura en la que se combina a la perfección lo misterioso con lo grandioso, dándonos un perfecto retrato sonoro de la Antártida:



En 1957, ya con 85 años, compuso su última banda sonora para el documental «La Inglaterra de Isabel». Moriría al año siguiente, habiendo trabajado casi hasta el último día de su vida. Fue enterrado, como un héroe nacional, en la Abadía de Westminster, y sus cenizas reposan muy cerca de las de su admirado Henry Purcell.

Aquí podemos oír parte de esa banda sonora, reutilizada por el autor para su pieza «Tres retratos de la reina Isabel», en el segundo de esos retratos: «La poetisa». Vemos como la pieza comienza con un homenaje al estilo musical de los órganos isabelinos y su estilo de música eclesial, para seguir por una línea más lírica y espiritual, en la que se aprecia esa particular mixtura de lo antiguo y lo moderno tan propia de este autor.